Una historia con bemoles

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Amílcar Nochetti

EL CINE IRANÍ es uno de los más requeridos en los festivales europeos. Todo comenzó en 1998, año en que las realizaciones de Irán ganaron 61 premios internacionales, y una de ellas llegó a competir por el Oscar al Mejor Film Extranjero: fue una verdadera explosión. Los uruguayos han accedido de forma más paulatina a un cine que puede parecer demasiado exótico o alejado de los cánones de distribución del medio. Los cineastas persas permanecían desconocidos en Montevideo, hasta que en octubre de 1991 una Primera Semana de Cine Iraní organizada por Cinemateca Uruguaya abrió el abanico de las expectativas locales. En los años siguientes hubo otras muestras, y desde 2000 se han estrenado comercialmente varios títulos de gran importancia. Lo que llega es apenas una mínima parte de la producción iraní, la que revela aristas más personales y comprometidas de sus creadores más trascendentes. Pero todo empezó un siglo atrás.

COMIENZOS. El cine llegó pronto a Persia, porque el sha Mozafereddin lo trajo al país en 1900, después de acceder al nuevo invento al visitar la Exposición Universal de París. De inmediato se rodaron las primeras actualidades locales, pero la oposición religiosa fue muy intensa y frenó el desarrollo de una verdadera industria del cine iraní. En 1930 sólo existían ocho cines en la capital: en tal situación, no es extraño que la producción muda fuera casi inexistente. Pero el primer film sonoro, La muchacha de Lorestan (Ardeshir Khan, 1932), realizado en Bombay, mostró las verdaderas posibilidades de expansión del cine persa. Siete meses en cartel en dos salas de Teherán llevaron a su productor Abdul Hussein Sepanta a rodar otros cuatro títulos en Bombay, antes de retornar a Irán en 1937, donde no logró volver a filmar. Sin la iniciativa de esa hábil y talentosa personalidad, la producción quedó interrumpida durante una década.

En 1946 el distribuidor Ismail Kushan comenzó a doblar al iraní los films extranjeros exhibidos en Teherán, logrando con ello importantes ganancias que le sirvieron para lanzarse a la producción. Tras diez años de silencio, El frenesí de la vida (1947), Charmessar (1949) y Masti Esgh (1952) fueron rotundos éxitos, permaneciendo en cartel varios meses. Nacía un nuevo cine, y en 1949 Kushan construyó en los suburbios de la capital un moderno estudio de filmación. También se había fundado el primer cine-club de Teherán, que al organizar varias muestras de cine europeo enriqueció la cinefilia local. Amparado por el desarrollo de la crítica, el debutante Farrokh Gaffary filmó Al sur de la ciudad (1958), un honesto acercamiento a la vida en los barrios pobres capitalinos, que anunció un cine de corte realista hasta entonces inédito en el país. Pero la película fue prohibida, mutilado su negativo, y Gaffary debió refugiarse en un cine más convencional (La noche del jorobado, 1963).

A pesar de la inicial oposición religiosa y la férrea censura gubernamental, el cine iraní era un acontecimiento: en 1965 la cantidad anual de largos rozó la cincuentena y el número de salas de exhibición llegó a 213. El regreso del sha Reza Pahlevi (1963) trajo cambios en el código de censura, y la campaña de occidentalización que emprendió dio lugar a un enorme aumento del erotismo, hasta convertirlo en un verdadero subgénero en los años setenta. El cine y la TV se transformaron en un instrumento indisimulado de propaganda, y amigos y familiares de Reza y la emperatriz Farah coparon los puestos de responsabilidad de la industria. En 1972, además, el sha puso en marcha el Festival de Cine de Teherán, que fue un importante generador de divisas. Desde otra perspectiva, el Festival fue la culminación de un proceso de formación de la cultura cinematográfica, que en los años sesenta había llegado a su nadir. Apenas se destacó Ebrahim Golestan, premiado en el Festival de Locarno por El ladrillo y el espejo (1965), considerada la mejor película iraní de la historia.

CINEMA MOTEFÄVET. Es el nombre original de lo que en Occidente se conoció como Primer Nuevo Cine Iraní, un movimiento que puede fecharse en 1969, año en que Dariush Mehrjui, un joven periodista formado en Estados Unidos, realizó su segundo largometraje, La vaca. La película, haciendo gala de una postura política muy progresista, fue prohibida. Pero el director logró sacar una copia clandestinamente y la presentó en el Festival de Venecia 1971, donde ganó el Gran Premio de la Crítica. Gracias a ese reconocimiento, Mehrjui obtuvo en 1973 el permiso oficial del gobierno para exhibirla en su país, aunque en salas de segunda categoría. La misma suerte corrió Serenidad en presencia de los demás (1971) de Nasser Taghvai, una incisiva denuncia de la corrupción y el clientelismo imperantes en la sociedad persa. Esas dos películas fueron el punto de partida para la realización de una serie de obras de gran interés, encarada por jóvenes cineastas que, paradoja mediante, tomaron por asalto las primeras ediciones del oficialista Festival de Teherán. Se sirvieron de él para edificar el nuevo movimiento cultural y lanzar un mensaje de rebeldía a todo aquel que quisiera recibirlo. Allí comenzaron las carreras de Amir Naderi y Abbas Kiarostami, que —nueva paradoja— se sirvieron de organismos gubernamentales para insistir en un realismo de tono social que al sha no debió gustar demasiado. Después de la prohibición de El ciclo de Mina (1975) de Mehrjui, el Cinema Motefvet se encerró en un hermetismo casi críptico, lo que terminó haciéndolo minoritario y desconectado del gusto del público.

Por entonces, el cine de corte popular continuaba siendo muy exitoso y liviano, y se beneficiaba de una coyuntura económica favorable donde la producción anual llegó a rondar el centenar de títulos, mientras que las salas de exhibición también conocieron un notable incremento (de 213 en 1964 a 438 en 1975). Sin embargo, la creciente inflación de mediados de la década fue reduciendo de a poco esas cifras. El gobierno de Reza, en tanto, continuaba resistiéndose a las presiones de la Motion Pictures Export Association, que quería aumentar el precio de las localidades. Esa pulseada propició el boicot de las majors norteamericanas en 1975, dando lugar a la importación de spaghetti-westerns y films de artes marciales de Hong Kong. Con el Primer Nuevo Cine Iraní liquidado por la censura y su propio hermetismo, y el predominio de un cine comercial de casi nulo interés, no debe extrañar el informe del diario El Mundo de febrero de 1978, donde se señalaba que más de la mitad de las salas de Teherán proyectaban en esos momentos películas consideradas eróticas. Por todos esos factores, el cine, todavía protegido por el sha, pasó a ser el blanco preferido de los activos sectores de la oposición política y de los fundamentalistas religiosos, que más de una vez ocasionaron célebres desastres, como el terrible incendio del cine Rex de Abadán (agosto de 1978) donde murieron 400 espectadores. En medio de esa vorágine, llegó la revolución de los ayatollahs.

LA REVOLUCIÓN Y DESPUÉS. Desde la apertura de las primeras salas en Teherán el cine había sido estigmatizado por los religiosos islámicos. La sala de cine, lugar de reunión popular, se convirtió en un duro rival para la mezquita, y una amenaza directa contra la autoridad de los mollahs. Además, el cine era blasfemo: representaba al ser humano iconográficamente y mostraba imágenes de mujeres sin velo. Sin embargo, de la noche a la mañana el cine conquistó su legitimidad con la revolución del ayatollah Jomeini en febrero de 1979. La cuestión era muy simple: el nuevo régimen necesitaba controlar fuertemente a la sociedad y se apoderó del cine y la TV, dos armas de penetración cultural masiva muy poderosas. A pesar de la decidida reevaluación del acto de filmar, la confusión y el oportunismo fueron la tónica dominante de los primeros años de la República Islámica.

El cambio llegó en 1983, cuando el Ministro Fakhreddin Anvar lanzó un paquete de medidas para renovar la industria, de las cuales deben recordarse seis: 1) creación de la Fundación Farabi para canalizar las numerosas reformas proyectadas; 2) prohibición de la distribución comercial de videos, con el consiguiente cierre de los video-clubes; 3) control riguroso de la importación de películas extranjeras; 4) reducción de impuestos municipales al film iraní del 15% al 5%, y aumento del que gravaba los extranjeros hasta un 25%; 5) establecimiento de un efectivo código de censura que clarificó la confusa situación de los años anteriores, aunque terminó atando las manos de los artistas más inquietos; 6) conversión del Festival de Teherán en una mejor plataforma de difusión del cine local.

Las reformas dieron buen resultado al gobierno, y con ellas creó un cine "islámico" que iba por la buena senda, con el cual conquistó la mayoría de las salas importantes del país, y estabilizó la producción en unas 40 películas anuales. Si bien el nivel artístico era tan banal como casi siempre, algún título logró sobresalir del aluvión, como Los inquilinos (1987) de Dariush Mehrjui, una divertida comedia satírica que Uruguay conoció fugazmente, y que con sus dos millones de espectadores fue el mayor éxito comercial de la historia del cine iraní.

Pero otro cine que se situaba en una línea similar a la frecuentada por los directores del Cinema Motefvet fue naciendo lentamente. Debido a la censura —que se manifestó certera e implacable— algunos realizadores crearon un lenguaje que eludía los tabúes y se inspiraba en la realidad cotidiana, con el cual pudieron imponerse gracias a su frescura y a un enfoque sólo en apariencia inocente. Fue el caso de Amir Naderi, que con El corredor (1985) logró el primer gran éxito internacional del cine iraní, presentando su film en Venecia, Londres y Nantes. Como director, Naderi inauguró la moda de conceder papeles protagónicos a los niños, que a partir de entonces se convirtieron en los actores fetiches del cine persa.

Esa fue, a todas luces, una medida inteligente: en veinte años, la población casi se había duplicado, y cerca de la mitad de los habitantes eran menores de edad. Los directores siguieron al pie de la letra el viejo adagio que asegura que "la verdad sale de boca de los niños", y abordaron así la realidad a través de su mirada. Esa joven pléyade, a la que se sumaron varios "veteranos" (Mehrjui, Naderi, Kiarostami), formó lo que dio en llamarse el Segundo Nuevo Cine Iraní, que a partir de 1990 marcó una nueva etapa. Occidente descubrió en los festivales una imagen distinta de Irán: su cine hablaba de cosas sencillas como la solidaridad, la amistad y la tolerancia, que poco o nada tenían que ver con las terribles noticias que sobre la guerra con Irak (1980-1988) se difundían a diario por las cadenas televisivas. Así comenzaron a llover los premios internacionales, que propiciaron una célebre frase de Kiarostami: "Antes Irán explotaba petróleo, alfombras y pistacho. Ahora hay que añadir películas. Irán exporta su cultura, y eso es bueno". De ese bloque amplio y talentoso de realizadores, cuatro son bien conocidos por el público uruguayo.

KIAROSTAMI. Nacido en Teherán el 22 de junio de 1940, Abbas Kiarostami es la cabeza visible del nuevo cine iraní. Estudió Bellas Artes y luego se dedicó al dibujo, sobre todo como ilustrador de libros infantiles. En 1962 comenzó a rodar films publicitarios y más tarde pasó a trabajar en el Instituto Para el Desarrollo Intelectual de Niños y Adolescentes, donde debutó en el largometraje con Pasajero (1974), una inmersión en el imaginario juvenil. Su segundo film, El informe (1978), se estrenó sin ninguna repercusión, para más tarde convertirse en tabú al ser prohibido por la revolución. En ese contexto sombrío Kiarostami rodó Alternativa 1—alternativa 2: alegato contra la delación (1979), donde entrevistó a personas de distinta extracción social, incluidos unos incompetentes religiosos: el documental fue prohibido de inmediato, y aún no ha sido autorizada su exhibición.

Esa osadía le costó el alejamiento del cine por ocho años. Volvió empeñado en experimentar con la ficción y el documental, influenciado por el neorrealismo en general y Rossellini en particular. Así filmó la llamada "trilogía de Koker", compuesta por ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), La vida continúa (1992) y A través de los olivos (1994). En la primera película, un niño descubre que tomó por error el cuaderno de un compañero y sale a buscarlo para entregárselo; en la segunda, tras el terremoto que en 1991 mató 50.000 personas en el norte del país, Kiarostami vuelve al lugar para averiguar qué sucedió con los actores de aquella película; la tercera es cine dentro del cine, evocando el rodaje del film anterior, con momentos de entrañable humanidad en medio de hallazgos estéticos, como el largo plano-secuencia final, evocador de Antonioni y Angelopoulos. En medio de esa serie, rodó su mejor film, Primer plano (1990), basado en el caso real de un fanático del cine que se hizo pasar por el realizador Mohsen Makhmalbaf y fue juzgado y condenado por ello, y arremetió contra el lavado de cerebros de niños en el documental Deberes (1990), convenientemente prohibido por las autoridades.

A lo largo de esos títulos, Kiarostami lució un arte maduro y refinado y una dosis de valiente compromiso con la realidad. Después las cosas cambiaron: El sabor de la cereza (1997) abordó el suicidio, contrario a la ley islámica, como respuesta desesperanzada del hombre ante una sociedad estancada. En los últimos minutos la realidad se desdoblaba y el espectador descubría que estaba viendo la filmación de una película inconclusa. Los críticos han visto ese final como una inteligente manera de eludir la censura sin dañar el mensaje. Cabe discrepar con esa opinión generalizada. Bien pensado, parece más una fórmula acomodaticia para librar a su película de una segura prohibición, procedimiento que resultó muy efectivo (obtuvo la Palma de Oro en Cannes) pero que luce un tanto desleal para con su público y los alcances conceptuales de la propuesta.

Tampoco funcionó El viento nos llevará (1999), donde la idea de la presunta inexistencia del Más Allá quedó sepultada por un esteticismo inconducente. Se recuperó con ABC Africa (2001), un crudo documental acerca de niños ugandeses huérfanos cuyos padres han muerto de Sida, y con Diez (2003), que es un alarde técnico (filmó diez escenas con cámara inmóvil dentro de un coche en movimiento por las calles de Teherán), pero también un feliz retorno a sus inicios neorrealistas. Y se hundió sin remedio en Cinco (2004), un disparate mayúsculo donde propone cinco planos fijos enfocando las orillas del mar mientras delante de la cámara desfilan personas, perros, gansos, maderos y el reflejo de la luna sobre el agua. Eso no es hacer cine. Parece, en cambio, un esnobismo o —como dijo un espectador enojado— la antipelícula que soñó más de un artista plástico. Acaba de filmar una de las tres historias de Tickets (2005) junto a Ken Loach y Ermanno Olmi, pero su futuro se presenta muy incierto.

MAKHMALBAF-MAJIDI-PANAHI. De los restantes directores conocidos en Uruguay, el caso más espectacular es el de Mohsen Makhmalbaf, nacido el 29 de mayo de 1957. Joven contestatario a finales del reinado del sha, fue liberado al triunfar la revolución tras cuatro años de cárcel. Colaborando con el nuevo régimen, dirigió el Centro Artístico Islámico del Teatro, pero luego pasó al cine con Huyendo del Mal a Dios (1984), una aventura mística donde cinco hombres en una isla remota son tentados por Satán. Después del drama Dos ojos ciegos (1984) y la cuestionadora Boicot (1985), logró un primer plano con El ciclista (1987), la historia de un refugiado afgano que se compromete a pedalear durante una semana para conseguir dinero y curar a su esposa enferma. El buhonero (1988), en cambio, enlazaba tres anécdotas independientes, basadas en historias de Alberto Moravia, para criticar al régimen denunciando las mentiras propagadas en las mezquitas. Tras hacer declaraciones públicas blasfemas ("Si Dios envía un nuevo profeta, será Wim Wenders") realizó La boda de los bienaventurados (1989), una historia de amor sobre trasfondo bélico.

Tiempo de amor (1990) provocó un sonado escándalo al mostrar la relación de una mujer casada con su amante: la película fue exhibida en el Festival de Teherán, y el episodio costó el cargo al Ministro Mohammed Jatamí. Para limar asperezas, Makhmalbaf volcó su talento en una trilogía sobre el mundo del cine visto por dentro. Érase una vez el cine (1992) es un sincero homenaje a Charles Chaplin y los inicios de la producción iraní. El actor (1993) retoma un aire chaplinesco para contar en tono festivo las desventuras del protagonista, su esposa y una gitana lunática. Viva el cine (1995), en cambio, es cine dentro del cine, con Makhmalbaf filmando el casting de su próxima película y logrando viñetas muy sabrosas de sus actores amateurs, y una impactante escena inicial de locura colectiva.

A continuación logró una obra mayor con Gabbeh (1996), el más poético y personal de sus films, una historia de amor, maternidad y vejez, dibujada en un tapiz de una tribu nómada del norte de Irán. Continuó con Un instante de inocencia (1997), un relato autobiográfico y semidocumental sobre la pérdida de un amor juvenil en sus años de guerrillero. Otro tipo de poesía tuvo El silencio (1998), sobre niño ciego amante de la Quinta Sinfonía de Beethoven, y también un ejercicio exploratorio sobre las posibilidades del sonido en cine. Finalmente volvió a temas más polémicos con Kandahar (2000), sobre el sometimiento de la mujer en Afganistán, y El alfabeto afgano (2002), un documental sobre cómo el régimen talibán afectó la vida y cultura de los niños de pueblos fronterizos con Irán. Ha terminado Sexo y filosofía (2005), la historia de un hombre que el día de su cuadragésimo cumpleaños cita a sus antiguas amantes para un ajuste de cuentas. Con una obra rica y profusa, Makhmalbaf se revela como el más talentoso de los cineastas iraníes.

La mirada a los dramas del mundo de los adultos desde una perspectiva infantil es el gran tema de Majid Majidi (1959). Iniciado en teatro a los 14 años, pasó al cine como actor en 1980, y a partir de 1982 como realizador de cortos. En 1992 debutó en el largometraje con Baduk, que llamó la atención en Cannes, pero su segundo film, El padre (1996), lo hizo mundialmente famoso: contaba la historia de un adolescente que busca trabajo para mantener a la familia luego de la muerte de su progenitor. Majidi ha señalado: "El mundo al que nos enfrentamos hoy es una pesadilla sin fondo. En él parece no haber verdad, y si la hubiera es únicamente patrimonio de los niños. Los adultos ejercitan la diplomacia y así la verdad queda oculta bajo un velo... Sueño con un mundo sin mentiras, sin falsedad ni codicia por el poder, donde la fama, la adulación o cualquier otra concepción negativa estén ausentes". De ahí su insistencia en utilizar personajes infantiles que lucen inmaculados pero cuestionan actitudes adultas nada enaltecedoras, en películas valiosas como Niños del cielo (1997), candidata al Oscar, o la memorable El color del paraíso (1999), sobre niño ciego retornando a sus orígenes, uno de los títulos más poéticos en la historia del cine iraní. Luego filmó Baran (2001), un relato de amor juvenil entre un trabajador kurdo y una joven afgana disfrazada de hombre; el documental Descalzos en Herat (2002), sobre los campos de refugiados afganos antes y después de los talibanes; y El sauce (2005), donde un profesor ciego viaja a Francia por un tratamiento médico y al volver a Irán debe recuperar su vida anterior.

Más sorpresivo es el caso de Jafar Panahí, nacido en 1960, discípulo y luego asistente de dirección de Kiarostami, que debutó con El globo blanco (1995), la historia de una niña en busca de un dinero perdido, con la que ganó la Cámara de Oro en Cannes. En El espejo (1997), en cambio, se valió de una anécdota infantil y costumbrista para dar una dimensión política a la aventura de la niña que decide desobedecer al equipo de filmación y comienza a pensar y actuar por cuenta propia. El círculo (2000), su mejor film, estudió con notable talento un asunto cuestionador y muy espinoso: la situación de la mujer en el Irán actual —o de apenas ayer—, donde incluso hubo lugar para abordar la idea de la prostitución como herramienta válida para subsistir en una situación límite, un tema tabú hasta entonces en Irán. Ganador del León de Oro de Venecia, el film sentó además un precedente importante al haber sido realizado sin presentar el guión al comité de censura. Por último, Sangre y oro (2003) defraudó con su historia de robo a joyería. Luego de una impactante escena inicial, la película perdía el rumbo y quebraba su ritmo narrativo, alargando secuencias enteras hasta la exasperación.

IRÁN HOY. La gran resonancia internacional del cine iraní y la existencia de una generación de directores talentosos no puede eclipsar la otra cara de la realidad, porque a nivel interno las cosas nunca han sido fáciles. El cine iraní jamás amortizó los costos en su mercado interno, las 260 salas existentes resultaban insuficientes para absorber una producción siempre nutrida, en los años noventa se quintuplicó el valor de las entradas, y la legalización del mercado del video (1993) terminó por desatar la crisis.

En 1995 el Ministro Faridzadeh renunció. Su sucesor Entezami logró reactivar la industria, pero tropezó con los reclamos de los productores que exigían más subsidios, y también debió renunciar. Con el triunfo del candidato progresista Mohammed Jatamí en las elecciones presidenciales de 1997 y la subida como Ministro de Ataollah Mohayerani, todos los cineastas decidieron apoyar activamente a las nuevas autoridades. Como contrapartida, éstas aflojaron las tenazas de la censura, asegurando una mayor libertad creativa y permitiendo abordar temas más comprometidos, poniendo fin a "un período de maccarthysmo en Irán", en palabras de Jafar Panahí.

Un nuevo grupo de cineastas aprovechó la coyuntura, ensayando formas expresivas más explícitas, denunciatorias y populares, sin valerse de simbolismos y dobles lecturas. Asghar Farhadi (1962) realizó Bailando en el polvo (2003), una historia de amor arruinada por las convenciones sociales, y Bella ciudad (2004), donde un joven intenta salvar a un amigo de la pena de muerte. Reza Mir-Karimi (1966) fue premiado en Nantes por la neorrealista El muchacho y el soldado (2000), e impactó con Bajo la luz de la luna (2001), un film sobre la prostitución, la tenencia de drogas y la condición de los "sin techo". Por su parte, Babak Payami (1966), luego de un exilio de dos décadas, llamó la atención con El voto es secreto (2002), sátira sobre el sistema electoral en un país no democrático, y El silencio entre dos pensamientos (2003), una denuncia a la rigidez del fundamentalismo religioso, exhibida en el último Festival de Cinemateca.

Similar camino ha transitado la muy joven Samira Makhmalbaf, nacida en 1980, que se inició como actriz en 1987 en el film de su padre Mohsen El ciclista. En 1995 dejó la secundaria y comenzó a estudiar cine junto a su famoso progenitor, de quien fue asistente en El silencio en 1998. Ese mismo año debutó con la impactante La manzana, donde una tenaz asistente social libera a dos chicas de trece años del encierro al que las habían sometido sus padres desde el nacimiento. Continuó con La pizarra (2000), un bello film premiado en Cannes, que enfoca lo que sucede cuando las ideas educativas modernas chocan con la dura realidad cotidiana de la vida de unos refugiados kurdos nómadas. Luego del entrañable episodio del film colectivo 11-09-01 (2002), su siguiente largo, A las cinco de la tarde (2003), sobre la supervivencia de una familia en medio de las ruinas de Kabul, Afganistán, ha sido muy elogiado, y de alguna manera convierte a Samira en el mayor talento del joven cine iraní. Gente como ella puede marcar el futuro de una industria pujante como pocas en la actualidad.

FUENTES: Historia del cine mundial, Georges Sadoul.

Los cines periféricos, Alberto Elena.

Irán exporta cine, Mamad Haghighat

Un agradecimiento a los Sres. Víctor Bentancor y Edgardo Canale.

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