Amílcar Nochetti
AL COMIENZO de La decadencia del imperio americano un docente comenta a sus alumnos que la Historia es ajena a las nociones de Derecho y Justicia, y que lo único importante en ella es el número, "por eso los negros de Sudáfrica terminarán por triunfar y los de Estados Unidos nunca lo podrán hacer". Cerca del final de Las invasiones bárbaras ese docente agoniza acompañado de un recuerdo íntimo: la imagen de una joven entrando al mar, extraída de un film italiano sobre la vida de Santa María Goretti. Luego, la película se cierra con una canción de Franoise Hardy donde se reivindica el supremo valor de la amistad. Entre aquel inicio y esta culminación pasaron mucho más que diecisiete años: para la Historia, la caída del socialismo y la certeza de que el "triunfante" capitalismo salvaje tampoco es la solución adecuada; para los personajes, un viaje iniciático con vaivenes de realidad y fantasía, instancias de alegría, pánico y desconcierto, ansias idealistas y contactos cotidianos con las tentaciones de la corrupción. Algo así como la vida. De eso también se ocupó Jesús de Montreal, film con el cual los dos títulos referidos componen un feroz vistazo al Canadá ciudadano de la actualidad. El resultado de tamaña empresa es talentoso, renovador y ambicioso, y posibilitó a los uruguayos tomar contacto con Denys Arcand, uno de los realizadores más inteligentes y comprometidos del cine actual.
EL AUTOR. Nació en Deschambault, Québec, el 25 de junio de 1941, en un hogar de clase media. En su juventud, la madre quiso seguir la carrera religiosa, factor determinante para que Denys fuera educado por los jesuitas del Colegio Santa María. Siendo estudiante de Historia en la Universidad de Montreal, se vinculó a la Office Nationale du Film, organismo para el que realizó todos sus cortos documentales. Debutó en 1962 con Solo o con los demás, calificado como "una pintura atrapante de la vida de un estudiante de primer año". Pero sus cortos más importantes del período fueron Champlain (1964), sobre la vida del fundador de Québec; Los montrealistas (1965), que estudiaba la importancia de las comunidades religiosas en la fundación de Montreal; y La ruta del oeste (1965), vistazo a la colonización europea de Canadá. En 1970 Arcand se hizo notar con su primer largo documental, Al este del algodón, donde enfocó los problemas internos entre francófonos y anglófonos en el ámbito de la industria textil. La película provocó un gran escándalo, y sufrió seis años de prohibición, en uno de los muy contados casos de censura en la historia del cine canadiense. De paso convirtió al director en un personaje de gran notoriedad, lo que le permitió reincidir en temas espinosos en 1972, cuando en su largo Québec: Duplessis y después formuló un paralelo entre la campaña electoral de 1970 y la de 1936.
Luego Arcand cambió el rumbo: abordó el largometraje de ficción en La estafa maldita (1972), aceptable historia de un robo frustrado que le permitió manejar con cierta solvencia una narrativa argumental. Uniendo ese aprendizaje a su talento como documentalista filmó Rejeanne Padovani (1973), sátira a la corrupción gubernamental pero también una historia de ambiciones y crímenes inspirada en hechos reales (la construcción de la autopista de Ville Marie de Montreal). Hubo, por supuesto, un nuevo escándalo, al que respondió con Gina (1975), en el que mezcló la historia de una stripper con la de un equipo de filmación que prepara un documental sobre las condiciones de trabajo de los obreros textiles: el vínculo con Al este del algodón era a todas luces evidente. De esa etapa peleadora, el realizador obtuvo dos resultados: por un lado, su film de 1970 fue liberado y exhibido en Canadá; a cambio, debió autoexiliarse por falta de apoyo financiero y varias trabas surgidas desde el ámbito político. Subsistió durante nueve años mediante la confección de libretos y mucha labor televisiva.
Volvió al cine en 1984 con El crimen de Ovide Plouffe, estudio de los problemas de una modesta y luchadora familia quebequense. Aún teniendo en cuenta el parejo buen nivel de su carrera, nada presagiaba que Arcand redondearía una obra mayor con La decadencia del imperio americano (1986), donde ocho amigos entrecruzaban sus angustias e inseguridades a lo largo de un fin de semana. El film lo catapultó a la fama mundial, lo llenó de premios y lo puso por primera vez en carrera al Oscar: la película perdió en forma muy injusta frente a la correcta El asalto de Fons Rademakers. El talento del director continuó a gran nivel en Jesús de Montreal (1989), en la que un grupo de actores independientes que escenificaba una transgresora versión de la Pasión de Cristo chocaba con las autoridades eclesiásticas y no podía eludir un desenlace trágico. Film multipremiado, compitió al Oscar pero perdió frente a Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore. Luego de esos años de gloria, llegó para Arcand una etapa oscura. En 1991 realizó un episodio para el film colectivo Montreal visto por, donde compartió cartel con otros cineastas destacables como Michel Brault, Atom Egoyan, Lea Pool y Patricia Rozema. En 1993 pasó a un cine más comercial con el policial Love and Human Remains, su primer título hablado en inglés, ambientado en el submundo de los bares nocturnos, la droga y el sida. En 1996 filmó Gaetan et Rachel en toute innocence, un drama familiar ambientado en los años treinta, y en 2000 volvió al idioma inglés con Stardom, comedia sobre una joven modelo que no sabe manejar su fama. Por lo que se sabe, los años noventa hicieron marcar el paso al director: su cine se comercializó y los resultados parecen ser apenas discretos. Pero en 2003 Arcand volvió al ruedo: retomó a los protagonistas de su film de 1986 (y algún secundario del de 1989) y realizó Las invasiones bárbaras, otra culminación de su trayectoria, película que acaparó muchos premios importantes a nivel internacional, Oscar incluido. En esa ceremonia, el cineasta bromeó desde el podio agradeciendo a la Academia que El señor de los anillos no hubiera competido en su categoría. Más allá de esa ironía, triunfaba la paradoja: el premio más codiciado y comercial del planeta terminaba en manos de una obra independiente, rigurosa y de alto nivel intelectual, que además era un digno broche de oro a una labor iniciada dos décadas atrás con similar nivel artístico. En Montevideo, los críticos uruguayos dieron a Las invasiones sus mayores premios de 2004, tanto a la película como al director.
REMY. El peso de los personajes marca la diferencia fundamental entre La decadencia... y Las invasiones...: mientras en la primera hay un protagonismo coral, en la segunda el moribundo Rèmy se convierte en un agonista absorbente sólo eclipsado de a ratos por la inquietante presencia de la joven Nathalie, un personaje de poderosa vida interior. Pero, ¿quién es Rèmy? Un hombre como tantos, un inquieto profesor de Historia que, al igual que sus amigos, adhirió desde joven a los postulados marxistas. Con el paso de los años, reconoció los errores del socialismo en el poder, pero aún mantiene intactos sus ideales. Esposo y padre, es también un ser extrovertido, alegre y visiblemente un gran amante: por su lecho pasó medio Montreal, desde amigas, colegas y alumnas hasta su propia cuñada. Esa es su cara visible, mantenida más o menos invariada desde siempre.
Puede colegirse que la vida interior de Rèmy siempre fue compleja. Ya en 1986 hay indicios de ello, más allá del inefable desparpajo que lo caracteriza. En medio de una charla machista sobre las dificultades de satisfacer sexualmente a las mujeres, el personaje, en un aparte nostálgico, evoca a una colega más joven que lo dejó marcado a fuego en el territorio del amor. De pronto, una pátina de melancolía invade la imagen del conquistador Rèmy, por una vez seducido y abandonado, permitiendo al espectador descubrir una arista inesperada de su carácter. Pero hay otros datos al respecto: mientras Louise, su esposa, confiesa a sus amigas haber asistido a una fiesta con intercambio de parejas incluido, Rèmy niega el hecho a sus colegas. Uno puede pensar que ella es la que miente: mujer standard, quizá quiera estar a tono con el coro de procaces intelectuales que la rodean. Sin embargo, la imagen que de su esposa tiene Rèmy -ama de casa abnegada, madre dedicada a los hijos-indica que quien oculta la verdad es él. Su extrema desatención lo delata: un buen ejemplo es el episodio del coche atascado en la nieve delante del garaje, que oculta una factible infidelidad que Rèmy no imagina. Es el más inseguro y frágil de los personajes, a despecho de su triunfante exterior. Cuando sobre el final de La decadencia... su amiga Dominique, confesando un recurrente amantazgo, hace estallar la bomba que destruye el matrimonio de Rèmy, éste se derrumba de peor manera que Louise: la devastación es completa en ambos, pero en él va acompañada de un "te amo y sin ti no puedo vivir" que ella jamás pronuncia. Ese masculino paisaje de desolación marca el verdadero pathos de Rèmy, honesto defensor de la verdad en todo aquello que no sea su vida erótico-sentimental. Este hombre es el rey de las falsas imágenes: no es el marido fiel que Louise supone ni un conquistador autosuficiente.
En 2003 Rèmy ya no es el mismo. El espectador puede suponer que desde la cátedra sigue siendo el de siempre. Basta ver la pasión con que, pese a su precaria salud, discute con la monja del hospital sobre la responsabilidad del Vaticano en magnicidios del siglo veinte (los crímenes nazis) o del dieciséis (el holocausto de los indígenas americanos, "que aún no tienen un museo"). O su emocionada autocrítica cuando destaca, entre los muchos "ismos" que él y sus amigos frecuentaron, el "cretinismo", a propósito de su ceguera ante el sufrimiento de una sobreviviente de la Revolución Cultural de Mao. Claro que para el caso esboza una defensa comprensible: "Habíamos visto mucho Godard". Pero los diecisiete años transcurridos desde su divorcio elevaron su estatura humana. Es seguro que las primeras épocas de nueva soltería lo habrán visto tan promiscuo como era dable esperar, pero la mañana en que despertó soñando con una isla del Caribe en lugar de hacerlo con Julie Christie debió marcarlo, ya que a lo largo de Las invasiones... toda anécdota referida a mujeres pertenece a las nostalgias del pasado. Cuando en el hospital aparece una antigua amante e intenta desasirse del abrazo de esa mujer, su actitud no es la del donjuán hallado en falta, sino la del hombre molesto por el retorno de un elemento perteneciente a una vida ya clausurada. Al borde de la muerte dice a una enfermera: "Tiempo atrás la hubiera abordado sin pedirle permiso", pero en esa declaración se adivina una postrera galantería más que un dato de la realidad. Es cierto, hay una última mujer en el tramo final de la vida de Rèmy, y es Nathalie. Con ella no practica ninguna gimnasia sexual, pero tiene un acercamiento tan íntimo y profundo que anula al de los demás personajes, hijo incluido. Esa joven tiene peso propio en la historia, pero también oficia como válvula de escape para todas las zozobras y congojas de Rèmy. En los diálogos que comparten, el abrumado moribundo confesará su sentimiento de indefensión, sus miedos últimos, su atávico impulso de rebeldía ante la inevitabilidad del no-ser y por primera vez aceptará su desvalimiento final. De esa relación con una veinteañera ya golpeada por amargas derrotas, Rèmy conquistará un doble triunfo: la definitiva conexión espiritual con el hijo y la serena madurez con que dispone su muerte.
Hay espectadores que acusan a la película de tramposa, por mostrar una "muerte linda" y, por tanto, irreal. La serenidad y templanza últimas de Rèmy, haber hallado en Nathalie un ángel de la guarda, estar acompañado por sus seres queridos junto a un lago encantador o disponer en total libertad de su propio final, no convierten el suceso en algo necesariamente "lindo". El personaje muere solo, como morimos todos: no en vano su último contacto con este mundo es la María Goretti de celuloide, un recuerdo intransferible y de extrema individualidad. Aquí la belleza está ausente y sólo queda el horror del escalofrío definitivo enfrentado a los demás desastres colectivos que Arcand y sus agonistas nunca dejan de señalar. En ese tránsito de lo global a lo personal, de lo intelectual a lo afectivo, el personaje de Rèmy cobra un espesor inusitado y bienvenido.
AMIGOS Y JÓVENES. Los libretos de Arcand no permiten analizar por igual a todos los miembros que componen el coro de seres queridos de Rèmy. Algunos personajes sólo sirven de apoyatura, como el refinado homosexual Claude o la sadomasoquista Diane, aunque en 1986 esa intelectual aportaba una frase definitoria: "La agresión física en la relación sexual es como un juego con reglas fijas pero sin límites". Similares características tiene toda la saga, desde su enfoque de las vinculaciones entre esos amigos hasta la forma de lanzar sus dardos al espectador. Hoy, Diane sólo cobra relieve por ser la madre de Nathalie. Tampoco se puede agregar mucho más sobre Louise. Acompaña hasta el final a su ex marido, y al despedirse le dice "Eres el hombre de mi vida". Sin duda, Louise desterró el amor hace diecisiete años.
En cambio, Dominique y Pierre tienen más importancia. En la segunda escena de La decadencia..., esa mujer es entrevistada a raíz de su último libro publicado, y comenta que la búsqueda de la felicidad personal marca el inicio de la decadencia de las sociedades opulentas; como dato complementario, alude a que recién en la época de Diocleciano la sociedad romana comenzó a dar importancia al matrimonio como fórmula para lograr una convivencia soportable. Es importante tener en cuenta esa opinión a la hora de analizar a Dominique, triunfadora en su profesión pero solitaria in extremis. Eterna amante, bastante fatigada de recibir en su cama a hombres que la abandonan a las dos de la madrugada, en Las invasiones... confiesa con desencanto que hace tiempo abandonó los placeres del sexo y dice: "Me cansé de mirar el techo sin motivo". Dominique transita similares caminos que Rèmy, pero canalizados de muy distinta manera. Lo que en aquél es desparpajo, en ella se transforma en frialdad y cinismo, bastante desprecio por el prójimo y un latente oportunismo. Es la contracara de Rèmy. Por eso lanza la confesión que quiebra la unión de sus amigos y al día siguiente se comporta como si nada hubiera sucedido: para ella, justicia y venganza van de la mano. Ese episodio la convierte en el personaje más antipático de La decadencia... y la eleva a un nivel de gelidez e impiedad infrecuentes. En Las invasiones, lejos ya del sexo, dejó de ser una llaga viva y parece más reconciliada con el mundo y sus habitantes. Al igual que Rèmy, transitó un largo vía crucis que el director nos permite adivinar pero nunca nos muestra. Los maduros intelectuales de Arcand podrían formar un homogéneo grupo de seres desorientados si no existiera Pierre, la excepción a la regla. Ya en 1986 tenía las cosas muy claras: gran pesimista, se confesaba monógamo estando enamorado pero muy mujeriego en sus etapas de soledad; no quería traer hijos al mundo, desplegaba un elegante escepticismo al referirse a la Mujer y tenía claras sus propias limitaciones: "De joven quise ser Toynbee o Braudel, pero hoy sólo me basta un poco de amor y sexo". Cuando Louise le reprochaba su dureza advirtiéndole que quizá termine sus días solo y sin familia, respondía con rotundidad "Error: mi familia está en esta mesa, los demás sólo son parientes". Hoy, Pierre continúa sin trampearse: acepta su presente resignado porque, como dice un par de veces, "así es la vida". Quizá él y Arcand tengan mucho en común.
Hay jóvenes que importan en la saga de Rèmy. Sylvaine, su hija, conectada por ordenador desde alta mar, quizá realizó sus sueños, aunque es también una mujer frágil que se define por ausencias (la suya hoy, la paterna en su infancia). La escena de su despedida es una de las más estremecedoras que pueda recordarse. Sebastien, su hermano, es muy distinto. Hombre perfecto, llega triunfante de Londres, y gracias a su pequeña fortuna arrasa con todo. Soborna a burócratas y sindicalistas del hospital donde agoniza su padre, y activa un piso clausurado desde años atrás; convoca a los amigos junto al lecho mortuorio, y paga a tres ex alumnos de Rèmy para que lo visiten en el hospital. Al enterarse que sólo la heroína calmará el dolor del enfermo intenta conseguirla pidiendo ayuda incluso en la Gendarmería, en un episodio difícil de imaginar fuera de su país. Cree detestar a su padre por considerarlo culpable del derrumbe familiar, y como reacción logró ser su antítesis: triunfador que nunca leyó un libro, parece no tener más ideal que un sólido pragmatismo y no se cuestiona nada. Sin embargo, es quien más evoluciona en Las invasiones...: reconciliado con Rèmy, retorna a Londres desestabilizado, ya que el hilo de los sentimientos y un inesperado beso al borde del abismo hacen tambalear su autosuficiencia. Empero, durante casi todo el film, el joven parece más un personaje de Jesús de Montreal que de esta doble saga. El vistazo al interior humano es la característica de La decadencia... y Las invasiones..., piezas de cámara donde sabemos todo de los personajes y poco de la sociedad en que viven. En cambio, en Jesús... los protagonistas luchan todo el tiempo contra el mundo exterior, que los invade, hiere o destruye. Arcand utiliza a Sebastien para desarrollar las dos ideas más diabólicas de su libreto: dinero y droga, dos flagelos de la humanidad, cobran aquí una dimensión desusada, al ser factores positivos que alivian los últimos días de un enfermo terminal. Las cosas no son buenas o malas en sí mismas, sino en la medida en que los humanos las emplean. Ahí está Sebastien para dar fe de ello.
Y también está Nathalie, la hija adicta de Diane, que llega a la vida de Rèmy para suministrarle heroína y de paso convertirse en su última mujer importante. Es el personaje "dark" de la saga, y esa cualidad se vislumbra desde su aparición: al compás de una música inquietante llega desde lo profundo de un callejón, enfundada en ropajes negros. Presencia fantasmal, mensajero de lo oscuro, se acerca a la iluminada ventana del bar donde fue citada por Sebastien, en una secuencia altamente simbólica, ya que Nathalie está ubicada del otro lado del vidrio en la vida. Sumida en el mundo de la droga, sobrelleva una dolorosa soledad con la desesperanza terminal que sólo poseen los suicidas. Además, el sentimiento de culpa de su madre es una carga adicional para la joven, marcada desde la niñez por la violenta promiscuidad de aquélla. Desde un ángulo muy distinto, Nathalie vive tan segura de sí misma como Pierre, aunque su firmeza no se cimenta en la aceptación serena de una forma de vida sino en la certeza de que su camino es un atajo hacia la muerte. El contacto con Rèmy (y con Sebastien) sacudirá las fibras más íntimas de la chica con la fuerza avasallante que sólo trasmiten las situaciones límite. Angel de la guarda, es también sufrido ángel de la muerte al inyectar la dosis letal que fulmina a Rèmy; pero el horror de esa experiencia la ayuda a retomar contacto con la realidad: adquiere la fuerza necesaria para iniciar una cura a su adicción y acepta un mudo abrazo de su madre en actitud claramente reconciliatoria. Al heredar el piso del fallecido Rèmy sorprende a Sebastien con un beso apasionado, que es un abismo en sí mismo: ¿llegada o despedida del amor, promesa o desesperación? La sabiduría de Arcand consiste en pautar una gama de sutiles cambios en el personaje, pero sin alterarle la cuota de misterio a ojos del espectador. Nathalie permanece como un enigma sin solución: es quien menos habla en toda la saga pero su silencio es tan elocuente que tiene el poder de desestabilizar y a la vez ayudar a todo el que la rodea. Queda por saber si logrará sacar buen partido de su propia medicina. Quizás esa sea una última interrogante en su historia.
EL MUNDO. El vínculo entre la saga de Rèmy y Jesús de Montreal no es caprichoso. Cabe imaginar sin esfuerzo a nuestros protagonistas asistiendo a una representación de la Pasión en la Montaña, pero incluso el propio Arcand vuelca tres personajes de Jesús en Las invasiones...: el cura de la basílica; el guardia de seguridad de la misma, ahora trabajando en el hospital; y el enfermero que transportaba al actor agonizante, hoy compañero de sala de Rèmy. Esas guiñadas no son un alarde, porque el film de 1989 oficia de vaso comunicante para entender el mundo en que deambulan los agonistas de Arcand. Según la ONU Canadá se ubica en cuarto lugar detrás de Noruega, Suecia y Australia en cuanto a su desarrollo humano: ese dato sugiere un paraíso como el que muestra Michael Moore en Bowling for Columbine. Para Arcand, en cambio, las cosas no parecen tan halagüeñas: el ingreso a un hospital es el equivalente moderno del Calvario, para el actor de ayer o el Rèmy de hoy, y permanecen invariables la ineptitud burocrática y la corrupción sindical. Jesús de Montreal comenzaba como un juego ficticio (una puesta en escena de "Los hermanos Karamazov") y terminaba con una repetición real de la Pasión (la agonía de un actor). Similar trayecto recorren Rèmy y sus amigos desde las falsas apariencias disfrazadas de intelectualismo de ayer a la aceptación de la dura realidad de hoy. Pero hay otros conceptos más reveladores, como la noción de que la Verdad resulta múltiple, resbalosa, efímera o incluso inexistente. Es así que el Big Bang explica hoy el origen del universo, pero quizá mañana no. Por lo mismo, los actores repiten una escena en cinco métodos diferentes de actuación, y uno de ellos llega a incorporar el monólogo de Hamlet al episodio de la muerte de Jesús. Y por eso también Rèmy y los suyos sufren desconciertos de toda índole (y se los hacen padecer a los demás) antes de hallar el justo equilibrio en sus vidas. Al ser la Verdad un concepto tan inapresable, la existencia se complica: no en vano La decadencia finaliza con una charla anecdótica donde nadie se pone de acuerdo acerca del divorcio de unos amigos ausentes. Para Arcand la solución parece estar en el rescate de los afectos y, sobre todo, en la tozuda defensa de la honestidad personal, aunque el logro de esa meta implique los mayores sacrificios. Por eso los talentosos actores independientes de Jesús... permanecen desocupados pero íntegros, mientras los rodea la banalidad publicitaria y las tentaciones de la fama, y de similar manera Rèmy y sus amigos mantienen incólumes sus afectos e ideales, aún a costa de pérdidas y sufrimientos. Lo que trasmite Arcand en sus películas es, en definitiva, una memorable celebración de vida: resucita al actor de Jesús... en los trasplantes de órganos aplicados a dos enfermos, y cierra Las invasiones... con un avión que levanta vuelo. Nada se pierde del todo, y aún quien muere permanece vivo en los demás. Quizá un día de estos, Arcand decida contar a su público qué pasó con Nathalie y Sebastien, pero aún si no lo hiciera, su visión del mundo y la sufrida gente que lo habita ya tienen un lugar muy importante en la historia. l