Romanos, una vez más en esta hora desafiante estamos solos ante la adversidad del destino. Nos espera la gloria de conquistar el presente o la ignominia de morir mañana en manos enemigas. En este Senado conocemos lo que es la traición, la deslealtad y el odio. Hemos visto claudicar a quienes jamás pensamos que fueran inmisericordes con Roma. Sin embargo, ha sido así, romanos. El enemigo olfatea, si padecemos temor, vendrá por nosotros sin contemplación. Sabe que un instante de distracción será nuestro último instante. La obra a la que estamos abocados no perdona el error. Es tiempo de cohesión, de entender cada uno su función y de actuar orgánicamente. La dispersión de discursos, las supuestas heroicidades individuales y la vanidad de algunos conspira contra la robusta defensa que debemos construir. Si hacemos el bien por interés seremos astutos, pero nunca buenos. Somos buenos romanos.
Hay momentos que pareciera no queremos salir victoriosos de esta batalla. Si los generales piensan en su propia gloria no existirá gloria para nadie porque semejante proeza solo se construye con entrega magnánima. Y acá la vanidad anida en algunas almas: todos desde su pináculo quieren ganar la batalla, ser aplaudidos y vivir cargados de oropeles. ¡No es así como las grandes conquistas se edifican en la historia! Solo el aporte de todos y cada uno de nosotros hace gigante a una civilización. No hay estrellas fugaces que iluminen el firmamento. ¿Quién ordenó edificar el Partenón en la amada Grecia? ¿Acaso alguien lo recuerda? Sin embargo, allí está esa obra magnificente que ya no le pertenece a Pericles. Las obras quedan, eso es lo trascendente.
Siempre hemos sido gigantes por entender el presente y por generar en nuestros adversarios el respeto que nos ganamos en los campos de batalla. Llegamos para civilizar, para educar, para ser mejores gentes, no como nuestros adversarios que son lo que han decidido ser. Pero no alcanza con ser mejores, hay que demostrarlo día a día, romanos, y este desafío requiere enormes sacrificios. No hay logro máximo que no exija noches agotadoras y hacer pensando. Hora de serenidad para luego ir hacia el amanecer a conquistar el destino. Romanos, no somos hijos de la turba enloquecida, somos hijos de la razón. Ellos allá, nosotros haciendo.
Allí está nuestra loba, romanos, allí estamos nosotros con nuestras familias y allí está el momento en que los valerosos sienten la convocatoria y se encolumnan por detrás de la justa causa que los convoca a luchar por lo bueno. Somos Rómulo y Remo. Ni el enemigo interno con sus miserias, ni el enemigo externo con su ambición podrá contra nosotros si somos “nosotros”. Si nos desdibujamos, si no tenemos confianza en quienes somos, si desconfiamos de nuestros socios en la batalla, no seremos nada. Solo somos si siempre somos todos. Todos implica que hasta el más humilde aporte es imprescindible, desde el portaestandarte hasta el primer gladiador. Y no habrá aplausos esta vez, ni homenajes, ni laureles. Iremos por todos a esta batalla. Esa es nuestra única gloria.
Esta, quizás, sea la batalla de nuestra vida. Quizás la última que libremos porque también la estamos teniendo contra nuestros demonios internos. Si nos superamos a nosotros mismos, el enemigo sabrá que no hay chance alguna de derribarnos. Lloraremos a quienes partieron, pero consignaremos ante el soberano nuestra razón y la victoria será respaldada por la gente. A lo nuestro entonces.
La grandeza se asume nunca se presume.