Lafcadio Hearn
OCURRE ESTA historia en los primeros años de la dinastía de los yamato, en la época en que los dioses aún caminaban sobre la Tierra de los Juncos, y eran dichosos entre las frescas y ondulantes espigas de arroz del campo.
Había una mujer que era en parte terrenal y en parte celestial. Era la hija de un rey. Era muy hermosa y renombrada. La llamaban Alegría del Mundo, la muy Deseada, la Bella entre Bellas. Era esbelta y fuerte, a la vez misteriosa y alegre, veleidosa pero fiel, amable pero difícil de complacer. Los dioses la amaban, pero los hombres la veneraban.
El nacimiento de Alegría del Mundo ocurrió de este modo. El príncipe Ama Boko poseía una joya encarnada que había pertenecido a uno de sus enemigos. La joya era una ofrenda de paz. El príncipe Ama Boko la depositó en un joyero, sobre un pedestal. Dijo: "Ésta es una joya valiosísima". Y a continuación la joya se transformó en una hermosísima mujer. Su nombre era la Dama de la Joya Encarnada, y el príncipe Ama Boko la tomó por esposa. De ellos nació una sola hija, la muy Deseada, la Bella entre Bellas.
Es cierto que ochenta renombrados hombres vinieron a pedir su mano. Eran príncipes, guerreros y deidades. Vinieron de lejos y de cerca. Vinieron en naves por la Senda del Mar, con blancas velas y remos que crujían, con marineros valerosos y joviales. Cruzaron bosques oscuros y peligrosos para llegar hasta la Princesa, la Muy Deseada; o ligeros, ligeros, bajaron por el puente Flotante con hermosos atavíos y calzado de plata. Todos llevaron presentes: oro, preciosas joyas ensartadas, ligeros atavíos de plumas, pájaros cantores, dulces para comer, capullos de seda, naranjas en un cesto. Llevaron trovadores, cantantes, bailarines y contadores de cuentos para entretener a la Princesa, la muy Deseada.
En cuanto a la Princesa, se quedaba sentada, inmóvil, en su blanco aposento, con sus doncellas alrededor. Riquísima era su túnica, y a cada poco sus doncellas la extendían sobre las esterillas, quitaban las arrugas de sus vastas mangas, o peinaban los cabellos de la doncella con un peine de oro.
En torno al aposento había una galería de madera blanca, y ahí era donde los pretendientes se arrodillaban en presencia de su dama.
Muchas veces saltó la carpa en el estanque del jardín. Muchas veces brotó la flor escarlata del granado y cayó del árbol. Muchas veces la dama negó con la cabeza y el pretendiente se alejó, triste y apesadumbrado.
Y ocurrió que un día el Dios del Otoño quiso probar suerte con la Princesa. Era un joven muy valiente. Ardientes eran sus ojos; el color llameaba en su oscura mejilla. Llevaba al cinto una espada que diez hombres no podían levantar. Los crisantemos de otoño, diestramente bordados, relucían en su atuendo. Nada más llegar, inclinó su orgullosa cabeza delante de la Princesa hasta tocar el suelo, a continuación la levantó y la miró fijamente a los ojos. Ella abrió sus labios rojos y dulces; esperó; no dijo nada..., al final negó con la cabeza. De modo que el Dios del Otoño, cegado por amargas lágrimas, se alejó de la princesa.
Se encontró con su hermano pequeño, el Dios de la Primavera.
—¿Cómo te va, hermano? —dijo el Dios de la Primavera.
—Mal, muy mal, pues la Princesa no me ha aceptado. Es una mujer orgullosa. Tengo el corazón roto.
—¡Ah, hermano mío! —dijo el Dios de la Primavera.
—Es mejor que vuelvas conmigo a casa, pues no tenemos nada que hacer —dijo el Dios Otoño.
Pero el Dios de la Primavera dijo:
—Yo me quedo.
—¿Qué? —gritó su hermano—. ¿Crees que te va a aceptar a ti cuando no ha querido saber nada de mí? ¿Que va a amar las tersas mejillas de un niño y despreciar a un hombre hecho y derecho? ¿Irás a verla, hermano? Se reirá de tu sufrimiento.
—Pienso ir de todos modos —dijo el Dios de la Primavera
—¡Hagamos una apuesta! —exclamó el Dios del Otoño—. Te daré un tonel de sake si la consigues..., sake para la alegre fiesta de tu boda. Si no la consigues, el sake será para mí. Ahogaré mi dolor en él.
—Bueno, hermano —dijo el Dios de la Primavera—, acepto la apuesta. Probablemente ganarás tú el sake.
—Eso creo —dijo el Dios del Otoño, y se marchó.
A continuación el Dios de la Primavera se fue a ver a su madre, que le amaba.
—¿Me amas, madre? —le preguntó él.
Ella respondió:
—Más que a cien vidas.
—Madre —dijo él—, consígueme por esposa a la Princesa, la Bella entre Bellas. La llaman la Muy Deseada; y mucho, mucho, yo la deseo.
—¿La amas, hijo?
—Más que a cien vidas.
—Entonces tiéndete, hijo mío, muy amado, tiéndete y duerme, y yo obraré por ti.
De modo que ella le preparó un lecho para que se tendiera, y cuando su hijo se hubo dormido le miró fijamente.
—Tu cara —dijo— es la más hermosa del mundo.
La madre no durmió aquella larga noche. Velozmente se dirigió a un lugar que conocía, donde la glicina caía sobre un estanque en calma. Arrancó ramillas y zarcillos y llevó a su casa todas las que pudo transportar. La glicina era blanca y púrpura, y habéis de saber que la flor aún no se había abierto, sino que estaba oculta en el capullo. Con ella, haciendo uso de su magia, tejió una túnica. También hizo unas sandalias, y un arco y flechas.
Por la mañana despertó al Dios de la Primavera.
—Vamos, hijo mío —dijo—, deja que te ponga esta túnica .
El Dios de la Primavera se frotó los ojos.
—Un atuendo sobrio para ir a cortejar —dijo. Pero hizo lo que su madre le pedía. Y se calzó las sandalias, y a su espalda colgó el arco y el carcaj con las flechas.
—¿Todo irá bien, madre? —preguntó.
—Todo irá bien, querido —le respondió ella.
Y así fue como el Dios de la Primavera llegó ante la Bella entre Bellas. Y una de las doncellas se rió y dijo:
—Fijaos, señora, hoy viene a haceros la corte un muchachito poco agraciado, vestido de un sobrio gris.
Pero la Bella entre Bellas alzó la mirada y contempló al Dios de la Primavera. Y en el mismo momento, la glicina con que iba ataviado comenzó a florecer. El joven quedó perfumado, vestido de blanco y púrpura de pies a cabeza.
La Princesa se alzó de sus esterillas blancas.
—Señor —dijo—, soy vuestra si me queréis.
De la mano fueron los dos a ver a la madre del Dios de la Primavera.
—Ay, madre mía —dijo éste—, ¿qué voy a hacer ahora? Mi hermano el Dios del Otoño está furioso conmigo. No quiere darme el sake que le gané en la apuesta. Mucha es su cólera.
Quiere quitarnos la vida.
—Tranquilízate, hijo querido —dijo la madre—, y no temas.
La mujer tomó una caña hueca de bambú, y en la parte hueca puso sal y piedras; y cuando hubo envuelto la caña con hojas, la colgó sobre el humo del fuego. Dijo:
—Las hojas verdes se marchitan y caen. Lo mismo has de hacer tú, mi primogénito, el Dios del Otoño. La piedra se hunde en el mar, y tú también te has de hundir. Debes hundirte, debes extinguirte.
Y así acaba el cuento, y todo el mundo sabe por qué la Primavera es lozana, joven y alegre, y el Otoño lo más triste que hay.
El autor
LAFCADIO HEARN (Grecia, 1850-Japón, 1904), tradujo al inglés a Flaubert y Anatole France. Durante su estadía en Japón se convirtió al budismo y tomó la nacionalidad nipona. Escribió libros de viajes y novelas, entre los cuales destacan Chita (1889), Youma (1890), y Kokoro, Impresiones de la vida íntima del Japón (1904).