Este contenido es exclusivo para nuestros suscriptores.
.
Por László Erdélyi
.
La guerra ruso-ucraniana es el conflicto convencional europeo más grande desde la Segunda Guerra Mundial, y sus ecos alcanzan ya a la geopolítica mundial reescribiendo mapas de influencia, distorsionando precios y economías, disparando guerras de espías, lanzando a la intemperie a miles de refugiados, matando a cientos de miles y situando a la industria armamentística en un momento de gloria. Semejante escalada no está en proporción directa con la cantidad de información veraz disponible. Como suele ocurrir en las guerras, predominan las mentiras y las narrativas que justifican la acción de una u otra parte. Falta, por lo tanto, análisis y contexto histórico que permitan disipar la niebla.
El historiador ucraniano Serhii Plokhy acaba de publicar en inglés The Russo-Ukranian War por el grupo editorial Penguin (Allen Lane), y según informa la agencia Wylie —que maneja los derechos del autor— llegará en breve en castellano como La guerra ruso-ucraniana, El retorno de la historia pero por otro sello, uno de editorial Planeta (Península). Hay expectativa porque Plokhy es un prestigioso historiador con numerosos libros publicados (es conocido a nivel local por El último imperio, en editorial Turner), y porque el libro llena un vacío informativo curioso para las sociedades abiertas de Occidente.
Plokhy, que es profesor de historia en Harvard, dedica el libro “a la memoria de todos los que han muerto defendiendo la libertad, la propia y la nuestra”. Es una declaración. El historiador es parte del país agredido, una joven democracia pos comunista que ha logrado —no sin sobresaltos— ir construyendo ciudadanía, y que ha sido atacado por Rusia, una autocracia gobernada por una elite de oligarcas. Esta es la narrativa básica. Plokhy sabe que ese relato esta lleno de vacíos, y que su deber como historiador es llenarlos aportando una perspectiva histórica y comparada.
El camino para él no fue sencillo. Se encontraba en Viena el 23 de febrero de 2022 cuando se enteró por CNN del ataque. “No podía comprender, ni emocional ni profesionalmente, ni explicarme a mí mismo ni a los demás lo que estaba sucediendo” explica en el prefacio. “Un acto criminal, de locos, parecía ser la única explicación racional posible. Pero a medida que la prensa me pedía comentarios —que no podía rechazar— me di cuenta que mis palabras podían tener cierta incidencia en el curso de los eventos. Intuí que, como historiador, podía ofrecer algo diferente a los demás”. Por ejemplo, identificando señales que en su momento se ignoraron, o haciendo preguntas y tratando de responderlas mientras se recuperaba “del shock de los primeros días, para comenzar a pensar de forma analítica”.
El resultado es, un año más tarde, un libro que ubica el origen del conflicto en los colapsos imperiales europeos del siglo XIX y XX, en particular en la caída del imperio ruso y la Unión Soviética, ambos de gran tradición expansionista. También, en el “resurgimiento del populismo nacionalista, tal como ocurrió en la década de 1930, en el mundo entero”. Se refiere esos nacionalismos que añoran —y quieren restaurar— un pasado de grandeza imperial.
Mito de origen.
Plokhy rastrea las señales que fueron ignoradas.
Por ejemplo los mitos de origen, algo común a todos los nacionalistas de Europa. Son de una dudosa verosimilitud histórica, cuando no inchequeables. Este cronista lo vivió en carne propia tolerando las narrativas nacionalistas húngaras que señalaban a Transilvania —hoy Rumania— como lugar de origen de la etnia húngara (en una antigua tribu mítica, los székely, excepto por sus mujeres, dicen, muy reales y visibles hoy caminando por Budapest, flacas como barbies, altísimas, rubias, de piel morena y ojos celestes). Entre los rusos es igual. Como Ucrania le sigue en tamaño a Rusia, cualquier mito sobre la grandeza rusa debía incluirla para tener fuerza y así poder someter a otros pueblos fronterizos rebeldes. Por eso una Ucrania como la de hoy, armada hasta los dientes, independiente, de incipiente voluntad democrática y volcada a la esfera de influencia europea (ingreso a la OTAN incluida) es un golpe mortal para la identidad del expansionismo ruso.
El mito de hermandad entre rusos y ucranianos se remonta al siglo XV, al moscovita Iván el Grande, que se declaró descendiente y heredero de la realeza kyviana. Así justificaba su guerra expansionista sobre la república de Novgorod en 1478. “El poderoso mito histórico de los orígenes kyvianos de la dinastía rusa” era, en esencia, la justificación de “una política de conquista” afirma Plokhy. El nieto de Iván el Grande, Iván el Terrible, fue el primero en ser coronado zar.
Ese mito se revivió cada vez que fue necesario. Con Catalina la Grande, por ejemplo, a la hora de someter a los cosacos, o de anexar a Crimea para terminar con las incursiones de los tártaros de Crimea contra Rusia. O para ir contra el estado multiétnico polaco-lituano en 1830-31 —justo cuando Uruguay comenzaba, lejos, su vida independiente. Viendo esto, varios intelectuales kyvianos sentaron las bases para que “naciera el proyecto nacional ucraniano moderno, algo mucho más amenazante para el imperio ruso que el planteado por los polacos”. Rusia reaccionó, y prohibieron en 1863 el uso de la lengua ucraniana en textos escolares, o en la Biblia, algo que permaneció hasta la revolución rusa de 1905. La lengua igual sobrevivió gracias a los ucranianos de Galicia, que eran parte de Austria, y que siguieron publicando.
Hermanos comunistas.
Putin declaró, apenas comenzada la invasión a Ucrania en 2022, que el Estado ucraniano era una creación bolchevique. Plokhy entiende que no, que la Ucrania moderna se consolidó a pesar de los deseos de Lenin. Tras el éxito de la revolución de 1917 los ucranianos proclamaron su autonomía y se alinearon con la alianza antibolchevique de Alemania y Austro-Hungría. Los bolcheviques atacaron Kiev y apagaron a sangre y fuego la revuelta. Entonces Lenin, viendo ese fuerte sentimiento nacional ucraniano, cambió su estrategia y les otorgó “un grado de autonomía y un estatus igual al de Rusia” afirma Plokhy. Para los ucranianos era el comienzo del purgatorio.
Stalin fue su némesis. Quería una Rusia poderosa comandando la unión, la URSS. A fin de los años 20 comenzaron las purgas públicas contra la intelligentsia ucraniana, mientras altos comunistas de Ucrania eran víctimas de sospechosos suicidios. Y_el granero de Europa se convirtió en un páramo de hambre. Las políticas forzadas de colectivización de las tierras agrícolas ucranianas bajaron al mínimo la producción de alimentos, y provocaron una hambruna hoy conocida como el Holodomor, que mató a cinco millones de niños, mujeres y hombres, de los cuales cuatro eran ucranianos. Advertido por colaboradores, Stalin les gritó “¡el hambre es reaccionaria!” Tras esto llegaron los nazis alemanes que no solo iniciaron la primera etapa del Holocausto contra los judíos (por ejemplo Babi Yar, 1941), además deportaron a dos millones de ucranianos para realizar trabajo esclavo en Alemania. Para los nazis eran una raza inferior, y así los trataron.
Tras la muerte de Stalin llegó al poder Nikita Kruschev, que había liderado el partido comunista en Ucrania durante más de diez años. Se apoyó en ellos para enfrentar a sus competidores de Moscú. “Un símbolo de la nueva prevalencia de Ucrania y su ascenso entre las naciones soviéticas fue la transferencia de la península de Crimea de Rusia a Ucrania en 1954, orquestada por Kruschev” afirma Plokhy. A su vez, Ucrania no perdió pie dentro del Kremlin con el sucesor, Brezhnev, también nativo de Ucrania aunque étnicamente ruso. Cuando se disolvió la URSS (1991), había un millón y medio de rusos étnicos en Crimea, y solo 600 mil ucranianos. Ucrania votó por la independencia y en Crimea un 54% la acompañó, algo que Yeltsin reconoció y apoyó, destaca Plokhy.
Pero los intentos para dominar a las elites ucranianas no cesaron. Moscú apoyó a presidentes ucranianos muy corruptos (Kuchma, Yanukovych), pero la voluntad popular se manifestó en levantamientos como la Revolución Naranja (Kiev, 2004), y en el europeísmo de los habitantes del centro y el oeste de Ucrania, por oposición a los del este y el sur, de mayor influencia étnica rusa. Otro factor de colisión fue el camino ucraniano hacia la democracia, incipiente y lleno de dificultades, mientras que Rusia lo hizo en sentido inverso, hacia el autoritarismo. El análisis de por qué prevaleció en Ucrania ese sentimiento democrático (“una democracia caótica pero viable”) es uno de los puntos altos del libro. Plokhy entiende que la diversidad existente en el territorio fue determinante, pero no entra en detalles (en qué consiste esa diversidad). El lector queda con ganas de más.
Masacre de Bucha.
Se tiende a soslayar o a minimizar el apoyo interno popular que tiene Putin, como si esta guerra fuera una aventura en solitario de él y sus fieles oligarcas, y sin tomar en cuenta hasta dónde el mito de la Gran Rusia está arraigado en el imaginario popular. Por eso resulta revelador el papel que jugó el escritor y Premio Nobel de Literatura Alexander Soljenitsin, gran opositor al régimen soviético, pero que tras la caída de la URSS apoyó la idea de la Gran Rusia con Ucrania y Bielorrusia como hermanos menores asociados. Incluso abogó por la anexión rusa del este y el sur de Ucrania, ganándose la admiración de Putin y, quizá, la decepción de su legión de admiradores occidentales que aprendieron a quererlo por novelas magistrales como Un día en la vida de Iván Denísovich (1962).
Plokhy, a su vez, no evade el tema de la corrupción y el ascenso de los oligarcas en la propia Ucrania, y cómo esto incidió en la confianza de la ciudadanía hacia su clase política. Que el actual presidente Zelensky fue, antes de ser electo, un exitoso comediante que personificó con éxito televisivo a un presidente que luchaba contra la corrupción (Servant of the People en tres temporadas, 2015-2019) es mucho más que un curioso dato anecdótico. Configura un hecho poético.
La guerra actual ocupa gran parte del final del libro. Está la situación en el Donbas desde el 2014 y también el derribo del vuelo MH17 de Malaysian Airlines realizado por separatistas pro rusos, como también la fallida invasión de febrero 2022 que pretendía invadir Ucrania en tres días, y decapitar a la elite ucraniana de inmediato. El relato de la batalla en el aeropuerto cerca de Kiev revela que el ejército ruso no poseía combustible ni municiones ni alimentos para más de tres días. La resistencia ucraniana los sumió en la desesperación y la frustración. Se sintieron abandonados por sus mandos.
La masacre de civiles en la localidad ucraniana de Bucha, ocurrida en esos días de 2022 a manos de soldados rusos fue, al parecer, consecuencia de ese estado de baja disciplina. Plokhy aporta, en modo crónica, testimonios directos de varios sobrevivientes. El relato evita el golpe emotivo, la imagen del horror, para centrarse en la descripción del cambio de humor entre los soldados rusos, al principio amables con la población local, y luego frustrados de forma creciente hasta descargar su ira contra los civiles, en una matanza indiscriminada de hombres, mujeres y niños. Un acto de locura colectiva que se emparenta con la masacre de My Lai ocurrida en Vietnam (1968), donde soldados norteamericanos asesinaron a una aldea entera de civiles vietnamitas. El horror, ese que que describió Joseph Conrad en la novela El corazón de las tinieblas, y que inspiró la película Apocalipsis ahora de Francis Ford Coppola, es un plato que los humanos siguen sirviendo frío.
.
Nota del Editor: Este libro fue reseñado a partir de las pruebas de galera sin corregir de la edición inglesa del libro, proporcionadas por la editorial. Se estima que para setiembre 2023 estará disponible el libro en castellano.