GENERACIÓN ESPONTÁNEA
Indudablemente, cuando en un concurso televisivo de baile -al menos el nombre del programa así lo define- la pareja que termina imponiéndose está integrada por el bailarín profesional de probada trayectoria Hernán Piquín y la señorita Noelia Pompa que padece enanismo, las reflexiones se disparan en múltiples niveles.
El costado bien pensante del asunto reivindica el coraje de Noelia, su inquebrantable fe en lograr un triunfo que en lo previo parecía una quimera, y el derecho de las minorías a tener sus quince minutos de fama. Habla también del riesgo que asumió el profesional que, del escenario del Colón que comparte con parejas de altura normal y habilidad para la danza, se entregó sin reservas a un seguro grotesco con alguien que no solo no sabía bailar sino que además, por su estatura física, comprometía su propia habilidad y talento. Y ese salto mortal sin red habla de la generosidad de Piquín pero también del poder de esa monstruosa fábrica de sueños que funciona en Ideas del Sur.
Hay algo muy hollywoodense en esa explosiva combinación que los productores de Marcelo Tinelli manejaron casi al borde de lo perverso. Parece una historia que podrían filmar Cronenberg o David Lynch. Y de la única manera que podía terminar la jugada era con el triunfo del bailarín y la enana. Porque el voto del jurado y el del público, combinados y sucesivos, desde la piedad o la genuina aprobación, terminaron por convalidar ese desatado mecanismo circense.
La apuesta más riesgosa de la producción de Bailando por un sueño al final resultó la elegida y con ello el show más visto de la televisión rioplatense adquirió un estatus de ícono de la época. Entre el boxeador acabado y torpe que se impuso el año pasado y este triunfo de la pareja despareja en la presente edición hay más semejanzas que diferencias, porque en definitiva lo que prevalece es el abuso de lo bizarro y una búsqueda incesante de rating sin escatimar recursos, escándalos y golpes bajos.
Como el conductor del show es un consumado malabarista y el amianto que lo recubre indestructible, al final del ciclo que conjugó todo lo imaginable en desbordes -desde el insulto soez a la agresión física, la descalificación moral y el ventilar intimidades- buscó la redención con un final feliz y lacrimógeno. Así, juega la carta de la madre de la chica que en plena agonía por el cáncer se aliviaba con el show y luego remata la receta con el previsible triunfo de Piquín y Pompa. Lloremos todos y aplaudamos hasta el delirio al genio de la danza y su imposible partner. No dudo que la fórmula ganadora se exporte y en otras latitudes tomen nota sobre cómo parecer buenos y conmovidos en medio de una carnicería.
En 1969, un estupendo filme de Sidney Pollack llevó a la pantalla ¿Acaso no matan a los caballos?, la primera novela del escritor norteamericano Horace McCoy, con un elenco de primera integrado, entre otros, por Bruce Dern, Gig Young, Jane Fonda, Michael Sarrazin y el propio Pollack. En Uruguay se estrenó con el título de Baile de ilusiones. Era una historia de amor, miseria y redención armada en torno a una pareja de parias que, impulsados por la crisis económica de la Depresión, participan de una maratón de baile con la esperanza de obtener un premio en metálico que los rescate de la marginación. McCoy describe con realismo el desarrollo de esa maratón y potencia, como afirma el crítico español Javier Coma, "el dantesco símbolo constante de una colectividad explotada, ante el desdén, la indiferencia o la diversión de los privilegiados, que como máximo acceden al paternalismo de aportar fugaces incentivos económicos a los concursantes." Las reglas obligan a una hora y cincuenta minutos de baile y diez minutos de descanso, pero hay trucos en ese reglamento que impulsan un "derby" de parejas, llevando el símil de los caballos del título original a una trasposición literal que convierte a los humanos en equinos en medio de una pista de baile.
De hacerse una remake de la película, los ganadores actuales -o al menos la idea que representan- podrían integrar la comparsa que baila hasta desfallecer detrás de un sueño imposible. En realidad McCoy se quedó corto pero además tuvo la decencia de ambientar el inevitable final de toda la miseria que describió de noche y frente al océano. En el estudio televisivo, todo es registrado por decenas de cámaras y lágrimas y sonrisas son solo un insumo más de la lucha por el rating. Así la pretendida competencia es solo un pretexto para mostrar con regodeos de producción una posmoderna reedición de lo que McCoy describió de manera magistral.