“En otro lugar, los llamarían ‘pirámides’“, lanza el arqueólogo José López Mazz. En Uruguay, los llamados “cerritos de indios” se cuentan por varios miles, extendiéndose desde Rivera hasta Rocha. Aunque no alcanzan las alturas de Chichén Itzá o Giza, ya que el más alto mide 7,32 metros, algunos llegan a medir hasta 100 metros de largo. Lo más importante es que son igualmente fascinantes y enigmáticos. A pesar de que los investigadores advierten que son un patrimonio “con fecha de caducidad” por sufrir una alta vulnerabilidad, estos cerritos han resistido miles de años, permitiéndonos conocer una parte de la historia del territorio que ha sido sistemáticamente invisibilizada. “Los pueblos constructores de cerritos no eran los indios que nos señalaban en la escuela que andaban tristes y taciturnos, muertos de hambre”, critica López Mazz. Al contrario, fueron los primeros ingenieros ambientales, quienes establecieron allí sus aldeas, cultivaron sus alimentos, cocinaron en hornos de pozo, enterraron a sus muertos y realizaron rituales, según diferentes hipótesis.
Uruguay cuenta con más de 11.000 años de historia indígena precolonial. Durante los últimos 5.000 años de este período, los pueblos constructores de cerritos eligieron habitar y establecer sus aldeas en las tierras inundables del este, norte y noreste, adaptándose a una nueva realidad climática. Construyeron montículos de planta circular, semicircular, alargada e irregular utilizando tierra, piedras o bivalvos, según la región, los cuales modificaron hasta la llegada de los conquistadores en el siglo XVI. ¿Quiénes eran estos constructores? Varios arqueólogos están trabajando en la búsqueda de respuestas.
Los constructores.
Estos pueblos constructores de cerritos no tienen nombre. Se los identifica así. No obstante, López Mazz, quien acaba de publicar el libro Cerritos de indios. Arqueología e Historia de un pueblo originario de Uruguay, recuerda la hipótesis que elaboró junto con el historiador Diego Bracco que habla de que serían los antepasados de los pueblos guenoa minuanos, quienes ocupaban los montículos en tiempos de la llegada de los españoles y quienes mostraban una “continuidad” cultural material. Por otra parte, en algunos cerritos se hallaron elementos como cerámica, hachas o pipas de origen guaraní, por lo que se puede pensar que reutilizaron los cerritos.
De todas formas, los pueblos constructores de cerritos fueron capaces de establecer un sistema de uso del paisaje más complejo de lo que la historia oficial relata sobre nuestros indígenas. Por ejemplo, Rafael Suárez, responsable del Programa de Investigación sobre Prehistoria Temprana en Uruguay (PIPTU) de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE), estudia el vínculo de estos pueblos con prácticas ceremoniales, mientras que Nicolás Gazzán, del Laboratorio de Arqueología del Paisaje y Patrimonio del Uruguay en el Centro Universitario Regional del Este (CURE), investiga la orientación de los montículos en relación con aspectos astronómicos.
Suárez señala: “Se enseña en la escuela que era menos evolucionados, sin adelantos tecnológicos, que andaban desesperados atrás de los animales y que eran poco más que salvajes que no se vestían. Pero tenemos evidencia de que tenían agujas para coser y artefactos para hacer el ojo de la aguja de piedra. Se vestían y decoraban sus cuerpos”.
López Mazz añade: “Su forma de asentarse en el paisaje no era primitiva. Tenían aldeas en colinas, lo que les permitía ver otras aldeas y tener control territorial”. Y hay más elementos: ajuares que acompañan los enterramientos, diversos cultivos, una gestión estacional para la explotación de recursos, y perros que eran utilizados como apoyo en la caza y a los que también se les brindaban enterramientos significativos. “Son los primeros asentamientos aldeanos en la región. Son más antiguos que los que ahora se están descubriendo en la Amazonía”, suma el arqueólogo.
Rafael Suárez se había alejado de los cerritos de indios, pero la arqueología lo llevó nuevamente a ese terreno, esta vez a un lugar inexplorado. El sitio Abrigo Tamanduá, cerca del río Tacuarí, en el departamento de Cerro Largo, es una de las investigaciones más recientes relacionadas con los pueblos constructores de cerritos. Lo que inicialmente atrajo su atención fue un alero o abrigo rocoso, y al comenzar a explorar la zona, se descubrió que está rodeado por 173 montículos, ubicados a distancias que varían entre 120 y 1.102 metros. “Lo más interesante es que están ubicados en un entorno completamente distinto al de otros cerritos”, explica Suárez, en particular comparándolos con los de Rocha, que se encuentran en tierras bajas.
Aquí, estas estructuras monticulares -como prefiere llamarlas- fueron construidas a más de 200 metros sobre el nivel del mar y, al mismo tiempo, están “invisibilizadas”, es decir, solo pueden percibirse desde una corta distancia debido a la quebrada del paisaje. “Es totalmente distinto a lo que se observa en los cerritos de Rocha, que otros investigadores consideran monumentos. Estos son más pequeños y están localizados”, comenta Suárez, docente del Departamento de Arqueología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República (Udelar). Además, agrega que en Tamanduá “hay otra complejidad cultural que estamos intentando identificar”.
Los hallazgos en el alero muestran una ocupación humana permanente durante al menos 11.000 años. Sin embargo, en lo que respecta a los pueblos constructores de cerritos, se han encontrado piezas que indican la presencia de distintos grupos en varios momentos: hace 5.000, 3.000 y 1.500 años. Todas estas fechas corresponden a “antes del presente”, una medida que se calcula a partir de 1950, no por el Maracanazo, sino por el descubrimiento del método de Carbono 14. La ocupación del sitio continuó hasta el año 1580, es decir, 64 años después de la muerte de Juan Díaz de Solís. Entre los hallazgos se destaca cerámica guaraní, lo que sugiere una ocupación o influencia de este pueblo en la zona. Es relevante señalar que esta es la primera vez que se reporta cerámica guaranítica en un contexto de cuevas o refugios rocosos. Entre los restos más recientes, datados aproximadamente en el año 1720, se encontró un hueso de caballo que fue modificado para cavar sedimentos. Además, se encontró silcreta que fue transportada desde afloramientos ubicados entre 312 y 479 kilómetros del lugar.
Suárez y su equipo manejan la hipótesis de que el sitio era utilizado para una interacción social diferente a la de los cerritos de India Muerta, y podría estar relacionado con “el mundo de los espíritus”, siendo un lugar de práctica ritual. “Hemos encontrado plaquetas de ocre con las que se pintaban los cuerpos y se decoraban cueros”, explica el investigador. Además, hasta el momento se ha encontrado poco material arqueológico, lo que también sugiere que no era un sitio de vida cotidiana.
En la próxima visita al sitio Abrigo Tamanduá -se realizan entre tres y cuatro al año y concurren unas 15 personas- continuarán las excavaciones y se analizarán muestras de sedimentos.
El responsable del Programa de Investigación sobre Prehistoria Temprana en Uruguay (PIPTU) añade: “Nos estamos enfocando en trabajar en estas estructuras de Cerro Largo porque tienen un potencial completamente distinto a todo lo conocido”. Y concluye: “Podría dar vuelta (a lo que se sabe de las sociedades prehistóricas que habitaron el sureste de América del Sur). No hay que casarse ni defender una idea a ultranza como que eran cementerios, hornos o monumentos, porque cada región está demostrando técnicas de confección distintas”.
La cocina en el cerrito.
El arqueólogo Roberto Bracco, investigador de la FHCE y de la Facultad de Ciencias de la Udelar, ha dedicado su carrera al estudio de los cerritos de indios, centrándose particularmente en la hipótesis de que muchos de ellos -especialmente en la Cuenca de la Laguna Merín- eran la “cocina” de sus habitantes. Esto se debe a la acumulación de material a lo largo de milenios, lo que contrasta con la idea de otros colegas que los consideran monumentos planificados. Bracco sostiene que esta acumulación es el resultado de comportamientos humanos asociados con la construcción y uso de hornos de pozo, los cuales, al ser utilizados repetidamente en un mismo lugar, generaron grandes cantidades de desechos que, eventualmente, se transformaron en un cerrito.
A través de su investigación, ha encontrado similitudes significativas entre estos cerritos y los montículos australianos, que también presentan uso de hornos de pozo. Utilizando técnicas de datación luminescente, Bracco descubrió que no solo la tierra quemada -que tiene un aspecto muy similar al de pedazos de ladrillos-, sino casi toda la materia de los cerritos estudiados había sido calentada a temperaturas superiores a los 380 grados. Esta evidencia sugiere que el comportamiento humano detrás de la formación de los montículos está relacionado con la utilización de hornos.
“Cuando vamos de campamento, ¿dónde hacemos el fogón? Casi siempre donde están los restos de un fogón anterior. Es un lugar un poquito más alto porque tiene sedimentos ya alterados y porque pasa a ser refractario, entonces, hace más eficiente el uso del fuego”, ilustra.
Los hornos de pozo son estructuras diseñadas para cocinar alimentos, consistentes en un hoyo en el suelo donde se enciende fuego y se colocan acumuladores de calor, como piedras o bolas de arcilla. Estos acumuladores, una vez calentados, liberan el calor lentamente, permitiendo una cocción moderada y prolongada en una atmósfera húmeda. Se considera que su uso marcó una “revolución preagrícola de los carbohidratos”, hace unos 5.000 años, cuando se intensificó el consumo de plantas ricas en carbohidratos, que mediante la cocción prolongada, se hacían más nutritivos. Microrrestos de plantas ricas en carbohidratos como achira y totora han sido halladas en los cerritos.
Según Bracco, esta hipótesis “cambia en 180 grados la visión que se tenía de los cerritos de indios en los últimos 150 años, o al menos la revitaliza”. Aunque reconoce que no es la única interpretación, destaca que podría explicar tanto las dimensiones de los cerritos como el perfil dietario de sus habitantes, sugiriendo una importante presencia de vegetales en su alimentación.
Ya que hablamos del menú, es necesaria una apreciación. Contrario a la idea de que los indígenas de este territorio eran “primitivos” en comparación con otros grupos del continente, las investigaciones sobre los cerritos de indios demuestran que estos también funcionaban como plataformas de cultivo. Se han encontrado restos de maíz, porotos, calabaza y zapallo, y se sabe que producían harina a partir de los coquitos del butiá. Para el paleobotánico Hugo Inda, uno de sus aspectos más llamativos es que constituyen “una suerte de laboratorio natural para la creación de suelos con una fertilidad que aún no ha sido igualada por ninguna técnica moderna de adición de nutrientes”. La concentración de fósforo, nitrógeno y potasio es tan elevada que no solo la industria no ha logrado replicarla, sino que además se ha mantenido estable durante miles de años.
Para agregar una capa adicional de complejidad a esos indios “tristes y taciturnos”, como los describió José López Mazz refiriéndose a lo que narran los libros de historia, los pueblos constructores de cerritos también consideraron aspectos astronómicos al orientar sus montículos. Nicolás Gazzán, junto con otros investigadores, ha iniciado un estudio para entender cómo los cerritos se relacionan con el paisaje celeste y ciertos eventos astronómicos de relevancia. En este sentido, se ha trabajado en cinco sitios ubicados en tres áreas diferentes de Rocha, que comprenden 100 montículos. Se han descubierto dos orientaciones significativas: una hacia la Cruz del Sur y la región de la Vía Láctea donde esta se encuentra, y otra hacia la Luna llena durante el solsticio de junio, que marca el inicio de las lluvias y el invierno.
Estos patrones de orientación no son exclusivos de los pueblos constructores de cerritos. En América del Sur, por ejemplo, los mocovíes del Chaco, los mapuches y algunos grupos amazónicos otorgan gran importancia a la Vía Láctea, a menudo conceptualizándola como un ñandú. La posible relación entre esta ave y los constructores de cerritos se vuelve intrigante cuando se examina el registro arqueológico: a pesar de que el ñandú era abundante en la época, sus restos aparecen con poca frecuencia. Esto sugiere que podría haber existido algún tipo de “restricción o tabú“ en torno a este animal.
Por otra parte, Gazzán tiene pendiente la publicación de un estudio sobre la distribución de cerritos en zonas de lomadas en el área de India Muerta, en relación con la posición del Sol en distintas épocas del año, especialmente durante el solsticio de verano. El investigador planea replicar este análisis en los cerritos de Tacuarembó.
Patrimonio con fecha de caducidad.
El cerrito de indios más alto, registrado hasta ahora, mide 7,32 metros. Forma parte de un grupo de tres montículos ubicados en La Viuda, en la zona de India Muerta, departamento de Rocha. Sin embargo, hay un detalle intrigante: en 1891, el antropólogo José Henriques Figueira midió elevaciones de hasta 10 metros. ¿Dónde están los tres metros que, en 1986, los arqueólogos José López Mazz y Roberto Bracco ya notaban como faltantes? Se han perdido frente al avance de su “principal enemigo”: el arroz.
Arqueólogos del Laboratorio de Arqueología del Paisaje y Patrimonio del Uruguay, entre ellos Nicolás Gazzán, evaluaron los riesgos y la vulnerabilidad de más de 700 montículos indígenas en India Muerta. Al comparar fotos aéreas de 1966 con imágenes actuales, es decir, antes y después de la instalación de arroceras, se puede observar cuántos cerritos han desaparecido y cuántos han perdido volumen. “No solo eso, también los restos de las aldeas, los espacios construidos entre los cerritos, como plazas, y canales. Hay otros tipos de espacios cuyas huellas se borran, generando una pérdida irreparable de patrimonio cultural y natural”, advierte Gazzán.
Esto no solo sucede en Rocha. El arqueólogo Rafael Suárez extiende la alerta a Cerro Largo y Treinta y Tres, donde ya ha visto varios montículos destruidos. “Ves en las imágenes satelitales que está todo arado a su alrededor. Quedan como testigos, pero totalmente alterados”, dice.
Otros factores que contribuyen a su deterioro son la ganadería extensiva, la soja y, en las áreas cercanas a la costa, el turismo. Con estas presiones a la vista -desde tractores que se lanzan desde la cima para encender el motor en los días de invierno hasta un arado demasiado cercano o el corte de caminos, particularmente en aquellos montículos de muy poca altitud, casi imperceptibles en el paisaje-, López Mazz no duda en afirmar: “Es un patrimonio con fecha de caducidad”.
En Uruguay, la normativa específica para los estudios de impacto arqueológico no incluye la evaluación, prevención y gestión de los daños al patrimonio causados por las actividades agropecuarias, excepto las forestales. En consecuencia, si bien los cerritos de indios están legalmente protegidos de manera genérica, los investigadores sostienen que esa protección es insuficiente. López Mazz señala que, en algunas ocasiones, se exigen estudios de impacto ante grandes obras -y si estas proyectan hacer desaparecer un cerrito, deberían, a su juicio, costear la excavación y el rescate arqueológico-, pero nadie se entera cuando algo sucede dentro de propiedades privadas.
Unos pocos cerritos han sido declarados Monumento Histórico Nacional. Ese título lo ostenta el cerrito A de La Viuda por su excepcionalidad: no solo por sus 7,32 metros, sino también por los análisis de sedimentos que arrojaron fechas de carbono 14 de entre 5420 y 2700 años antes del presente. La concentración de restos óseos y material arqueológico indica una ocupación prolongada a lo largo del tiempo, aunque con intervalos. En algunos niveles de la excavación se encontró tierra quemada, lo que sugiere actividades domésticas, y se descubrieron varios enterramientos en la cima, con restos fechados en 1071 años antes del presente. Estos hallazgos llevan a los arqueólogos que apoyan la hipótesis de la monumentalización al pensar que el cerrito pasó a cumplir una función funeraria. “Fue la primera vez que algo indígena entró en la lista de patrimonio uruguayo”, celebró López Mazz, quien sostiene que debería haber más voluntad política para declarar figuras de protección, como parques nacionales o áreas protegidas. En este sentido, Gazzán también propone la creación de zonas de amortiguamiento, donde considera que “la frontera agrícola no puede expandirse más”, así como la implementación de más planes de manejo que incluyan prácticas menos agresivas, como el cultivo de arroz orgánico.
Por su parte, López Mazz no es optimista sobre el futuro de los cerritos de indios del balneario La Esmeralda (Rocha), únicos en su tipo. El sitio está compuesto por tres montículos construidos con berberechos -por eso reciben el nombre de concheros- que fueron fechados, según la estructura, entre 3300 y 1000 años antes del presente. Al ser una zona turística, “los muchachos van con los buggies y los rompen todos”, comenta, mientras que se prevé la instalación de una estación de lanzamiento de satélites en la zona. “Estamos viendo si alguien paga el rescate arqueológico o si podemos hacer investigaciones antes de que se destruyan”, añade.
López Mazz también tiene pendiente una visita al arroyo Solís Grande, cerca del peaje, ya que, durante la investigación para su libro Cerritos de indios. Arqueología e historia de un pueblo originario de Uruguay, encontró una crónica de naturalistas españoles de 1860 que menciona montículos en esa área. “Voy a ir a ver si queda algo”, concluye.
Hasta el momento, en Rocha se han identificado más de 2.000 cerritos de indios. Uno de los sitios más estudiados es el CH2D01, ubicado en el bañado de San Miguel. Allí se encuentran dos estructuras, cada una con un diámetro de 35 metros y alturas de 1,3 y 1,5 metros, respectivamente. Uno de estos cerritos es conocido por ser el lugar de descanso de la llamada “abuela de los uruguayos”, una mujer que vivió hace aproximadamente 1.600 años y cuya reconstrucción facial se realizó hace unos pocos años. A partir de sus restos y los de otro individuo enterrado hace 900 años, se llevaron a cabo estudios de linaje mitocondrial, encontrando vínculos con la población uruguaya actual, lo que sugiere una herencia materna que perdura desde tiempos antiguos hasta hoy.