por Mercedes Estramil
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Sanar la enfermedad que deja el abandono puede ser cosa de terapia para muchos, pero para un escritor es razón y obligación de escritura. La historia paterno filial de Josefina Licitra, con sus altibajos anecdóticos —que en rigor solo les interesan a los involucrados—, se vuelve asunto de literatura en Crac, un libro inclasificable, hermoso y duradero. La creencia en la salvación por la escritura (del dolor, del tedio, del miedo o de lo que sea) no solo no es novedad en la literatura, sino que constituye un centro neurálgico de la misma. De Gustave Flaubert a Franz Kafka, de Isabel Allende a Joan Didion, de Ernest Hemingway a Sylvia Plath, de Karen Blixen a Emmanuel Carrère, de Karl Ove Knausgård a Hanif Kureishi —la lista es infinita—, las personas que hacen de la escritura su oficio vital saben que si ese oficio no existiera todo sería peor. Además, la sutura literaria para las heridas reales en general funciona. Es decir, si no sirve para curar la herida al menos garantiza, al margen de la calidad, la compensación de haber cerrado con autoridad la historia. Es lo que ocurre en Crac.
Herida real. Nacida en La Plata en 1975, Josefina Licitra es hija de un estudiante de arquitectura y militante de los Grupos Marxistas Revolucionarios (GMR), y de una estudiante de psicología que militaba en el Frente Argentino de Liberación (FAL) hasta que se pasó al GMR. En 1978, en plena dictadura, su padre se exilia en España y su madre, ya desvinculada de las organizaciones políticas, decide quedarse con su hija. Ese primer crac en la historia familiar determina una distancia que su padre interpreta como una “traición”. Padre e hija se comunican durante años por cartas (que se exponen en este libro, se ventilan, se hacen públicas), se ven en Montevideo en numerosos veranos o la niña viaja a Madrid. Con los años y a través de episodios que el libro relata, la relación se tensa, se afloja y se corta.
Mientras el padre rearma su vida de pareja y monta una empresa allá, en Argentina su hija se perfila como una cronista de peso escribiendo en numerosas revistas. En 2004 gana el premio Gabriel García Márquez de Periodismo por una crónica publicada en Rolling Stone un año antes, “Pollita en fuga”, un acercamiento de vértigo a la historia de Silvina, una delincuente prófuga, de quince años. Impagable crónica de la marginalidad. Luego, textos como “Los otros. Una historia del conurbano bonaerense” (2011), o “El agua mala. Crónica de Epecuén y las casas hundidas” (2014) muestran a una escritora segura y comprometida con su trabajo, ardiente en la escritura, dueña de un arsenal léxico envidiable y contagioso. En 2018 y bajo el sello Planeta, publica un parteaguas: 38 Estrellas: la mayor fuga de una cárcel de mujeres de la historia, una ficción histórica que condensa el evento y el alcance de la fuga, en 1971, de 38 presas políticas uruguayas en la cárcel de Cabildo. Aunque no era el primer libro sobre el tema —la ex presa Graciela Jorge había publicado uno en 1994—, el de Licitra venía con años de perspectiva y con el dato de que décadas más tarde una de las evadidas, Lucía Topolansky, había llegado a ser vicepresidenta de Uruguay en un gobierno constitucional. El interés de Licitra en el asunto tenía raíces familiares y profundas: Uruguay había funcionado por años como puente de contacto, y la historia política de los dos países había coincidido en escenarios represivos. Pero ese año publicó algo más. Movida por el desencanto de una incomunicación creciente, su crónica/reclamo afectivo titulada “Señor Licitra” apareció en la revista brasilera Piauí y aunque era improbable, su padre la leyó e instaló entre los dos (y abarcativo a su nieto) el tan temido contacto cero. Su hija le escribió en 2020, en el marco de la llamada pandemia, para preguntarle cómo estaba y él le respondió que aquel artículo era inadmisible y que había dinamitado del todo la relación entre ellos. A partir de ahí, Licitra volvió a publicarlo en la revista Orsai, y ahora, movida por una fugaz visita de su padre a Buenos Aires y con el pie izquierdo fracturado por una caída danzando, escribe Crac. Esos son los datos. Cotidianos, fragmentados, reveladores, como los de cualquier familia en un (infinito) mal momento.
Cura ficcional. En Crac, Licitra escribe la biografía familiar que la antecede, con luces y sombras, reproches y gratitud. Transcribe contenido parcial de cartas entre ella y su padre. Desgraba las charlas con un amigo de este. Sobrevuela la crisis histórica de la que ella no fue parte activa sino víctima emocional. Genera la tensión de un improbable reencuentro. Y, un extra imprescindible, se ampara en el refugio narrativo de otros escritores a los que cita, de cuyas experiencias aprende, o en las que se mira. El relato puede generar preguntas: ¿hasta dónde es lícito, honesto, apropiado, correcto, ventilar la vida de los otros cuando con todo derecho se cuenta la propia? La verdad es que la “escritura del yo” nunca es la de un solo individuo, y una guía completa de escritores la ha hecho y la hace a su cuenta y riesgo. Que juzgue el lector, la posteridad, la justicia si hay reclamo, la conciencia si hay arrepentimiento.
La narración en Crac es eléctrica y dinámica pese a estar anclada a una espera. La narradora espera ver al padre, reencontrar la palabra, volver. Desde ese lugar siempre humillante de la incertidumbre, el relato personal se amplía y permite una interpretación que ya no tiene que ver con las personas reales que lo alimentan. Si se lee como una novela, el personaje del padre responde a la figura de un depredador emocional que castiga impunemente con la espada del silencio, y el de la hija al de la víctima resiliente que contraataca con la estocada de la palabra. En El arte de la ficción, James Salter recupera una frase del escritor ruso Isaac Bábel parafraseándola así: “no hay hierro capaz de atravesar el corazón humano con la fuerza de un punto colocado en el lugar preciso”. Si eso es así, el punto final de Crac, con su protagonista curada del pie y siguiendo adelante con su vida, escenifica —como la alusión que hace a Kill Bill, cuando Beatrix Kiddo (Uma Thurman) mata con un dedo a Bill (David Carradine)— la muerte simbólica del padre, y le devuelve, por fin, silencio.
CRAC, de Josefina Licitra. Seix Barral, 2025. Buenos Aires, 166 págs.