FELIPE POLLERI
ME ASALTA UN así llamado "temor reverencial" cada vez que me propongo escribir sobre Juan Rulfo. Una anécdota: hacía años que no lo releía cuando, gracias a un impulso repentino, me pasé buena parte de la noche haciéndole los honores; al otro día, en mi lugar de trabajo en la Biblioteca Nacional, me enteré de que Rulfo acababa de morir. Fue una casualidad; no soy de los que creen en la telepatía o la orinoterapia. Pero de hecho siempre me sentí profundamente hermanado a ese hombre sombrío, a su aura negra; a ese hombre que siempre parecía estar triste o asustado por alguna visión de ultratumba.
Su estilo único y perfecto, unido a su desesperado pesimismo, no tan desesperado (se autodenominaba "católico"), que distingue a sus dos breves obras maestras, dicen algunos que retrató para siempre la carne y el espíritu de los mexicanos. Pero yo no soy mexicano, ni mesoamericano (vine de los barcos) y siento que me retrata de pies a cabeza. Pedro Páramo, su breve novela, y El llano en llamas, su breve libro de cuentos, hablan de la orfandad y de la muerte: temas universales, si los hay.
Rulfo, huérfano a temprana edad, porque su padre fue abatido en la Revolución Cristera (una de esas revoluciones delirantes que caracterizan a los mexicanos como las calaveras de azúcar), tuvo que convertirse, en forma posiblemente involuntaria (y aquí, tratándose de Rulfo, sí creo que hay escritores condenados a su obra), en la voz de los huérfanos y en la voz de los muertos. O, al menos, esa es "la figura en el tapiz" que se descubre en sus descripciones de la tragedia mexicana. Rulfo no tuvo otra alternativa que escribir. Hijos contra padres, padres contra hijos, hijos muertos que visitan a sus padres muertos, como en Pedro Páramo, donde los "murmullos" de los difuntos componen la definitiva sinfonía a nuestro final, hijos que matan a sus padres o los dejan morir y viceversa, o el hermano que mata al hermano o los mexicanos matándose entre sí porque "somos muy pobres" y no "nos han dado la tierra", porque no tenemos nada salvo la vida y hay que matar para conservarla un rato más. "¡Diles que no me maten!", le suplica el padre al hijo. "Se les afigurará que te ha comido el coyote", se dice el hijo, "cuando te vean con esa cara llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron".