Poéticas de Milán

Rimbaud, ese temprano morocho del abasto, un murguero del cerro, el muchacho que faltó a clase

Ese joven autor de poemas siempre inquietantes

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Eduardo Milan
Eduardo Milán, poeta, ensayista, critico literario y columnista de El País Cultural
(Leonardo Mainé/Archivo El País)

por Eduardo Milán
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Uno avanza con Rimbaud en la memoria de la escritura. Más allá de “la parte del fuego” (para seguir una vez más con el maestro de todos los escritores que lo siguieron, Maurice Blanchot) que le toca a Rimbaud en esos años 70-80 del siglo XIX, Rimbaud es una compañía silenciosa, una conciencia-sin-querer de la poesía occidental que sobrevive hoy semidormida. En las vanguardias de la década de los 10-20 del siglo pasado o en Mayo del 68 francés, el personaje pasa por la escritura como un fantasma (o como Klaus Kinski atravesando una plaza en zigzag en su interpretación de Nosferatu de Herzog). Rimbaud despierta de tanto en tanto. No automáticamente. Se necesita un temblor de suelo poético, una puesta en crisis de la práctica de ese tipo de escritura, para hacerlo despertar. Y Rimbaud despierta. ¿Por qué? Los poemas de Rimbaud no son una revolución: están entre dos revoluciones, una, la del movimiento romántico de 1800-1830, aproximadamente, y la segunda la de 1887 con la publicación de “Un golpe de dados no abolirá el azar” de Mallarmé. El que es una revolución es él, o mejor, su juventud, esa adolescencia contínua por la que se le celebra tanto más que sus poemas. Rimbaud es el adolescente que escribió unos poemas que captaban el espíritu de su época y logró sobrevivirlos en vida con su propia persona. No por mucho tiempo, es cierto. Ni tampoco vivió con ninguna gloria estridente. Traficó con armas, es cierto, en África, lejos de París y de la memoria comunera. Tenía una madre terrible y una hermana comprensiva. El padre brilló por su ausencia. Pero todo eso junto no explica esa capacidad de captación de una época que recorre su escritura, tanto Una temporada en el infierno (1873) como Iluminaciones (1886). Tipificado como simbolista, al igual que Mallarmé y nuestro Jules Laforgue (hay que sacar al uruguayo de vez en cuando en la ausencia del suelo patrio), lo cierto es que mientras los mencionados entran en la historia poética escolásticamente, ese joven autor de poemas siempre inquietantes, no clasificables, ese Rimbaud queda siendo un periférico, un temprano morocho del abasto, un murguero del Cerro, el que faltó a clase. Y sin duda siempre en París, “capital (como dice David Harvey) de la Modernidad”.

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