Jorge Gutiérrez
VÍCTOR HUGO (Francia, 1802-1885) fue el exponente más popular e influyente del Romanticismo francés. Su colosal prestigio, pocas veces igualado, abarcó todo Occidente y en Uruguay se estiró hasta la mitad del siglo XX (una señal de sus dimensiones son los numerosos compatriotas que llevan el nombre del escritor). Pero, a diferencia de la mayoría de los románticos franceses —que ya no son parte de la literatura sino de la historia de la literatura—, una pequeña porción (las novelas Nuestra señora de París y Los miserables) de su vasta y multifacética obra sigue estando en contacto con el público. Sólo que no se trata de un contacto directo sino de uno mediado por películas, obras de teatro y versiones para niños. No muchos tienen hoy la paciencia y la tolerancia suficientes para leer ambas novelas hasta el final.
En La tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa (Perú, 1936) intenta un rescate de Los miserables (1862). Se trata de un ensayo dividido en un prólogo y ocho capítulos, escrito con una comprensión inmediata de los procesos mentales del novelista y una contagiosa admiración que no excluye la ironía cariñosa. Se apoya en el texto definitivo de la novela y en ensayos de otros autores, así como en capítulos que Victor Hugo descartó, en especial el enorme y trunco "Prefacio filosófico". El análisis que hace Vargas Llosa de los personajes más importantes de la novela (empezando por el narrador, la invención primaria de todo novelista) y de la expresión en la ficción de las ideas de Victor Hugo acerca de la existencia humana, la historia y la sociedad, apunta a sustentar su tesis acerca de la verdadera intención de Los Miserables, por lo general considerada una novela destinada a atacar las injusticias sociales de su época.
En realidad, la clave del impulso que sostuvo a Victor Hugo en la larga gestación de la obra se encuentra en el descartado "Prefacio filosófico", al que Vargas Llosa dedica el capítulo VII. Este extraño texto, que Victor Hugo trabajó durante un tiempo inusitadamente largo para sus costumbres, muestra que el novelista se propuso algo mucho más vasto que la denuncia social: nada menos que evidenciar la existencia de Dios y el alma en la historia humana. Para ello, hijo de un siglo que creía ciegamente en el Progreso, intentó mostrar en la historia de la sociedad francesa y en la peripecia de Jean Valjean, el ex forzado que acaba transformándose en una especie de santo, "la marcha del mal al bien, de lo injusto a lo justo, (...) del apetito a la conciencia, (...) de la nada a Dios". En consecuencia, aunque la historia central de Los miserables abarca el lapso entre la entrada de Jean Valjean a la ciudad de Digne en 1815 y su muerte en 1833, el texto se ramifica selváticamente en largas historias secundarias, en añadidos históricos y en digresiones filosóficas, sociales y religiosas que poca relación tienen con la trama pero que intentan recrear la vastedad y riqueza del mundo humano, su miseria esencial y su capacidad de redención. Los Miserables es, en otras palabras, una novela total. Más aún: una de las más ambiciosas que se han escrito y un ejemplo de la "congénita vocación de la novela a crecer, a proliferar" y de la tentación (a la que alude el título) del novelista de crear un mundo completo, de ser un dios.
La capacidad de atreverse siempre es una virtud en el escritor y la vastedad y credibilidad de un mundo novelístico son cualidades que despiertan placer y admiración. El único reparo que puede hacérsele a La tentación de lo imposible es el desbalance entre la admiración por el atrevimiento y la vastedad de Los miserables y el reconocimiento de sus defectos y de los problemas de credibilidad que le causan al lector actual. Vargas Llosa tiene inteligencia, oficio y gusto de sobra para señalar todos los defectos de la novela: la hinchazón, la grandilocuencia, el patetismo, el exceso de recursos melodramáticos, la innecesaria complicación de la trama, las digresiones kilométricas, la desambientación que provocan las intervenciones del narrador-Dios, el simplismo con que se describen los problemas sociales, etc. Pero la clara sensación que se tiene al terminar este contagioso ensayo es que para Vargas Llosa Los miserables es uno de los picos mayores de la novelística, un igual de La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov, o Moby Dick. Es su opinión. l
LA TENTACIÓN DE LO IMPOSIBLE, de Mario Vargas Llosa. Alfaguara. Buenos Aires, 2005. Distribuye Santillana. 223 págs.
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Narrativa
LA SOMBRA DE HEIDEGGER, de José Pablo Feinmann, Buenos Aires, Seix Barral, 2005. Distribuye Planeta. 197 págs.
TRES CUARTAS partes de esta novela están ocupadas por la carta que en noviembre de 1948 Dieter Müller escribió a su hijo. En la otra cuarta parte el hijo cuenta la historia posterior de la que fue protagonista.
Feinmann elige para su relato la más rígida, la peor forma de la novela histórica. Müller, personaje de ficción, es discípulo de Martin Heidegger. Filósofo "mínimo", según lo califica el Maestro, Müller desentraña con pasión la obra mayor de Heidegger Ser y tiempo. En 1933 se deja convencer por el discurso que Heidegger pronuncia al aceptar el rectorado de Friburgo y se hace nacionalsocialista. Luego de la renuncia del Maestro, Müller sigue dictando los cursos de filosofía de acuerdo a las órdenes impartidas por los filósofos del Tercer Reich. Durante la guerra, cansado del ejercicio de repetición de la doctrina nazi y puesta bajo sopecha su fidelidad al partido, decide irse de Alemania. Consigue que lo inviten a dar conferencias en París y Madrid y escapa a la Argentina en 1944. Allí, pocos años después, reencuentra viejos camaradas nazis que lo invitan a formar el cuarto Reich, encabezado ahora por Eichmann. Müller se entera entonces de las barbaridades cometidas en los campos de concentración. Antes de tomar una determinación escribe la larga carta a su hijo.
Este tiene a la sazón 14 años. Había nacido en Alemania en 1934 y su madre había muerto al año siguiente. El niño, llamado Martin en homenaje al Maestro, acompaña, por lo tanto, a su padre en la huida de Alemania. En edad de decidirlo el muchacho resuelve ser un gran filósofo para poder llegar a Heidegger y hablar con él de su padre, de la carta caótica que le ha dejado y que quiere ser una explicación del destierro. Lo logra, finalmente, en 1968. Conversa con Heidegger y luego regresa a Argentina. En los años 70 volverá, exiliado, a Alemania.
Hasta allí los personajes de ficción y sus peripecias abreviadas. El telón de fondo histórico y filosófico es abusivo, inconveniente. Feinmann aprovecha su especialidad y utiliza a Müller y a su hijo para razonar aspectos del pensamiento de Heidegger y de las corrientes francesas posestructuralistas. Uno encuentra digeridos conceptos y con cierto atrevimiento hasta se animaría a repetirlos como si los entendiera. Lo mismo pasa con la simplificación histórica. Müller encarna la convicción alemana de los treinta, la humillación sufrida luego de la Gran Guerra y la seguridad de ser lo más puro del espíritu civilizado occidental. No comparte, dice, el racismo de los nacionalsocialistas, pero sí la idea de una grandeza espiritual que pueda poner freno al mercantilismo capitalista, al fariseísmo material. En la vida de Müller cruzan el apogeo y la caída de las S.A., el auge de las S.S. También se asoma la sombra de Hannah Arendt, el fastidio con Sartre a quien considera un repetidor de Heidegger, y su reconciliación con él a través de La náusea, una novela filosófica que Feinmann homenajea con la suya. En la última parte de la carta del padre, y en lo que cuenta el hijo, las referencias a la historia argentina desde el primer peronismo a la última dictadura son vertiginosas: hasta Discepolín comparece con sus preheideggerianas letras de tango y su peronismo final, proclamado en un olvidado programa radial.
La aventura novelesca no es muy atractiva. Las reflexiones filosóficas tienden a lo vistoso. El cuadro histórico es raquítico. El desarrollo interior de los dos personajes, sus incertidumbres, no son muy elaboradas y por lo tanto resultan inconvincentes. Todavía, cierto cambio voluntario de tiempo narrativo en la carta del padre cuando llega a Argentina, más se parece a una equivocación que al desorden con que, dice su hijo, debió haber sido escrita.
José Pablo Feinmann (Buenos Aires, 1943) es, a pesar de lo dicho, un apreciadísimo profesor, ensayista, novelista y periodista.
O. B.
Ensayo
CARTA SOBRE LOS CIEGOS PARA USO DE LOS QUE VEN, de Denis Diderot. El Cuenco de Plata. Buenos Aires. 2005. 151 págs.
A LOS 36 AÑOS Diderot fue a prisión a causa de las primeras páginas editadas bajo su firma. Atrás estaba la carrera religiosa planeada por su padre, un próspero navajero que lo había encerrado en un convento para impedir su boda. En 1749, en la antesala de la Revolución Francesa, subsistía escribiendo por encargo y estaba lejos de la fama que lo llevaría a la corte de Catalina de Rusia. Junto con D’Alembert andaba por iniciar la Enciclopedia, la gran síntesis colectiva de la Ilustración, que condujo durante décadas, entre golpes de censura, mutilaciones, prohibiciones y ediciones clandestinas.
Ya era el librepensador jocundo, que sugiere El libertino, la pieza teatral de Schmitt que reconstruye una fracción posterior de su biografía, y que se vio hace poco tiempo en Montevideo. Se anunciaba entonces una personalidad polifacética, cuyos ángulos de publicista postergaron a un plano menor las delicias literarias de El sobrino de Rameau, los Salones y La paradoja del comediante.
El ensayo epistolar donde imagina cómo viven, piensan y aprenden los ciegos reinstala la vivacidad de aquel hervidero de ideas. El género potencia el aliento artístico de Diderot con un aire de espontánea improvisación que suelta su palabra. La deja volar libre, distraerse y posarse en puntos sugestivos, rescatándola si la digresión pone en peligro la claridad.
Gracias al estilo que recoge la evidencia experimental, los temas duros, —como la crítica al idealismo y la defensa del materialismo empírico racionalista— se vuelven amenos y ágiles. El lenguaje colorido devuelve el atractivo a las especulaciones hoy superadas. El conocimiento del cerebro podría poner en duda, por ejemplo, las suposiciones que en boca de Diderot siguen cautivando, mediante la persuasión didáctica de los cuadros narrativos, biográficos y argumentativos.
El ensayo lanza las ideas y las deja crecer en contacto con las costumbres y el bullicio intelectual del momento. Los médicos, tal vez vestidos de encajes y terciopelos, no se encerraban en un quirófano, sino que experimentaban en medio de un foro de observación y discusión filosófica. Después, la cirugía novedosa de las cataratas se prolongaba en los salones, cuya atmósfera aparece en esta carta, inspirada por esas prácticas médicas.
Las mujeres participaban de la curiosidad avasallante de la hora. Diderot escribe para guiar a una de estas eruditas. Revisando el ensayo en 1782, el filósofo volvió a escribir sobre los contrastes patriarcales de la vida femenina evocando a la ciega feliz y servicial de un hogar burgués. El patético emblema de sumisión y resignación se contrapone con la ceguera masculina más beligerante.
Para dar vida a personajes históricos, Diderot se pone en la piel lejana e hipersensible de los ciegos y crea ficciones deslumbrantes. Como no ven, se pliegan al juicio ajeno de los videntes o lo desafían, indiferentes al poder. En su situación, robo, adulterio y pudor se vuelven experiencias subversivas que impugnan el valor absoluto de la moral establecida, incluso la existencia de Dios, refutada en una escena memorable.
Viéndolos como genios que llevan el alma en la punta de los dedos o seres inhumanos que habitan lo invisible, Diderot interpela de modo perturbador la antigua tradición, —renovada en el siglo XX por Ernesto Sabato y José Saramago— que vio en la ceguera un símbolo de la condición humana.
G. S.