Los chinos descubrieron América

Jorge Abbondanza

GAVIN MENZIES FUE capitán de un submarino británico y tuvo una larga carrera en la Royal Navy antes de retirarse de esa actividad y convertirse en escritor. Su libro, que por el momento no tiene traducción al español, se titula brevemente 1421 pero agrega por debajo que ese fue el año en que los chinos descubrieron América, lo cual puede dejar inicialmente atónito al lector. La historia oficial dice otra cosa al señalar que ese descubrimiento se produjo en octubre de 1492, cuando Cristóbal Colón desembarcó en las Antillas menores por cuenta de la reina de Castilla, pero Menzies tiene razones para creer que una enorme flota china hizo escala en varios puntos de lo que sería el continente americano y que ese contacto tuvo lugar 70 años antes de la llegada de Colón.

La afirmación es apasionante, sobre todo luego de comprobar los miles de datos, observaciones, referencias, documentos, citas, mapas e informes que maneja Menzies para presentar su caso. Desde el comienzo debió pelear contra una contrariedad mayor, porque hacia 1423 un grupo de mandarines que dominaba la vida política china resolvió quemar todos los libros de navegación que habían sido depositados al cabo de los grandes viajes transatlánticos del almirante Zheng He y sus juncos. En esa documentación constaba detalladamente el mundo desconocido que los viajeros habían visto, incluyendo —según parece— el Cabo de Buena Esperanza, las islas del Cabo Verde, las Azores, las Antillas, la costa norteamericana de Florida, Carolina y Massachusetts, algunos puntos de Groenlandia, la costa norte de Siberia, el litoral americano del Pacífico, la Patagonia y la costa de Brasil, la desembocadura del Amazonas y varios lugares de Australia y Nueva Zelanda, entre otras escalas donde han quedado algunos rastros de ese paso.

BÚSQUEDAS. Al faltar la invalorable fuente de conocimiento que pudieron dar aquellos libros desaparecidos, no hay más remedio que basarse en referencias secundarias, viejos ejemplos de cartografía y testimonios particulares, como el del italiano Niccoló da Conti que hizo parte del viaje con la flota china y ha dejado embrujadores relatos sobre la experiencia. El libro de Menzies incluye reproducciones de varios mapas de comienzos del siglo XV donde ya figuran por ejemplo Puerto Rico y el Canal de Magallanes, que en toda evidencia habían sido visitados con anterioridad a lo que suele considerarse su descubrimiento oficial, pero el libro agrega otras precisiones: una de ellas insiste en que tanto Colón como el propio Magallanes disponían de tales mapas antes de zarpar de España, de manera que sabían claramente hacia dónde se dirigían porque habían sido precedidos en esas rutas por los chinos y su relevamiento geográfico.

La suposición formulada por Menzies no es antojadiza ni tampoco improbable. A comienzos del siglo XV, China no sólo recorría una etapa culminante de su cultura en plena dinastía Ming, sino que estaba a la cabeza del planeta en ciencia y tecnología frente a una Europa que recién emergía de la edad oscura, quebrantada por la guerra de Cien Años y empeñada en un largo enfrentamiento con los musulmanes. Por otra parte, China ya tenía una masa de población que quintuplicaba la del Imperio Romano y duplicaba la de Europa: en ese momento tuvo además un emperador, Zhu Di, capaz de impulsar la construcción de grandes barcos para la navegación oceánica en lo que fue un inmenso desembolso para el tesoro, aunque también fue el gesto que posibilitaría el descubrimiento de nuevos mundos, hacia los cuales el monarca despachó sus flotas pidiendo una actitud amigable hacia pueblos lejanos, pero exigiendo también que esos pueblos pagaran un tributo al gobierno chino. En el momento en que se abre la epopeya marítima, China disponía de 250 juncos gigantes, llamados "del tesoro" (quizá porque transportaban mercadería valiosa, desde sedas hasta porcelanas), junto a muchos cientos de embarcaciones menores.

GRANDEZAS. Para tener idea del volumen de esos juncos, conviene saber que el timón de uno de ellos que se conserva en el museo dedicado en Nanjing a Zheng He, mide 16 metros de alto, un tamaño comparable al largo total de la carabela La Niña que integró el primer viaje de Colón a las Indias. Cuando Menzies confronta esas desmesuras chinas con ejemplos europeos de la época, habla por ejemplo del ejército de un millón de hombres que mantenía Zhu Di, frente a la fuerza de 5.000 soldados con que Enrique V de Inglaterra cruzó el Canal para guerrear con Francia, pero habla también de la enciclopedia de 4.000 volúmenes que Zhu Di mandó compilar abarcando todos los conocimientos almacenados hasta el momento, cuya edición completa contenía 50 millones de caracteres, frente a la situación embrionaria de la imprenta europea que Gutenberg lanzaría treinta años después con una publicación inicial de la Biblia. A esa altura, los magnates de Europa (un rey inglés, un mercader florentino) tenían ocho o nueve volúmenes en sus bibliotecas.

Entre las interrogantes que Menzies abre en su relato, figura una que incluye la incógnita mayor: qué habría ocurrido si una de las grandes flotas chinas se hubiera presentado ante las costas de Europa, cuál habría sido la reacción occidental, qué guerra pudo entablarse, cuál pudo ser su resultado y en qué medida la historia posterior del mundo habría cambiado ante un eventual protagonismo chino a escala planetaria. Porque en el reinado de Zhu Di, la China era una potencia en expansión y mantenía formidables vínculos mercantiles con la India, Siam, las islas de las especias, Japón, Corea, Arabia y la costa oriental de Africa, una circulación facilitada por conocimientos astronómicos de primer orden. Sólo que desde 1423 hubo turbulencias políticas que estropearon el final del período de Zhu Di, motivadas en parte por el gasto colosal que el emperador había efectuado para ampliar el Gran Canal (de 1.800 kilómetros, comenzado 1.600 años antes), reparar la Gran Muralla, fletar su monumental armada (equipada con velas de seda roja y armas de fuego), mudar la capital a Beijing y construir allí una Ciudad Prohibida con palacios a cuya inauguración en 1421 concurrieron veintiocho monarcas extranjeros. El incendio de ese complejo, dos años más tarde, fue el comienzo del fin para la apertura china hacia el mundo: los gobernantes que siguieron sellaron el país, anularon todo contacto con el exterior, quemaron los registros del despilfarro de Zhu Di en materia de obras públicas e inauguraron una política xenófoba de absoluta clausura frente al resto del mundo que se mantendría durante los 500 años siguientes.

DESEMBARCOS. Desde la perspectiva del siglo XXI es difícil imaginar lo que habría ocurrido si la China del siglo XV hubiera optado en cambio por mantener una voluntad expansionista, exploratoria y aventurera que los grandes viajes alrededor del mundo habían estrenado de manera espectacular en 1421. De cualquier manera, lo que interesa a la Historia no es quiénes desembarcaron primero en cierto lugar sino quiénes afianzaron esa llegada con una colonización posterior que fue un trasplante cultural duradero, una transformación en las relaciones de poder entre las potencias navegantes y un cambio definitivo para el curso que luego ha seguido el mundo. También los vikingos hicieron pie en América del Norte en el siglo XIII, también los portugueses habrían visitado Puerto Rico antes de los viajes de Colón y —por lo visto— también los chinos tocaron puntos múltiples de la costa americana, se internaron por los grandes ríos, efectuaron intercambios de fauna y flora y hasta dejaron alguna colonia de la que (Menzies dixit) existen constancias en las primeras crónicas de los conquistadores españoles.

Muchos académicos chinos de la actualidad respaldan las hipótesis de este autor inglés, apoyados por otros diluvios de documentación, por lo cual algún día el almirante Zheng He podría llegar a tener su monumento cerca de donde se levantan los de Colón, Mendoza, Alvar Núñez, Magallanes, Vasco da Gama o Balboa.

1421, THE YEAR CHINA DISCOVERED AMERICA de Gavin Menzies. Editorial Perennial. 650 págs. New York, 2004.

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