Elemental, mi querido Holmes

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Elvio E. Gandolfo

A LO LARGO DE cuatro décadas, entre 1887 y 1927, Arthur Conan Doyle escribió la totalidad de sus relatos de Sherlock Holmes, narrados en su gran mayoría por el médico John Watson, que compartía con él y la señora Hudson (ama de llaves) su departamento de la calle Baker 221 B, Londres. Son cuatro novelas y 56 cuentos, publicados casi todos en la revista The Strand. A los adictos les gusta denominar a esas 60 historias el Canon, o las Sagradas Escrituras (ver Especial Holmes, El País Cultural Nº 825). En 1893, totalmente harto de un personaje que parecía absorberle toda su creatividad, y hasta reemplazar su identidad, Conan Doyle inventó un archivillano (el Dr. Moriarty), hizo que Holmes lo siguiera, y los arrojó a los dos por las cataratas de Reichenbach, Alemania.

"Listo el pollo", se habrá dicho, dispuesto a seguir elaborando novelas históricas (al estilo de Walter Scott) y otros géneros a su juicio más serios. No contaba no solo con el fervor, sino también con el furor del público masivo de las publicaciones periódicas. Tuvo que volver. Primero tuvo que escribir su novela más rara y exitosa, El sabueso de los Baskerville (1901), cronológicamente anterior a la Caída. Al fin, en 1903, tanto Holmes como el Dr. Moriarty regresaron con "La aventura de la casa vacía".

El éxito fue arrollador, no solo en los relatos sino también en el teatro: llovieron las adaptaciones. Poco después de la aparición del cine comenzaron las películas (con un corto, Las aventuras de Sherlock Holmes, de 1905, interpretado por Maurice Costello), y una larga descendencia, con varios directores y actores destacados. Llegó la TV y poco después Sherlock Holmes y Watson llegaron a ella. Antes de su explosión en la década del 50, hubo al menos dos programas: "Los tres Garrideb" (1937) y "La aventura de la banda moteada" (1949).

En el último par de años se difundió una película (Sherlock Holmes: Juego de sombras), segundo título de una "franquicia", donde el director Guy Ritchie disminuye los aciertos y perfecciona los defectos del primero (Sherlock Holmes, de 2009). Y una serial televisiva de la BBC, Sherlock. En dos temporadas de tres capítulos de una hora y media planta a la pareja de luchadores contra el crimen en el Londres actual, a la vez audaz y respetuosa, en porciones que se mezclan explosivamente.

CIMIENTOS DEL MITO. La vida continuada de la pareja de personajes reside en su carácter de mito viviente. Siguen actuando con la misma fuerza que en su primera aparición los relatos cortos, reeditados sin cesar. La pareja del "consulting detective" y el médico memorioso un poco cojo que luchó en Afganistán ha llegado a compararse a menudo con la del Quijote y Sancho Panza. En ambos casos solo alguien que no ha leído sus historias puede darle más importancia a uno que al otro. El envejecimiento de la célebre serie de películas realizadas entre 1939 y 1946 por Basil Rathbone (excelente como Holmes) se debe a que quien encarnaba a Watson (Nigel Bruce) era un comediante de tercera categoría, sin el menor espesor.

Michael Chabon, narrador estadounidense que supo mezclar como pocos el relato popular y la novela (en títulos como Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay o El sindicato de policía Yiddish) dedicó un largo ensayo a bucear tanto en la vida de Conan Doyle como, sobre todo, en las razones de incidencia permanente de sus relatos. Después de hablar del autor como chamán, y de las historias como fábulas tranquilizantes, afirma que no fue Poe el inventor del relato policial, sino Conan Doyle.

"Esto es menos un asunto de intención, ideología o efecto", dice Chabon, "que de técnica. Las historias siempre han manifestado una naturaleza en dos pliegues, que derivan su impacto y placer en parte de la diferencia entre la cronología de la historia que se va a contar y el ordenamiento y presentación de esa cronología. Conan Doyle tomó esos dos elementos -bajo la forma del crimen y de la reconstrucción del crimen- y le modificó su ingeniería. Como el constructor del Skidbladnir, la nave de los dioses nórdicos que podía ser plegada hasta entrar en tu bolsillo, o el ingeniero que empaca un millón adicional de transistores en un chip de 3 mm, Conan Doyle encontró el modo de plegar varias historias y el medio adecuado de contarlas una y otra vez dentro de un marco muy compactado, con una ganancia proporcional de poder narrativo. `La banda moteada` y `La aventura de los monigotes` son artefactos de narrar, impulsados a vapor, con piezas de cobre, pero que se cuentan entre los aparatos narrativos más eficaces que el mundo ha conocido".

Eso por no hablar de los dos personajes. Cuando Holmes aparece por primera vez en Estudio en escarlata es un personaje un tanto reseco, pedante, hasta desagradable. Ya "Escándalo en Bohemia", el primer relato corto, comienza como se debe: "Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer". A partir de allí, el hombre delgado, enfurruñado por el aburrimiento, violinista, adicto a la cocaína, genial para la deducción, primer y único "consulting detective", no dejará de crecer. Lo hará porque tiene al doctor y cronista John H. Watson a su lado. Entre los dos, como el Quijote y Sancho Panza, sacarán chispas de sus perfiles contrapuestos, perfectos para encajar de modo dinámico, en un desarrollo permanente de una amistad casi metafísica.

EN MOVIMIENTO. Por su base de producción, el cine y la televisión han sido adaptadores en general bastante torpes, tanto de literatura como de géneros populares escritos. En el caso de Holmes, eso no se debe solo a la mediocridad de guionistas, directores o actores (en tan vasta cantidad de adaptaciones algo inevitable), sino además a la creencia (o apuesta perezosa) de que basta poner a la pareja de personajes en acción para que el relato funcione. En cambio basta zambullirse en algunas adaptaciones para descubrir hasta qué punto eso no es cierto.

Un error común es apostar a una sola línea narrativa fuerte en vez de a la compactación de historias diversas mencionada por Chabon. Ocurre sobre todo con los guiones originales, no adaptados. Un ejemplo reciente es la película para TV de la BBC Sherlock Holmes y el caso de la media de seda (2004), con Rupert Everett como Holmes (a priori atrayente). Tema: adolescentes de alta sociedad son secuestradas y asesinadas, asfixiadas con la susodicha media de seda. A esa hilera de crímenes no se le agregan demasiados hilos adicionales. El guión es de una pereza extrema, al punto de emplear un recurso prohibido en el relato policial, de puro forzado: mellizos.

Un caso opuesto ejemplar es Asesinato por decreto (1979). La pareja de héroes es equilibrada: Christopher Plummer hace de Holmes con convicción, y James Mason de Watson con gusto. Basada en la historia de Jack el Destripador, un sorprendente Bob Clark (cuyo film más famoso sería el cercano Porky`s, 1982) crea un Londres de calles solitarias y deprimentes, presenta cada asesinato con perfiles macabros, y sobre todo lanza hacia el final una teoría que implica a la clase alta y la masonería, con amargura notable.

A lo largo de las décadas hubo incontable sucesores de Conan Doyle, empezando por uno de sus hijos y John Dickson Carr. Uno de los más exitosos fue Nicholas Meyer, con Elemental, Dr. Freud (1974). La idea era ingeniosa: Holmes empezaba a perder contacto con la realidad por el uso de la cocaína. A Watson se le ocurría llevarlo a un especialista en el tema: Sigmund Freud. Aprovechaba su obsesión del momento (el archivillano Dr. Moriarty), haciendo que lo persiguiera hasta Viena, la ciudad de Freud. Dos años después la novela llegó al cine, dirigida por Herbert Ross. El elenco no podía ser más prometedor. No tanto el propio Holmes, encarnado por un Nicol Williamson teatral, un poco sobreactuado. En cambio Robert Duvall era Watson, Laurence Olivier el Dr. Moriarty y Freud nada menos que Alan Arkin. A ellos se agregaba una joven Vanessa Redgrave. La mezcla no cuajaba del todo, aunque fluía como producción americana regular.

Conan Doyle no era bueno creando archivillanos. En el "canon" no puede dejar de percibirse que Moriarty aparece poco, y nunca deja de ser una exagerada figura de cartón, aplastada por adjetivos e imágenes (Napoleón del crimen, araña en el centro de la red del crimen mundial, y así sucesivamente). Nunca llega sin embargo a provocar temor, como si viniera de un folletín arcaico, o de un cómic demasiado moderno. En cambio las figuras paternas siniestras de muchos de sus casos pertenecen al siniestro submundo victoriano del crimen y la estafa. Tienen un carácter abyecto minucioso. Cada uno de esos casos, bastante abundantes ("La banda moteada", por ejemplo) provoca escalofríos de buena ley. En el cine, los Moriarty son una raza maldita, porque heredan a la vez la sobrecarga exagerada y la condición hueca. Pasa hasta en Juego de sombras, el film reciente de Guy Ritchie, y en la propia serie de la BBC, aunque sea el Moriarty más extravagante, y el que muestra una mayor inteligencia. Los Moriarty anteriores suenan incluso un poco tontos, a pesar de sus morisquetas o tonos de voz.

EL ESLABÓN PERDIDO. La vida privada de Sherlock Holmes (1970) iba a ser un film mayor, el más extenso del gran Billy Wilder (Pacto de sangre, Sunset Boulevard, Una Eva y dos Adanes). Duraría más de tres horas. Compartiría el guión con su colaborador clásico (I. L. Diamond), contaría con decorados de Alexander Trauner (el de Piso de soltero) y contaría con una partitura inolvidable de Miklós Rózsa. Actor de teatro, Robert Stephens haría un Holmes muy creíble, entre el humor y la manía, aportando un tono dolido a la última media hora (discretísimamente enamorado y engañado, perdía al fin a su amor). Colin Blakely aportaba un Watson funcional. Pero la zona indiscutible la constituyen el guión y lo visual: se mezclan elementos extravagantes (monjes, enanos, la reina Victoria, el monstruo de Loch Ness, un submarino), se despliegan los paisajes de Escocia con fotografía recordable, y en la primera media hora se satiriza el aura homosexual de la pareja, hecha circular por el propio Holmes en medio del Ballet Bolshoi.

Con muy buen presupuesto, la tragedia comenzó en el rodaje mismo: se perdió uno de los monstruos mecánicos de Loch Ness en una tormenta, y hubo demoras varias. En plena crisis del "cine de estudios", Wilder no se aseguró además el control final del montaje. Hubo grandes cortes, incluido un caso entero (con todos los muebles de una pieza clavados en el techo de un cuarto, alrededor de un cadáver). Con tantos tropiezos no asombra su falta final de éxito económico. En la propia época, sin embargo, la crítica trató bien a la película. Después se volvió legendaria: se oía hablar de ella, pero resultaba muy difícil encontrarla, incluso en las épocas sucesivas del VHS, el DVD y la Internet. En cambio era fácil conseguir la eficaz novelización de Michael y Molly Hardwick en la colección "Los archivos de Baker Street" (Valdemar), un trabajo digno del propio Conan Doyle.

Para algunos la película se convirtió en obsesión. Para el propio Wilder, en una fobia: no quería ni hablar del asunto (en el largo libro de entrevistas de Cameron Crowe, por ejemplo). El periodista y escritor inglés Jonathan Coe difundió sus largas búsquedas en el periódico The Guardian (2005). Primero vio de pequeño la novelización, en un balneario: tenía una tapa "erótica" que lo indignó, como conocedor del "canon". Su padre, como muchos otros antes y después, había descubierto que los cuentos de Holmes eran el mejor aliento para la lectura en su hijo. Tres años después vio la película, muy mutilada, en el canal BBC One. Holmes y Watson le parecieron errados, la historia despareja, pero no pudo olvidarla: se debía a la música de Rózsa, cuya melodía silbó camino a la escuela al día siguiente. La búsqueda de la música fue sistemática y prolongada. Agotado, la grabó de la TV cuando la volvieron a dar, y la consiguió al fin en los 90, época de los CD. También quiso encontrar las escenas perdidas, en el mundo breve de los "laser discs". Con el tiempo se enteró de que el novelista español Javier Marías compartía su pasión (la menciona en Corazón tan blanco). Hoy es posible verla al menos doblada, y sigue siendo una de las mejores adaptaciones de Holmes.

EL SONIDO Y LA FURIA. El inglés Guy Ritchie obtuvo un éxito fulminante con su primer largometraje, Juegos, trampas y dos pistolas humeantes (1998) y repitió parte de la fórmula en RocknRolla (2008): ambas recorrían el submundo mafioso inglés, con un montaje eléctrico, "clipero", y repetían los chistes o situaciones de un nuevo cine "sucio", que tuvo un antecedente en Trainspotting (Danny Boyle, 1996). Snatch: Cerdos y diamantes (2000) se benefició del apoyo de Hollywood (Brad Pitt, Benicio del Toro) y de un mayor orden argumental. Casado por un tiempo con Madonna, la dirigió en dos títulos fracasados.

Cuando decidió adaptar Sherlock Holmes, ya con un peso considerable en la industria, apostó sobre seguro: Robert Downey jr. (él mismo carta ganadora a partir de Ironman, 2008) sería Holmes. Y Jude Law el doctor Watson. A su vez el film basaría su atractivo visual en una hábil reconstrucción digital del Londres victoriano, comparable al submundo de sus films de ambientación actual: rateros, ferias, pordioseros, grandes edificios mezclados con ruinosas fábricas de las afueras, etc. Sobre la idea de un villano conectado con lo Oculto, que sobrevive al ahorcamiento, la idea funcionó, aunque con tropiezos. Por momentos uno veía más que a Holmes al muy talentoso y simpático Downey jr. A su vez Law aprovechaba la volada, y construía un Watson aplomado, tranquilo.

En el segundo título, la reciente Juego de sombras, la tela se descose. El supervillano Moriarty suena demasiado débil en la contención y el rostro acatarrado de Jared Harris. Por su parte Downey jr. cae ya en la caricatura abundante, borrando del todo a Holmes, encantado de muequear disfrazado de mujer, veloz como boxeador, o como insaciable corredor. Por momentos se lo ve cansado. A su vez las buenas actrices (Rachel McAdams, Kelly Reilly y sobre todo Noomi Rapace) terminan bastante desperdiciadas en la marea misógina no solo del clásico Holmes, sino también del propio Ritchie.

El agujero principal, sin embargo, es la forma de narrar. En algún momento se comentó que Ritchie había convertido a Holmes en hombre de acción. Sin embargo nunca dejó de serlo. Todo el "canon" narrativo está saturado de escenas de vigor físico. Más bien Ritchie le dio la histérica velocidad de crucero de un ídolo de cómic de superhéroes. Escenas muy logradas en sí (una larguísima secuencia en un tren) brillan solas, en relación mínima con el argumento general. La acción se despliega en toda una Europa a punto de entrar en guerra, acercándose en más de un sentido a algunas adaptaciones recientes de superhéroes de la Marvel (Capitán América, por ejemplo). Y Ritchie agota su recurso favorito: gente o vagones o tanques de guerra corriendo con gran estruendo de bombas y disparos, que de pronto entran en cámara lenta, y después aceleran, y vuelven a correr en cámara lenta, y aceleran, etc., hasta que al espectador le cuesta reenganchar el argumento, incluso los personajes. El film funcionó en la taquilla, así que habrá tercera parte. Tal vez Jude Law se anime y sea Holmes él, y haya un Watson sorpresa, mientras Downey jr. descansa de sus dos productivas franquicias (Ironman y Holmes) en alguno de esos films "menores" para la industria, donde brilla como actor.

AHORA MISMO. La película de Ritchie funcionó económicamente. La serie de seis capítulos de BBC One dados a conocer en dos temporadas de tres (una entre julio y agosto de 2010; otra en enero de 2012) impactó sobre todo en la enorme masa flotante de adictos a los relatos y el mundo de Conan Doyle. Los dos personajes fueron traídos a hoy mismo, siempre en la calle Baker, pero con una Londres donde domina la nueva rueda gigante panorámica para turistas, junto al Big Ben. El papel de Holmes fue cubierto con rapidez: Benedict Cumberbatch. En cuanto a Watson fue al fin Martin Freeman. Buena parte del equipo tenía relaciones con la serie Doctor Who, empezando por sus creadores, Steven Moffat y Mark Gattis, expertos en el "canon" de Conan Doyle.

De allí proviene la mezcla perfecta de datos, frases y guiños de los relatos originales con la renovación intensa de detalles argumentales y visuales. Adela Adler, por ejemplo, también se dedica al espionaje, pero es además "dominatrix". En otros casos la realidad ayuda: la guerra con Afganistán estaba en la época victoriana, y sigue estando hoy, como dato central anterior en la vida de Watson. El Holmes de Cumberbatch es delgado, insoportablemente "superior", ambiguo hasta la androginia, de una velocidad de pensamiento, razonamiento y habla fuera de lo común, rozando la "sociopatía". La química con Watson es perfecta: por suerte Martin Freeman evita el enfoque "gracioso" y más bien se muestra estólido, con una tenacidad que le va ganando espacio. El final del primer capítulo ya los muestra definitiva y paradójicamente amigos.

Todos usan celulares, y cuando suenan, los mensajes aparecen flotando en el aire con nitidez, sin necesidad de cortes. Watson va dando a conocer los casos en su blog, y llega a tener más fama que el propio Holmes. A su vez esos casos suelen ser absorbentes: el primero ("Estudio en rosa", en vez de "Estudio en escarlata") se relaciona con una serie de suicidios, en realidad asesinatos. La pulseada final con el asesino es memorable, y recurre a un truco de Chesterton para pintar a un hombre "que nadie ve". El tercer capítulo enfrenta a Holmes y Moriarty por primera vez.

No todos tienen el mismo nivel. El dedicado al "Sabueso de los Baskerville" empieza bien, pero se vuelve complicado y contradictorio. El sexto capítulo, hasta ahora final, reescribe y retuerce con maestría la anécdota de "El problema final", cambiando las líquidas cataratas por un sólido edificio y calles de cemento. No parece haber forma de volver atrás, incluyendo una visita emocionante de Watson a la tumba de su amigo, pero un paneo revelador de la cámara muestra que nada está dicho del todo aún.

Tomados en conjunto, filmados con una fotografía ubicua de colores nítidos, sumergidos en la "salsa" digital y mediática escandalosa de hoy, cruzando viejos y nuevos tonos del crimen (hay chinos malos, circos siniestros, asesinatos mediante grafitis), la serie se ha impuesto con pleno derecho a través de esa media docena capítulos. Confirma la solidez de la TV inglesa en el plano muy competitivo de las series de hoy, e invita por su origen -la BBC- a que el canal 5 las pase en Montevideo. Con su frescura de enfoque y su audacia inventiva le ha dado una nueva vuelta veloz al carrusel eterno de Holmes y Watson.

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