El mundo cabeza abajo

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Elvio E. Gandolfo

LOS RELATOS Y NOVELAS cuentan a veces con una cualidad especial, un poco difícil de definir: la presión narrativa. Además de otros factores (el estilo, la estructura, el tema) la presión de un texto hace que un lector siga hacia adelante sin que haya mayores motivos obvios. Dicho de otra manera: es una cualidad que se nota en especial cuando se trata de relatos que se meten en desafíos incluso absurdos.

A Carlos Rehermann le gusta meterse en camisa de once varas, tanto por el tema, como por el gusto de lo políticamente incorrecto, como en la exhibición explícita de una duda de elección de un género sexual, como en el empleo de un humor grueso, o a veces con aspiraciones mayores. Eso pudo verse a lo largo de una obra de narrador que hasta ahora incluye Los días de la luz deshilachada, El robo del cero Wharton, El canto del pato, Dodecamerón y este 180 de título puramente numérico.

LAS VUELTAS DEL CAMINO. Si se la considera en su despliegue y sus cambios de dirección sucesivos, esa obra incluye hasta ahora un equilibrio entre logros y resbalones. Para volver al tema de la presión narrativa (importante en alguien a quien le gusta variar mucho, incluso dentro de un mismo libro), los dos títulos que la exhiben con claridad son el primero y el último. Los tres centrales, en cambio, pierden por motivos distintos. Uno de ellos es no solo la variedad que no alcanza a levantar presión, sino de cierta indecisión ante los temas, tonos y personajes, como si hubiera una especie de regodeo, de duda entre coqueta y tímida del autor ante su propio texto.

En no muchas páginas, Los días… lograba varias cosas. Por una parte describía zonas de Montevideo hasta entonces imprecisas literariamente, con sugerencia literaria. Por otra, introducía el tema del fracaso sentimental o sexual con sentido del humor. Por último desplegaba un modo peculiar de contrabandear oro que le daba al asunto una dimensión de suspenso que en ningún momento desarticulaba los otros planos. Hasta ahora no reeditado, el libro divertía, preocupaba por momentos (la relación de un amigo ladino, que parece tentado por la necrofilia), y al fin se instalaba en esa región difícil que es la memoria, como una muy buena primera novela.

La misma expectativa abierta hacía más criticables los dos libros siguientes, que parecían dedicarse a temas ya tocados antes, pero ahora con vacilación, hasta con cierto cancherismo improductivo, sin presión narrativa. Tanto El robo del cero Wharton (que incluía el tema del robo de cuadros, que hacía recordar el contrabando de oro) como El canto del pato (donde aparecía la imprecisión sexual, gracias a la posibilidad de impersonar mujeres - u hombres- en Internet) se quedaban lejos de la meta, fuera cual fuese. En vez de acumular una tensión que llevara hacia adelante, el que narra parecía encantado con jueguitos de la imaginación, o hasta con el sonido de su propia voz.

El problema de Dodecamerón era distinto: su gran ambición cuantitativa. Sobre el molde del célebre libro de Boccaccio al que alude el título, tenía una gran extensión, con un barco inmovilizado en el mar, cuyos pasajeros van narrando historias. En todo caso lo que lo unía a los dos libros anteriores era el carácter un poco desinflado (carente de presión) de esos relatos, para colmo interrumpidos con frecuencia, y el agregado de una erudición un poco vana.

EL CASCO Y EL TIEMPO. 180 recobra la presión narrativa que tenía Los días de la luz deshilachada, pero no para levantar un edificio parecido. Ha pasado mucha agua bajo los puentes para el autor (inevitablemente uno lo ve siempre al propio Rehermann impersonando a sus sucesivos narradores). Eso no se refiere a que ahora se trate de un momento de madurez, o que renuncie a ciertos toques que podrían tratarse de juvenilistas. Todo lo contrario. El tiempo lo ha hecho afinar tanto la complejidad argumental, como liberar aún más sus otros rasgos característicos.

La erudición, por ejemplo, aquí condimenta con toques exactos el cuerpo central del relato, que gira, a nivel existencial, alrededor de la mezcla de sexo y violencia que el personaje siente dentro de sí mismo. A punto de emprender un viaje, el texto sugiere (pero no define) el probable asesinato de una mujer. En otro plano, dicho protagonista debe someterse al "experimento Stratton", realizado en la realidad histórica por George Stratton mediante un casco de distorsión sensorial (sobre todo visual), que demostraba que en poco tiempo ese cambio era derrotado por la tendencia del cuerpo y el cerebro humanos a adaptarse a cualquier cosa.

Es probable que Rehermann se haya divertido siempre mucho al escribir sus libros. Pero 180 es aquel donde comunica más al propio lector dicha diversión. Como un Houellebecq local, disfruta insertando situaciones, decisiones y chistes que parecen apuntar contra sensibilidades feministas y otras correcciones políticas. Pero liberado por su propia evolución de narrador, a veces logra arrancar carcajadas mediante el recurso, no tan fácil como parece, de lanzar al paso un típico chiste malo acompañado por un "ja, ja, ja" que refuerza su efecto.

A su vez, cuando el texto ya ha logrado abrir perspectivas diversas (los distintos grados de calentura con distintas mujeres, empezando por aquella que le coloca el casco, la dificultad minuciosa de hacerse cargo de un cadáver, una ráfaga inicial de fantasía y terror nocturno) aparece una segunda parte que multiplica la apuesta.

En efecto: redoblando el "efecto ciencia ficción" del casco de distorsión sensorial, se agrega otro eje, apoyado en el tiempo. El personaje se da cuenta de que vuelve a vivir una situación, con un espacio temporal intermedio que se va alargando. La doble dificultad (describir cómo ve a los que lo rodean con una distorsión visual, volver a escribir casi tal cual un párrafo de una situación que se repite) logra ser mantenida gracias a que el tono de la voz que narra y la presión narrativa siguen manteniéndose activos.

Hay una última pirueta difícil: el texto se separa en tres columnas. El narrador ya lo ha preanunciado. Pero al volverse sobre la propia materia textual, puede llevar a saltearlo, por disgusto automático ante lo vanguardista o experimental. Sería un error (suponiendo un lector que ha seguido leyendo hasta allí, como me ocurrió): en esas columnas hay un cambio temático final importante.

Alguno de esos cambios parece invitar a la relectura en el momento (por ejemplo para comparar un párrafo que parece idéntico y descubrir que sólo cambia el nombre de la mujer implicada). Pero no sé si es necesario. En mi caso volví a leer la novela entera, porque habían pasado varios meses desde la primera vez. Pero retrocedí una sola vez, y fue suficiente. La presión narrativa me impulsaba a seguirla hasta el final, en vez de dejar que interfiriera el chequeo compulsivo.

Como pasa con los buenos relatos, buena parte de la eficacia de 180 (como de París de Mario Levrero, o El juguete rabioso de Roberto Arlt) es inexplicable. En los tres casos puede apuntarse a la presión narrativa.

180, de Carlos Rehermann. HUM, 2010. Montevideo, 174 págs. Distribuye Gussi.

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