por Eduardo Milán
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Conviene de vez en cuando recordar el presente poético en el que estamos. Nada se pierde más de vista hoy en día que el presente real. La atracción de un pasado que parece desaparecer siempre que se lo evoca se vuelve cada vez más difícil. Sobre todo, cuando no se desea un pasado espectral. Ni hablar del futuro: eso que parece una fusión frankensteiniana entre destino y obligación, condena y enajenación anhelada, hace señas desde las rocas como la luz enloquecida de un faro también enloquecido. Poniéndose en barquero —ya que a medida en que el tiempo pasa parece que el único transporte verosímil es la barca de Caronte (o Carón, según decía nuestra Juana de América, abreviando para que no se le desmidiera el verso: “Carón, seré un escándalo en tu barca”)— se diría que esas luces mienten y conducen a un panorama romántico digno de Coleridge en “La balada del viejo marinero”: tétrico, patético, fatal e irreversible. Volviendo, la poesía parece haber entrado en una estabilidad sospechosa para quien también haya entrado en la poesía como en el territorio de la sospecha, territorio de la crítica por definición. Entendemos —al contrario de la física— que el territorio de la “estabilidad” es el mejor de los territorios posibles. “Estabilidad política”, “estabilidad económica”, o, ya lanzados al abismo de lo heurístico, “estabilidad psíquica” —y otras estabilidades que sí son sintagmas más que sospechosos y dignos de cualquier verosimilitud. Pero no, en todo caso, para la poesía. No por lo menos para lo que pudo haber aprendido alguien nacido a mediados del siglo XX con el pleno eco todavía vibrante de las vanguardias estético-históricas —el mayor intento de transformación del arte de la historia de Occidente. Y lo que se aprende cuando se nace por allí es que la poesía florece en la precariedad, en la inseguridad y en la crisis. Ahí encarna en su dimensión heroica de tabla de salvación: cuando la turbulencia de las “aguas del tiempo” transformada en nube (vaya un sintagma húmedo para esta sequía climática) relampaguea y truena pero no llueve como diría un héroe lírico: Nicanor Parra. Entonces sí, cuando “el desierto avanza” (Nietzsche, el último que cito), la poesía es oasis. Y si no aparece como ese reflejo de náufrago sobre cualquier arena mejor abandonar la lectura.
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