Mercedes Estramil
LO QUE CARACTERIZA el cine hipermoderno no es tanto la violencia cuanto su hiperbólica elefantiasis: frases de este estilo circulan generosas por La pantalla global, lo que puede dar una imagen por demás compleja de su contenido. Que es simple. Se trata de un libro publicado en 2007 por una vedette del pensamiento francés: Gilles Lipovetsky (1944), profesor de filosofía y analista crítico de la sociedad actual, autor de una docena de ensayos provocativos e ingeniosos, escritos en solitario o en colaboración (La era del vacío, La sociedad de la decepción, El imperio de lo efímero, La felicidad paradójica, etc.).
Notorio por su estilo taxativo y glamoroso, oscuramente divertido a veces, pesado en la reiteración e indeciso en los pronósticos, pero más accesible que Baudrillard o Žižek, Lipovetsky le ha dado nombres a esta época y a sus cambios, interesándose por asuntos como la moda, el lujo, la democracia, la publicidad, el erotismo. Definió la "era del vacío", allá por 1983, como una etapa de la civilización regida por el individualismo y el consumismo, por la diversificación de la oferta, y la omnipresencia de la "seducción" como regla de intercambio social. Mostró cómo a través del consumo el individuo busca satisfacer sus deseos para escapar de la decepción, y cómo tal escapatoria es imposible, toda vez que el horizonte provee deseos de forma continua. Más tarde se alzó contra el término "posmodernidad" para proclamar en su lugar una permanencia de lo moderno pero más complejo, exagerado y paradójico que nunca. La visión es hedonista pero no termina de ser positiva. El hiperconsumidor individuo hipermoderno no logra sentirse feliz y lo sabe, y todavía no sabe qué hacer con esa información, excepto continuar la escalada consumista.
El cine, como arte por excelencia desde el siglo XX, participa de ese proceso, multiplicando las opciones desde la industria y la tecnología, y acompañando la caminata emocional del espectador. La pantalla global. Cultura hipermediática y cine en la era hipermoderna, escrito en colaboración con el crítico de cine Jean Serroy, se construye como respuesta a una pregunta implícita: ¿está muriendo el cine?
La respuesta es un gigante, mega, hiper, súper NO. Que, en el reino lipovetskiano de las paradojas, también se podría leer como un SÍ. Si no ahora, dentro de algún tiempo.
CUATRO EDADES. Para Lipovetsky y Serroy el séptimo arte ha superado cuatro etapas vitales. La primera reflejaría una modernidad primitiva y se correspondería al período mudo, a la época de los descubrimientos técnicos y el surgimiento del estrellato. Una segunda iría de 1930 a 1950, con la consolidación de un cine clásico que privilegia la claridad narrativa. Es la época del sonido, de los grandes estudios, y de la pantalla como el destino por excelencia del ocio ciudadano. Una tercera instancia abarcaría hasta bien entrados los setenta, acompasando una modernidad vanguardista con varios focos geográficos: el free cinema inglés, el novo cine brasileño, la nouvelle vague francesa, etc.
La cuarta, a partir de los ochenta, es la de la era hipermoderna, el cine sin fronteras circulando por una pantalla que le sube un punto a la "pantalla total" de la que hablaba Baudrillard: ahora es "global". Las grandes salas de cine se convierten en complejos de mini-salas, el espectáculo hollywoodense sigue atrayendo espectadores pero el grueso de los films abandona la cartelera en pocas semanas. Sin embargo, el cine invierte y factura en cifras millonarias. Y sobrevive en multiplicidad de pantallas -televisor, celular, computadora, estadio de fútbol, etc.- que llegan a todo un disperso o conectado mundo.
Ya no se habla del viejo espectador de cine que quería soñar, sino del hiperconsumidor que quiere "sentir", ser sacudido por lo que sale de la pantalla (en un torrente de sensaciones que paradójicamente lo hermana con aquel primitivo espectador que huía cuando el tren se le venía encima; el de ahora no huye, desea el impacto virtual). Para proporcionar esto es que el cine se orienta a ofrecer cada vez "más": películas de más duración, con más violencia, más sexo, más velocidad, más ruido, etc. El cine hipermoderno tiene "horror a lo poco", se nutre del exceso. Es el cine "de lo multiforme, de lo híbrido, de lo plural", en el que la autorreferencia y los múltiples niveles de lectura son moneda corriente. Se acerca al espectador sensorialmente, a la vez que le facilita tomar una distancia intelectual del mecanismo de la ilusión. Se trata de un cine que lo muestra todo (van cayendo los tabúes sexuales, fuera del circuito porno; la marginalidad extrema y las enfermedades aparecen crudamente en la ficción, fuera del circuito documental y de denuncia), lo revisa todo y lo dice todo. Y ya no tiene su sede en Hollywood, en parte porque Hollywood ha llegado a todos los lugares y ha atraído Como un imán al mundo. Es larga la lista de cineastas foráneos "atrapados" que menciona el libro: Verhoeven, Hallström, Minghella, Noyce, Jeunet, Shyamalan, Salles, González Iñárritu, etc.
Es de esta última etapa, signada por la diversidad, que se cita el mayor número de films (con una buena entrada para las producciones francesas) de los más de quinientos relevados para ejemplificar lo que Lipovetsky y Serroy afirman, que el cine vive y se expande en todas direcciones.
PARADOJAS. Tanta es su expansión que no hay tema ni lugar que le sea ajeno, ni macro ni micro: el mundo y el Yo están en la pantalla, la carne y el espíritu, la globalización y la aldea, el entretenimiento y la reflexión. El cine hipermoderno contiene también la crítica a la hipermodernidad. En ese renglón de films "reflexivos" sobre los males del neoliberalismo, el capitalismo y la globalización, junto a El señor de la guerra, de Andrew Niccol, Diamante de sangre, de Edward Zwick o El jardinero fiel, de Fernando Meirelles, los autores ubican Corazón de fuego, del uruguayo Diego Arsuaga. Desde luego ese hipercine crítico es reabsorbido al instante, en cuanto un nuevo objeto de deseo se genere desde la pantalla. Pero además, la lectura irónica y desconfiada de la hipermodernidad puede llegar a ver como engaño la denuncia, así como un tradicional "happy end" se leerá como un clisé.
Lipovetsky y Serroy parecen encantados con este mundo de combinaciones múltiples y paradojas sorprendentes. Nunca el cine retrató la insatisfacción y el fracaso como en estos tiempos en que la obtención de la felicidad parece cuestión vital. El narcisismo coexiste con la extrema vulnerabilidad, la frivolidad y la preocupación por los "derechos humanos" se dan la mano, el anonimato y el "star-system" caminan juntos. En definitiva, es el mundo de la televisión. El ogro que antaño prometía asesinar al cine y que, lejos de aquellos pronósticos, se ha nutrido de él y lo ha alimentado. De las pantallas chicas se ocupa la última parte del libro, señalando que la televisión ha formado nuevas generaciones de cineastas, ha acortado tiempos de rodaje, ha atraído a grandes directores y a aquellos que no manejan grandes presupuestos. La digitalización, por otro lado, ha permitido que prolifere el espectador-artista; desde una cámara de fotos o un teléfono celular, cualquiera puede filmar, sentirse autor, sentirse estrella. "Filmo, luego existo" es la nueva lógica cartesiana de la democrática hipermodernidad. Y también "soy filmado, luego existo". Ahí están, si no, los realities, fabricando un star-system de cartón para aspirantes anónimos a un brillo pasajero. El cine (o mejor, su espíritu, en cualquier formato) sigue fabricando más que sueños. Cinematiza el mundo, induce comportamientos, hace que la vida, para bien y para mal, lo copie; fabrica realidades.
LA PANTALLA GLOBAL. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna, de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy. Anagrama, Barcelona, 2009. Distribuye Gussi. 352 págs.