Opinión | Me importa un comino

“Sigo apostando por la inteligencia, no está de moda, lo sé".

Washington Abdala

José Ingenieros, ese pensador impertinente que alguna vez osó escribir El Hombre Mediocre, nos dejó una joyita que sigue retumbando entre las paredes de nuestras democracias de medianía: la mesocracia. Es el gobierno de los “ni fu ni fa”, los anodinos, los profesionales del empate. Es, digámoslo con amor: el poder de la mediocridad (nadie me pegue, no saben por dónde vengo). Ingenieros, con esa pluma que más parecía bisturí que pluma, la describía como la instauración del “mérito promedio” como virtud suprema. En otras palabras, que gobierne el que no molesta, el que no brilla, el que no destaca demasiado no sea cosa de que incordie. Porque en la mesocracia, lo verdaderamente peligroso es el talento: desestabiliza, incomoda, pone en evidencia. El mediocre, en cambio, es un ser pacífico... siempre y cuando nadie lo eclipse. ¿Huele algo el lector? Ahora bien, ¿dónde estamos parados un siglo después? ¿Superamos ese gobierno de mediocres? ¿Hemos conquistado el reino de la excelencia? Claro que sí, si por excelencia entendemos bailar en TikTok por comida o mostrar lomos en Instagram y siempre sonriendo. ¡Livin’ La Vida Loca! (Ricky Martin Dixit).

La mesocracia actual ha mutado: ya no se disfraza de virtud cívica, sino de like. El nuevo mesócrata no necesita leer a Platón; con vichar una foto de Instagram le alcanza y le sobra. ¡Y bardeando en Twitter es Pelé! En tiempos donde opinar es gratis y pensar sale carísimo, la mediocridad ha dejado de ser una amenaza latente y se volvió la norma. Hemos normalizado la mesocracia. Amén.

El idealista de Ingenieros soñaba con una aristocracia del espíritu. Hoy, suena como un influencer frustrado que no logró monetizar su canal. Porque, seamos honestos, ¿quién necesita ideales cuando tiene un podcast y cree que desde allí domina el mundo?

La mesocracia es un régimen silencioso, viscoso, que se cuela entre las decisiones públicas, las políticas culturales y las playlist de Spotify. Gobierna el que sabe no saber y se ufana de su ignorancia como símbolo de modestia. El que promete sin intención de cumplir, pero con la entonación correcta y poniendo rostro de “haremos cuanto esté a nuestro alcance”. ¡No la pudran! Es la democracia representativa, sí, pero representando exclusivamente a la mayoría que prefiere no complicarse. Todo mal, así no es.

Y como buenos súbditos de la chatura, aplaudimos al que no desentona. El genio, el rebelde, el original... nos parece un exagerado. Un snob. Un problemático. Un compadrito. Y citar a Ingenieros ya roza el extremismo. Y seguro dirán que es conservador. ¡Minga!

Uno se pregunta qué pensaría Ingenieros si resucitara en medio de este delirio digital, donde el “emprendedor” (de lo que sea, che) es el nuevo Mesías, y el término “elite intelectual” suena más a insulto que a aspiración. Probablemente se tiraría de nuevo en la tumba, pero no sin antes gritar: “¡¿Tanto para esto?!”

Porque la mesocracia ha perfeccionado su arte: ya no sólo administra el presente, sino que formatea el futuro. Y lo hace con una sonrisa, una tasa de engagement aceptable, y una promesa de innovación que siempre es igual a la anterior. La mesocracia actual no sabe que es eso, se ufana de creerse piola, de no tener cringe, de posar de modernos. Claro, esto suena a viejo bobo que no entiende el mundo. No es así, viejo sí, bobo, nada, solo que la mesocracia de ayer es la de hoy travestida de supuesto influencer. Sigo apostando por la inteligencia. No está de moda, lo sé, me importa un comino.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar