por László Erdélyi
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La idea de Rusia es casi imposible de entender para los occidentales. Tampoco ha sido fácil de entender para los propios rusos. El mismo Dostoievski habló de “la idea rusa” en el siglo XIX como parte de una pugna filosófica que los separó o los unió en bandos desde Pedro El Grande, el gran modernizador del siglo XVII. Para comprender esto el escritor sueco Bengt Jangfeldt escribió en 2017 un pequeño libro que llega ahora bien traducido, La idea de Rusia. La cuestión, claro, excede el aula filosófica. Para países como Suecia, Finlandia, Polonia, los países bálticos, Ucrania y hasta la propia Rusia, se ha convertido hoy en un tema de vida o muerte, de existencia o desaparición. De luchar con uñas y dientes, o morir.
Desde Pedro, esa poderosa puja interna ha tenido sus crisis recurrentes. Mientras unos buscaban europeizar a Rusia para modernizarla, otros trataban de preservar la pureza del alma y la tradición rusa. Esa dualidad está presente, incluso, entre la europea San Petersburgo —abierta al mundo, a Europa— y Moscú, anclada en las tradiciones del más puro ser ruso. Definir esa pureza, claro, es el dilema.
Dualidad. Si Pedro terminó con el aislamiento, la gran hacedora del Estado moderno ruso fue Catalina La Grande, que la abrió a la Ilustración. Pero a la rusa. Si hay dos palabras que definieron el reinado de Catalina fueron déspota ilustrada. Se tiende a poner énfasis en el adjetivo, ilustrada, y menos en el sustantivo, déspota, lo que es un error habitual de ciertos occidentales seducidos por los autócratas reformistas. Pero en Rusia las relaciones de poder no son horizontales, como suele ser en las democracias occidentales. En la tierra de los zares es vertical, el poder emana de arriba, no de abajo. El que grita de abajo, suele ser aplastado.
Para modernizar hacía falta importar técnicos, científicos, artesanos, mayormente alemanes. Por allí se coló el romanticismo alemán para dar fuerza a una comunidad dirigida por un zar, y unida por la fe, la tierra, y las tradiciones. Pero siempre sometido a esa dualidad europeo-ruso. Lo advirtió Rousseau en el Contrato social (1762) cuando acusó a Pedro de querer convertir a los rusos en alemanes e ingleses. Ni que hablar que los eslavófilos consideraban a este avance europeo un crimen terrible, aunque en secreto sabían que solo industrializándose y dejando atrás la servidumbre del campesinado llegarían a ser potencia.
Pero el sentimiento anti Occidental siempre estuvo presente y con mucha fuerza, desde lo más profundo de la Madre Rusia. En pleno siglo XIX una de las voces más poderosas fue la del escritor Fiódor Dostoievski, que conoció Francia e Inglaterra y entendió que “las gentes de estos países se movían impulsadas por el ansia de dinero y por instintos de posesión, y se caracterizaban por ser falsas, desalmadas y excesivamente racionalistas” señala Jangfeldt. En sus diarios Dostoievski podía ir más lejos destilando su odio hacia la “Europa moribunda” con sus “parlamentos, bancos y judíos”, pero al mismo tiempo sostenía que los rusos tenían dos patrias, Europa y Rusia. “Un país único por ser dos cosas a la vez” (Vasili Zhukovski). Pero que también sentía que tenía una misión sagrada: salvar al mundo, pues la idea rusa debería ser una síntesis de todas las ideas europeas, para de hecho rescatarlo.
Fue en 1920 cuando Nikolái Trubetskoi, un príncipe vinculado a la alta nobleza, logró con la publicación de un panfleto dar fuerza a una idea que, 100 años más tarde, sería la esencia del pensamiento del entorno de Vladimir Putin: el eurasianismo. Si bien compartían con los eslavófilos la idea de la singularidad de Rusia y el daño potencial que planteaba Occidente, definían al “mundo ruso” con un área que comprende a Rusia, Ucrania, Bielorrusia y para algunos Kazajistán (idea también impulsada por Alexander Solzhenitsyn), gobernado por un Estado ideocrático sustentado por una ideología, y apoyado en la iglesia ortodoxa. Lo decía Dostoievski: “Todo el sentido de Rusia está en la ortodoxia”. En ese sentido, “un Estado ideocrático guarda diferencias fundamentales con un Estado democrático” señala Jangfeldt, “pues se basa en fuertes convicciones ideológicas, y por ello, organiza y controla activamente todos los aspectos de la vida de las personas”.
Imperio. Si el comunismo disciplinó e industrializó a la Unión Soviética hasta darle estatus de potencia, tras la caída del muro la idea comunista careció de atractivo aglutinante. La opción fue un capitalismo de Estado que ya tenía un antecedente en 1890 bajo el reinado del zar Alejandro III. El nuevo patriotismo, también de ecos decimonónicos, reapareció como elemento unificador. “El eurasianismo resultó ser uno de esos clásicos latentes”. La KGB no tardó en infiltrarse para controlar estos movimientos. El honor de haber revitalizado el eurasianismo recae en el historiador y antropólogo Lev Gumilev, paradójicamente hijo de dos poetas mártires de la era soviética, Anna Ajmátova y Nikolái Gumilev. Ese honor es compartido con Alexander Dugin, quien elevó el neo-eurasianismo al estatus de culto, y de culto imperial. Claro que uno de los principales obstáculos de esa expansión imperial es Ucrania, que para Dugin “no tiene ningún significado geopolítico, ni singularidad geográfica, ni exclusividad étnica”. Para Jangfeldt, “el análisis geopolítico de Dugin y su sueño de un imperio ruso milenario son bizarros hasta rozar la locura”. Aunque esa noción de imperio siempre estuvo en la idea de Rusia.
La guerra actual, entonces, es para una mayoría de los rusos, sus elites, su Estado y su Iglesia, algo que supera lo físico, e ingresa en el plano metafísico. Desde fuera de Rusia no se comprende esta reacción, se la tilda de irracional, calificando incluso a Putin de “loco”. Pero Rusia, asentada en la convicción firme de su superioridad como civilización, se siente incomprendida y humillada tanto por Estados Unidos como por la OTAN. “Cuanto mayor es el sentimiento de ofensa, más fuerte es el sentimiento de haber sido elegido” señala Jangfeldt, quien escribió un libro corto, de apenas 200 páginas, pero que expone con una claridad conceptual poco común las razones filosóficas de universos paralelos e irreconciliables, en medio del horror de la guerra.
LA IDEA DE RUSIA, de Bengt Jangfeldt. Alianza, 2024. Madrid, 232 págs. Traducción de Irene Riaño.