Una epopeya del terror

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Carlos Alfieri | (Desde España)

CUANDO A PRINCIPIOS de la década de 1990, tras el derrumbe del régimen comunista, comenzaron a abrirse los archivos de la Unión Soviética a los investigadores nacionales y extranjeros, un aluvión de documentos hasta entonces inaccesibles permitió iluminar vastas zonas oscuras de la historia del siglo XX. El inglés Donald Rayfield, nacido en 1942 y profesor de Lengua y Literatura rusa y georgiana en la Universidad de Londres, fue uno de los que exploraron incansablemente en esa masa de testimonios, pero también en los centenares de trabajos de excepcional importancia que varias docenas de historiadores rusos fueron publicando en los últimos años. El resultado de sus desvelos se titula Stalin y los verdugos, un libro de más de 600 páginas que acaba de editar Taurus en español y que se centra en "seguir el camino recorrido por el georgiano hasta que obtuvo el poder absoluto así como examinar los medios —y los hombres— que le permitieron conservarlo": Se trata de un minucioso inventario del horror, la irracionalidad, el sadismo de la represión dispuesta por Stalin y ejecutada por quienes dirigieron la policía política y las fuerzas de seguridad del Estado —entidades que cambiaron varias veces de nombre pero no de espíritu—, y de un retrato de las pasmosas personalidades de todos ellos. Rayfield es autor, entre otras obras, de una biografía de Chéjov (1997) unánimemente elogiada y de una Historia de Georgia (2000). Con Stalin y los verdugos ha escrito un documento riguroso que se lee como una angustiante novela de terror.

—Usted no es historiador sino especialista en literatura rusa y georgiana. ¿Consideró que las armas de la literatura eran más aptas que las de la historia para abordar una personalidad como la de Stalin?

—En cierto modo, sí. En mi caso concreto, la ventaja consistía en que había leído durante cuarenta años las historias de las víctimas de Stalin, y estas víctimas habían tenido en cuenta la personalidad de sus verdugos. De manera que ya contaba con cierta preparación para ocuparme de este tema.

—Ha escrito una célebre biografía de Anton Chéjov.

—Sí, con Chéjov me ocurrió algo similar a lo que me pasó con el libro sobre Stalin: se abrieron los archivos y de repente me di cuenta de que había todo un mundo nuevo para estudiar su vida. No hay ninguna conexión directa entre Chéjov y Stalin, desde luego: no se puede pensar en dos personalidades más alejadas entre sí.

—Precisamente, mi intención era preguntarle si creía que eran la cara y contracara de la cultura rusa.

—Yo diría que Stalin no tiene nada que ver con la cultura rusa. Aunque conocía muy bien la literatura rusa, pertenece a otra cultura, a una cultura medieval. De hecho, hay muchos aspectos de la cultura del Cáucaso, de la bizantina, incluso de las obras de Shakespeare que nos pueden ayudar a comprender mucho mejor a este personaje. No he escrito sobre Stalin en contraste con Chéjov sino más bien empujado por el prejuicio de los editores. Cuando un escritor ha escrito algo que tiene éxito, existe la creencia editorial de que su siguiente obra debe ser muy parecida a la anterior. Es lo que me pasó a mí. Me dijeron: "Bueno, ya que has escrito un libro sobre Chéjov que ha funcionado muy bien, te proponemos que escribas uno acerca de Strindberg". Durante seis meses me dediqué a leer todo lo que se había publicado sobre Strindberg en inglés. Y luego me pregunté si valía la pena ponerme a aprender sueco, porque estaba claro que era una condición ineludible para emprender un trabajo serio. Entonces les dije a mis editores: "Bueno, Strindberg es un personaje tan cruel, sádico y megalómano, sin ningún rasgo que pueda redimirlo, que prefiero escribir sobre Stalin y Beria, crueles absolutos que por lo menos pertenecen a una cultura que conozco bien." Lo dije medio en broma, pero los editores reaccionaron de inmediato, y muy en serio me expresaron que era una excelente idea y me pidieron que me pusiera manos a la obra.

Debido a que he ido con frecuencia a Georgia, he conocido a muchas personas que sabían bastantes cosas de Lavrenti Beria [director del MVD (Ministerio del Interior), brazo derecho de Stalin para la ejecución de la represión e incluso a algunas que lo habían conocido personalmente. Y hasta llegué a conocer a un viejo verdugo en Tbilisi. Cuando me hallaba en Georgia analizando los archivos que contenían documentos literales sobre la represión stalinista, todos los días en que yo quería consultar un determinado documento me encontraba con la misma respuesta del empleado: "Lo siento, es secreto." Pero yo seguía intentándolo con insistencia. Hasta que un día, de repente, me dijeron: "Ya no tenemos secretos. Se pueden consultar todos los documentos. Y tenemos toda la correspondencia del Sindicato de Escritores, donde se sentencian unos a otros a muerte y donde están escritas las instrucciones de Beria sobre cómo hacerlo." Era en 1989, cuando se desmoronó la Unión Soviética.

No había allí fotocopiadoras. Por suerte, pude disponer de una serie de archivistas que estaban en prácticas y se prestaron voluntariamente a copiar a mano todos los documentos que me interesasen. Algunos de ellos estaban horrorizados porque encontraban documentos sobre víctimas que eran familiares suyos y lo ignoraban. Dos de los archivistas acabaron llorando al enterarse de los terribles padecimientos que habían sufrido sus familiares. Entonces pude comprobar que había pruebas documentales de todos los horrores que se habían cometido.

—Algo muy raro, porque generalmente el poder no deja pruebas escritas de sus barbaridades.

—Sí, pero no olvidemos que los nazis también mantuvieron un registro muy detallado de todo lo que hacían. Lo cierto es que esos documentos son impresionantes: listas minuciosas de los millones de personas que fueron fusiladas. Se ven las firmas de Mólotov, del propio Stalin, una serie de fichas que confeccionaban con la fecha de nacimiento, foto y otros datos de las víctimas, unas instrucciones precisas de lo que había que hacer antes de fusilarlas, acerca de la comprobación fehaciente de su identidad, del tiro en la nuca que había que darles.

—Todo descrito con una precisión de notarios.

—Sí, sí, efectivamente. Porque la maquinaria burocrática del estalinismo era tan impresionante que dejó un registro de todas sus acciones. Un regalo involuntario e inapreciable para los historiadores.

—¿Stalin y Beria eran amigos desde la juventud?

—No. Pero Beria había sabido demostrar a Stalin que en él, también georgiano, podía confiar, justamente porque no tenía ningún amigo que pudiese desviarlo de su lealtad. Además, Beria era muy inteligente y estaba dotado de una gran energía. En aquel momento, Stalin había aniquilado a todos aquellos con quienes podía mantener una conversación interesante, y por añadidura, con Beria podía hablar en georgiano. Beria se dio cuenta de todo esto y de la importancia de poseer la misma lengua materna del dictador.

—¿El poder de Stalin fue verdaderamente individual?

—Absolutamente, sí. Él siguió la máxima de los zares rusos: "No debe uno fiarse de nadie más que de sí mismo." Disponemos ahora de la lista completa de las personas que visitaron las oficinas de Stalin durante veinte años; creo que no hubo en la historia ningún político que hablase directa y personalmente con tantos funcionarios como él. Empezaba a recibir visitas a las 11 de la mañana y a veces las audiencias se prolongaban hasta las 3 de la madrugada del día siguiente. De hecho, en 1937, el dictador, Beria y su antecesor en la jefatura del NKVD (Comisariato del Pueblo para Asuntos Internos), Nikolái Yezhov, se reunían a menudo durante cinco o seis horas para confeccionar las listas de las personas que iban a ser fusiladas. El gran mito en el que creen todavía muchos rusos es que Stalin no sabía nada de los crímenes que cometía su régimen. Como muchos otros dictadores, él no dormía por las noches para cerciorarse de que controlaba la totalidad del poder. Y como otros colegas suyos, necesitaba estar seguro de que sus ministros no fueran demasiado inteligentes como para decidirse a pensar por sí mismos.

PSICópata y cristiano.

—¿Qué rasgos psicológicos destacaría de Stalin?

—En primer lugar, era un psicópata. Una persona incapaz de sentir el menor remordimiento por nada, por ninguno de sus actos. Desde su punto de vista, nunca cometió un error: todas las culpas correspondían siempre a los otros. Y si los demás sufrían, era porque se lo merecían. Diría que se advierte en él una parte de psicópata, pero también una parte de cristiano convencional, porque después de todo su formación era la de un seminarista. Si analizamos las notas que apuntaba en el margen de los libros que leía, nos damos cuenta de que los escritores religiosos le atraían más que cualesquiera otros. Y los párrafos que más le atraían de sus obras no eran precisamente los que se referían a la revolución. Leía a Dostoievski y Tolstói, aunque este último le causaba irritación por su concepción cristiana más humanista y sentimental. En cambio se sentía más próximo a la visión del amor religioso como un amor cruel que tenía Dostoievski. Así, subrayó y anotó su total acuerdo con la frase "el verdadero amor cristiano debe ser cruel", y otra sentencia del genial novelista, "todos los seres humanos son culpables y deben sufrir", no sólo la subrayó sino que escribió al lado: "¡Ja, ja, muy bien!" Incluso leía los libros escolares de su propia hija y anotaba en sus márgenes su aprobación o rechazo a determinadas afirmaciones con un lápiz rojo.

—Su formación intelectual tenía una matriz teológica más que marxista.

—¡Oh, sí! Creo que ante todo Stalin era un tipo de cristiano ortodoxo, bizantino, que pensaba que el papel del Estado no era procurar la felicidad de los ciudadanos sino prepararlos para la vida después de la vida. Puede ser que hubiese perdido la fe en Dios —aunque el tema de su existencia le preocupó siempre—, pero conservó sus creencias calvinistas en el pecado, la caída, la condenación y la gracia. Como es sabido, Trotski decía de él que era un marxista muy malo y lo despreciaba. Incluso, cuando llegó a jefe del Estado tuvo un profesor que le daba clases de marxismo.

Los libros que escribió Stalin son bastante fáciles de leer porque su estilo era el de un catequista, el de un sacerdote. No le gustaba nada la dialéctica. El único libro en el que realmente se le ve reflejado es El Príncipe, de Maquiavelo, que leyó con pasión por primera vez en 1915, durante su exilio en Siberia. Fue Kámenev, compañero en esa circunstancia y entonces su mentor, quien le regaló el ejemplar. Dos decenios después, poco antes de ejecutarlo, Stalin le pidió que escribiera una introducción para una nueva edición rusa de El Príncipe. Pienso que Maquiavelo fue el autor que más influyó en Stalin, y también en Lenin, quienes a menudo lo citan y parafrasean. Yo diría que Stalin era un marxista en el mismo sentido en que Maquiavelo era un católico.

—¿La cultura literaria de Stalin era apreciable?

—Sin duda, era mucho más amplia de lo que habitualmente se ha pensado. Era un lector tremendamente veloz: al parecer, era capaz de leer 500 páginas diarias. A los 30 años ya había leído a los clásicos rusos y occidentales de la literatura, la teoría política y la filosofía. No sólo leía en ruso y georgiano sino también en griego clásico, que había aprendido durante sus estudios en el seminario. Algún testigo dice haberlo visto en el Kremlin leyendo a Platón en griego. También existen cartas en las que se queja a su mujer porque no encontraba sus libros de gramática inglesa. Pero el rasgo de mayor inteligencia de Stalin era hacer creer a los demás que era estúpido.

—Claro, el estereotipo de Stalin, forjado en parte por Trotski, lo describe como burdo e ignorante.

—Es lo que decían Trotski o Bujarin, que era Gengis Kan después de haber leído a Marx. Esa subestimación constituyó un trágico error para ellos y para otros. El personaje era bastante más complejo. Obviamente, la comprensión que tenía de sus lecturas era muy peculiar. Y con frecuencia se sentía atraído por ideas un tanto descabelladas. Pero bueno. eso también se podría decir de otros políticos muy distintos, como por ejemplo Churchill, a quien le encantaba escuchar a los charlatanes, algunos capaces de inventar alguna bomba muy eficaz pero completamente locos. Lo cierto es que muchas veces Stalin se recuperaba de su fascinación por esas ideas extrañas y volvía a ver las cosas con una perspectiva más normal. Eso le ocurrió, por ejemplo, con la lingüística: durante un tiempo apoyó a un charlatán que sostenía que todos los idiomas proceden de cuatro palabras mágicas, pero un par de años antes de su muerte cayó en sus manos un libro convencional de lingüística, lo plagió y escribió así su propia Introducción a la Lingüística, que era un libro bastante correcto que sirvió de manual para estudiantes.

Incluso cuando decidió que la genética era una seudociencia judía y capitalista (porque impedía que el Homo Sapiens se convirtiera en el Homo Sovieticus) y escuchaba a los embusteros que le hablaban de una biología socialista, él no terminaba de creerles. Entonces preguntaba: "¿Existe acaso la matemática soviética, o la física soviética?" Stalin sabía perfectamente que no, pero aun así a veces fomentaba las creencias disparatadas, y eso resulta muy difícil de comprender. Hacía cosas tan destructivas, que es como si fuera una especie de mala pasada satánica.

—Uno de sus complejos paranoicos era el de las conspiraciones judías para asesinarlo.

—Estaba convencido de que los médicos que lo atendían, varios de ellos judíos, querían matarlo. Ahora bien, al margen de su paranoia, si se analizan los archivos de los doctores del Kremlin, sus diagnósticos y autopsias, pienso que cualquier persona sensata habría elegido a otros médicos. Porque muchos de ellos eran grandes teóricos de la medicina que no habían revisado a un paciente en sus vidas y que de repente llegaban allí a curar a los jerarcas. Por ejemplo, a Félix Dzierzynski, jefe de la Cheka, le decían: "No pasa nada, no tiene usted nada, su corazón está en perfecto estado. Lo único que debe hacer es darse unas duchas de agua caliente y comer menos carne." Y de repente el paciente se muere. Apenas entonces los médicos llegaban a la conclusión de que sus coronarias estaban bloqueadas.

Es interesante comprobar que Stalin enviaba a la gente que de verdad quería que se recuperase, como Yezhov, responsable del NKVD, a un grupo de médicos de la Alemania nazi, y cuando esos médicos huyeron del nazismo los suplantó por otros de Viena. Sin embargo, él mismo jamás tuvo un médico extranjero. Era una de sus manías o precauciones. Otra era no subir nunca a un avión. Bueno, lo hizo una vez, cuando se reunió con Roosevelt en Teherán. Viajó en tren todo lo que pudo, hasta un punto en que era imposible proseguir el viaje por tierra; entonces continuó en avión. Claro que, si uno lo analiza fríamente, lo único racional que podía desear un habitante de la URSS era matarlo. Pero Stalin practicaba un sistema de venganza profiláctica: mataba antes a sus enemigos. Mólotov, hasta el día de su muerte, sostuvo que había un complot en el ejército para asesinar a Stalin. Existía esa certeza generalizada, pero ¿cómo podían matarlo si vivía rodeado por la policía secreta?

De todos modos, los judíos empezaron a perder sus puestos en el aparato del partido comunista y en el Estado a mediados de la década de 1930, cuando se inició un proceso de rusificación. Habían tenido hasta entonces un papel especialmente importante en la policía secreta. A mitad de los años 20, el 30% de los secretarios del partido comunista eran judíos; a finales de 1951 sólo había un judío entre los más de mil secretarios. En proporción semejante fueron desapareciendo de los más altos cargos de la burocracia estatal. Cuando firmó el pacto con Alemania, Stalin explicaba la defenestración de judíos de los puestos dirigentes aduciendo que sería ofensivo para Hitler que él estuviese rodeado de ministros judíos. Su hijo Yákov se casó con una judía, Yulia Meltser; su padre lo mandó a un campo de concentración e hizo encarcelar a su nuera. Su hija Svetlana tuvo a los 17 años un novio judío, ante lo cual le bramó Stalin: "¿Es que no podías buscarte un ruso hecho y derecho?" El dictador detestaba el carácter cosmopolita de los judíos y les atribuía a todos lazos con el sionismo.

ANALOGía con hitler.

—¿Era en cierto modo inexorable que surgiera una dictadura como la de Stalin, dado el notorio atraso de Rusia cuando se produjo la revolución socialista?

—Creo que esa teoría, bastante difundida, es un gran error. En 1913 Rusia estaba más atrasada que Alemania, sin duda, pero su nivel de atraso no era desastroso ni insalvable. La Rusia del siglo XIX era más brutal, ignorante y corrupta que Francia o Inglaterra, pero esas características no eran imposibles de superar. La cultura que dio al mundo escritores tan inmensos como Tolstói y Dostoievski, contaba también con médicos, ingenieros, abogados, filósofos, historiadores y políticos equiparables a los de cualquier otro país. Entre 1909 y 1913, Rusia registró su mayor crecimiento económico; tenía un buen servicio postal y ferroviario, educación primaria obligatoria con escuelas más que aceptables, un sistema sanitario que llegaba a las zonas rurales, un parlamento electo (enfrentado a los zares). Era un excelente mercado para maquinarias y automóviles, algunos de sus productos se vendían en los países más desarrollados de Europa. Ingleses y franceses solían decir que Rusia era la economía del futuro, por cierto, lo mismo que vuelve a decirse hoy (como anécdota, le puedo contar que mi propio abuelo invirtió todo el dinero que tenía en ese país). El embajador francés Maurice Paleologue, que era un brillante analista y escribió uno de los mejores libros sobre Rusia, pensaba, incluso hasta en 1915, que la situación del imperio era sobrellevable. En fin, no se trataba de un atraso desesperante.

Pero la Primera Guerra Mundial tuvo consecuencias espantosamente destructivas para Rusia. El país fue aniquilado por la contienda, lo que hizo que los soldados odiaran a los oficiales, creando un caldo de cultivo revolucionario. La guerra enfrentó aún más a los judíos con el régimen zarista, cuyo ejército deportó a medio millón de ellos. La intelectualidad y la población judía apoyó la revolución, que se generó, básicamente, en zonas muy pobladas por esta comunidad. Creo que si hubiera que encontrar la causa principal que explique el curso de la historia rusa del siglo XX, aun admitiendo que las causas son múltiples y complejas, yo señalaría la Primera Guerra Mundial, que devastó completamente el país, propagó el hambre e impulsó a abandonarlo a dos millones y medio de personas —médicos, abogados, ingenieros, profesionales que contaban con medios para irse a vivir a Francia, fundamentalmente—. Se produjo un verdadero desastre demográfico. Sin todas estas condiciones extremas, pienso que Lenin jamás habría podido tomar el poder. La Revolución fue salvada por el Ejército Rojo, cuyo artífice fue Trotski. Paradójicamente, Stalin le debía de algún modo a Trotski la posibilidad de haberse encaramado al frente del proceso. Claro que él pensaba que la gratitud es una enfermedad de los perros; era una de sus observaciones más famosas.

—¿Cuántas víctimas mortales de la dictadura de Stalin se calculan hoy, a la luz de los documentos a los que se pudo tener acceso?

—Depende de cómo se efectúe el cálculo. Si es necesario tener un certificado de fallecimiento por cada persona aniquilada, se pueden contar 20 millones de víctimas mortales. Pero si utilizamos métodos demográficos, podemos estimarlas en 50 millones.

—¿Habla de víctimas directas de la represión o también de quienes murieron de hambre y frío?

—En los 20 millones se incluyen sólo las personas que fueron sentenciadas a muerte o que murieron en los campos de trabajo. Las tasas de mortalidad del Gulag eran de un 30%; cuanto mayor era la permanencia en él de un prisionero, mayor era la probabilidad de que muriera, sometido a trabajos forzados. En la cifra de 50 millones de víctimas se cuentan también las personas que perecieron a causa de hambrunas, porque Stalin se negó a suministrarles alimentos. Y otras víctimas fueron indirectas, como suicidas o debidas a acciones de guerra innecesarias. Además, cabe preguntarse cuántos, de los 30 millones de rusos que murieron en la Segunda Guerra Mundial, se debieron a Hitler y cuántos a las nefastas órdenes de Stalin.

—¿Qué analogías y diferencias establecería entre Stalin, Hitler y Mussolini?

—Bueno, Mussolini es un ángel al lado de los otros. Asesinó gente, por supuesto, pero a una escala infinitamente menor. Mató a miles, como Franco, pero no a millones. En cuanto al paralelismo entre Hitler y Stalin, hay un rasgo inquietante: ambos fueron artistas frustrados. Hitler quiso ser pintor y Stalin, poeta. Debo decir que el Führer era muy mal pintor, mientras que el georgiano era un poeta prometedor, pero desde los 16 años no quiso escribir más poemas. Diría también que ambos eran jugadores, sólo que Stalin lo era de póker y Hitler de ruleta: lo puso todo a un solo número para dominar el mundo. Hay otra diferencia: Hitler dirigió su monstruosa crueldad, básicamente, a los judíos, a quienes consideraba extranjeros, y a los países conquistados; Stalin la destinó a su propio pueblo.

Las purgas

EN DICIEMBRE 1934 fue asesinado Sergei Kirov, jefe máximo del Partido Comunista en Leningrado y candidato a suceder a Stalin. El crimen dio pretexto a una colosal purga en las filas del Partido. Junto a miles de ejecuciones sumarias se destacaron los procesos, en tres etapas (1936, 1937, 1938), contra quienes se habían destacado como ideólogos y como altos funcionarios. Entre ellos figuraron el mariscal Tukhachevski, Kamenev, Zinoviev, Rykov, Bukharin, Krestinski, Radek, Piatakov, así como dos jefes de la policía secreta, Iagoda y Yezhov, que formularon cientos de acusaciones en aquellos procesos y después también cayeron en desgracia y fueron ejecutados. Probablemente "sabían demasiado". En casi todos los casos, esos reos confesaron actos de traición y conspiración con delegados de Trotski y de Hitler. Después se hizo notar que si las acusaciones fueran ciertas, la Unión Soviética había estado gobernada por traidores durante más de quince años. Era más razonable pensar que Stalin se estaba librando de competidores dentro del Partido, como se libró de Trotski al conseguir su asesinato en México (1940). Algunos de los ejecutados fueron reivindicados tras la muerte de Stalin en 1953.

En esos procesos llamó la atención que casi todos los acusados terminaran por confesar enormes e improbables crímenes políticos. Una posible explicación fue adelantada por el excomunista Arthur Koestler en su novela Oscuridad a mediodía (1940). En cuanto a la importancia de la presunta conspiración con el nazismo alemán, es necesario recordar que el propio gobierno terminó por acordar con Hitler el pacto nazi-soviético (agosto 1939). Tanto los procesos previos como ese pacto fueron motivo para la desilusión de numerosos comunistas, que renunciaron a la causa.

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