Renovando la Historia

Los persas no eran tan malos: una historia de Persia basada en fuentes originales, no grecolatinas

A Llewellyn-Jones, que es galés, se le nota el tono anti-inglés al evitar la leyenda negra que promovió Herodoto, y apoyarse en Jenofonte y Ctesias de Cnido

Lloyd Llewellyn Jones © Simon Gough Photography.jpg
Lloyd Llewellyn Jones
(foto Simon Gough)

por Juan de Marsilio
.
Para el occidental con algún conocimiento histórico, los persas son los malos, a quienes los griegos pusieron varias veces en su lugar. Esto se debe a que casi todo lo que sabemos sobre los persas viene de fuentes grecolatinas. Es bueno que el catedrático de la Universidad de Cardiff Lloyd Llewellyn-Jones, en Los persas, se base en fuentes persas, las más de ellas cuneiformes, en tablillas de barro o en piedra.

Medos, persas y elamitas. El autor estudia bien las sucesivas oleadas de migración indoeuropea desde el Asia central hacia la meseta de Irán. Estos pueblos —los futuros medos y persas— eran nómades y nunca perdieron del todo su nomadismo: es interesantísima la descripción que Llewellyn-Jones hace de las largas caravanas en las que los grandes reyes persas se trasladaban, al cambiar las estaciones, entre las varias capitales del Imperio. En plena época imperial, el Gran Rey seguía teniendo cortesía y deferencia para con los viejos jefes tribales. Los medos y los persas aprendieron de un pueblo más avanzado con el que tenían frontera y del que fueron tributarios: Elam. En su escultura, sus inscripciones públicas en piedra y su arquitectura, los persas tomaron mucho de los elamitas, y luego de los asirios, los babilonios y otros pueblos que conquistaron. Esa capacidad de integración y adaptación fue lo que permitió a Cambises, hijo de Ciro, el segundo Gran Rey, adorar los dioses egipcios y comportarse como un verdadero faraón, lo que redujo la cantidad de rebeliones contra el dominio persa.

El dios y los dioses. Los persas respetaron la religión y las costumbres de los conquistados. Para ellos estaba claro que el principal dios era Ahura Mazda, que representaba el bien y la verdad, llevaba una lucha permanente contra Angra Mainu, impulsor del mal y la mentira, a quien vencería en el juicio final. Darío I, el tercer Gran Rey, que no descendía de Ciro y fundó la dinastía Aqueménida, que reinaría hasta la derrota de Darío III por parte de Alejandro Magno, en el 330 a. de C., impuso la idea de que el Gran Rey gozaba del favor de Ahura Mazda y era el defensor de la verdad en el mundo. La señal del favor divino y la bondad del Rey era su triunfo. De los métodos, no se hablaba mucho.

Mesías. Ciro, el Primer Gran Rey, al conquistar Babilonia, liberar a los judíos allí deportados y permitirles reconstruir el Templo de Jerusalén y autogobernarse —aunque sometidos a tributo— construyó el concepto de Mesías, es decir, libertador, al menos en el sentido que llevó a fariseos y zelotes a no creer que Jesús fuese el Mesías. La idea de un Dios bueno y no antropomorfo, que al fin de los tiempos vencería al mal, entra al judeocristianismo por contacto con los persas. Incluso el concepto de paraíso está tomado de los jardines persas, los “pairi-daeza”.

Esclavos. El autor no exagera la visión positiva de la sociedad y el Imperio persas. Critica la leyenda negra basada en autores griegos —en especial la de Herodoto: Llewellyn-Jones respeta mucho más a Jenofonte y Ctesias de Cnido, que vivieron entre los persas— sin levantar una leyenda rosa.

Este libro es claro al afirmar que la sociedad y economía persas eran esclavistas, que los castigos judiciales eran severísimos y que en la Corte Aqueménida eran frecuentes los asesinatos, sobre todo por diferendos en cuanto a la sucesión al trono —los persas no usaban el sistema de la primogenitura. Muy a menudo se resolvía el asunto por envenenamiento, que era castigado a su vez con el aplastamiento de la cabeza.

 

Mujeres, hijos y harén. Tan interesante como entretenido es el estudio del funcionamiento del harén real, las reyertas entre las esposas y concubinas reales, que trataban de que uno de sus hijos fuese el heredero, y el rol de los eunucos en las intrigas palaciegas. Llewellyn-Jones presenta formidables figuras femeninas, entre ellas Parisátide, Madre de Artajerjes II y de Ciro el Joven, que se alzó contra su hermano, y Aspasia de Focea, la bella y fiel amante de Ciro y luego —en principio a la fuerza— esposa de Artajerjes II. O la esposa principal de este último, Estatira, asesinada por su suegra, tras un largo y paciente plan.

 

Los bárbaros de Grecia. En la introducción el autor reproduce una imagen tomada de un jarro ateniense para beber vino. En ella un soldado griego se soba el pene ya erecto y se dispone a penetrar a un persa vencido, que parece resignado al trámite. Para los persas, los griegos resultaban tan bárbaros como ellos para los helenos, en buena medida, porque en la guerra todos somos bárbaros, en el sentido de brutales. Este planteo del autor ayuda a que el lector suelte sus estereotipos favorables a los griegos. Llewellyn-Jones mostrará que las Guerras Médicas fueron para el Imperio un conflicto fronterizo de cierta importancia, sí, pero que la derrota, debida sobre todo a malas decisiones persas, no debilitó al Imperio, que por más de un siglo, oro y diplomacia mediante, mantuvo a las polis griegas divididas.

Asimismo hará ver que los griegos no consideraban que los macedonios fuesen de los suyos. Y por supuesto, que muerto Alejandro el Grande, sus conquistas fueron pronto violentamente repartidas entre sus generales.

Británico mas no inglés. Se le nota al autor lo galés, es decir, lo bastante anti-inglés de su tono. Aferrarse a la visión grecorromana del Imperio Aqueménida es propio de las escuelas para caballeros de la elite inglesa, y va a tono con la imposición de las creencias liberales y protestantes en el Imperio Británico, por oposición a la relativa tolerancia persa para con las religiones y las instituciones de gobierno de los pueblos conquistados. Esta tesitura permite al autor cierto humor ácido, que ayuda a la gran amenidad de este libro.

Hoy, en Irán, para los más del pueblo laico, Ciro el Grande es, desde la ingenuidad y la esperanza, símbolo de libertad, derechos humanos y tolerancia. En cambio, para las autoridades religiosas y políticas, tal vez para ganarse a la multitud, Ciro es símbolo de poderío y grandeza (en lo que coinciden con el Shah Mohammad Reza Pahlavi, al que depusieran en 1979). Cuál de estas dos visiones pesa más en la balanza es asunto crucial para el pueblo iraní, así como también para lograr un justo equilibrio geopolítico.

LOS PERSAS, de Lloyd Llewellyn-Jones. Ático de los libros, 2024. Barcelona, 480 págs. (+ 16 págs. de fotos, sin numerar). Traducción de Joan Eloi Roca.

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

premium

Te puede interesar