por Daniel Morena
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Primero fue la música, la lectura de los beatniks, las ilustraciones, el desapego a la formalidad, “a la corbata de la poesía uruguaya”, un rechazo a los sellos editoriales clásicos, a las colecciones estipuladas con un diseño único, diagramado de una vez y para siempre. Con una impronta desafiante —“el joven que no es radical está equivocado”— hacia los años setenta salta al ruedo el rupturista en ciernes. Al principio hubo también canciones “muy malas (totalmente olvidables)” compuestas para tocar entre amigos, y un temprano deslumbramiento por las tapas de los discos. “Sin saber que aquello era diseño, me pasaba las horas mirando carátulas de Jimmy Hendrix, Led Zeppelin, Jethro Tull. Al paso del tiempo, tuve la fortuna de diseñar tapas para los que fueran mis ídolos de entonces: Rada, Mateo, Urbano, Viglietti, Diane Denoir.” Los referentes literarios en español pasaban por el circuito Boedo-Florida, con Oliverio Girondo, Nicolás Olivari, González Tuñón, y en el círculo de la poesía uruguaya “que me parecía toda una porquería”, por Cristina Carneiro y su libro Zafarrancho solo (y algunos “poetas sin corbata”, caso Buscaglia y Macunaíma). También cabe recordar la lectura de los malditos franceses, sobre todo Baudelaire y Rimbaud.
La inspiración. Su libro inaugural de poesía, Ciudad de las bocas torcidas (1980) (1), surgió como fruto de las lecturas periféricas durante la época oscura, un derrotero de locales sindicales, clubes barriales, parroquias y cooperativas compartido con artistas del canto popular, un periplo militante que desde la poesía cultivó un pilar secreto contra la dictadura, y no tan secreto. Hacia 1982 se funda Ediciones de Uno, sello de alta implicancia social con cerca de cien libros publicados e integrado por un comité editorial de lo más variado, desde ex presos políticos, poetas concretistas, cultores del lunfardo y el rocanrol hasta filo-académicos de la última hora. “Las discusiones estéticas eran eternas. Proveníamos todos de escuelas literarias distintas y a veces nos encarnizábamos y terminábamos peleados a muerte.” Las plaquetas de Uno (poesía en formato plegable) y la publicación de autores hasta entonces desconocidos en nuestro medio (Tranströmer mucho antes de ganar el premio Nobel (2), por ejemplo) fueron una experiencia innovadora, una exploración gráfica y editorial que en tanto tal se convertiría en el modus operandi de los proyectos editoriales del futuro Yaugurú. El Maca fue también lector (selector) de YOEA, casa editorial que tuvo su auge hacia los años 90. “La modalidad comercial de YOEA era la venta por valijeros, estudiantes que recorrían el país vendiendo libros y así se sustentaban. Se publicaba en general una literatura accesible, de consumo más o menos rentable, y yo recomendaba. A veces, en lo que me consultaban, hacía pasar libros de contrabando, más allá del estándar. Así sucedió con Íntima de Roberto Appratto, que no tiene un punto y aparte, o Amanecer en Lisboa de Felipe Polleri, un libro lindísimo. Me di el gusto de pasar algún volumen de cuentos de Leo Maslíah, y muy especialmente una novela de Gabriel Vieyra, Lautréamont S. A., cuyo protagonista consigue trabajo en una funeraria y el dueño, un sepulturero obeso, para meter un muerto gordo en el cajón, se le sienta arriba, le salta hasta que le rompe los huesos y lo entra a prepo. El protagonista es poseído por el espíritu de Lautréamont y lo mandan al manicomio. Allí conoce a Fernando Pessoa, Macedonio Fernández...” y al menos se salva de Benedetti.
Lo propio. A nivel personal, la poesía del Maca se ve representada por más de quince libros, y el denominador común del año 80 acá es la plasticidad gráfica del objeto poético. Su obra permite así una lectura o interpretación como mínimo en dos planos: el semántico y el formal. Curiosamente, al intentar huir de la prisión formal de los volúmenes clásicamente diagramados (ese impulso primero) la opción alternativa que va decantando es una ramificación de la forma, al punto vertiginoso de que cada uno de sus libros tiene la suya propia. Al fin y al cabo, la escritura es una alquimia de símbolos, y la metamorfosis para hacer fugar los signos de un patrón único ha ido engendrando en él estadios parcialmente sustitutivos. Es decir, la ruptura con el diseño editorial establecido fue llevando al autor a un grado exponencial del mismo arte de la forma, y la cualidad proteica de su creación corre no sólo para la poesía propia sino para sus poetas editados. Cada autor (a la fecha más de 400 títulos componen el catálogo de Yaugurú) tiene un libro con su propia trama formal, una diagramación única, un libro de medidas, colores y tipografías diversas. “El discurso de identidad no tiene por qué pasar por la ‘igualización’. Lo que es común en Yaugurú, es que todos los libros son distintos.” Y elaborados por un artista que antes que nada empatiza con el texto, y sobre todo con el poeta. A partir de entonces, se remanga y empieza un tratamiento especial de la obra, una especie de curaduría según cada discurso le sugiere. Respecto a la composición literaria propia (aunque en el caso de un arte oceánico como el suyo, lo propio también se materializa formalmente en el libro ajeno), toma diversos caminos, y al menos tres son clasificables según su origen. Libros que surgen a partir de una idea estética en el aspecto formal, es decir a impulso del objeto prefigurado en el diseño. Es el caso de Sobras completas, de 1986, un libro dividido en secciones diferenciadas según heterónimos (poeta contemplativo, poeta comprometido, etc.) y que recuerda no poco a Pessoa y los suyos. Libros a partir de textos puros, por ejemplo la novela Zafiro (1989), sin pretensión formal. Libros cuya expresión surge simultáneamente entre forma y texto, como el caso de Tipografía, poemas & polacos (2001), tal vez su obra mayor. También cabe resaltar el influjo constante del humor, a veces paródico, a veces disparatado, nunca olvidable, e incluso ya desde los títulos: Lengua a raz, (en)AJENA/ACCIÓN, M (textículos & contumacias), Tipoemaca, Patria y otros poemas electOrales, Aquí debería ir el título.
Un ida y vuelta. El diseño, que hoy se estudia en licenciaturas, tecnicaturas, cursos de una semana o un día, por los años 70 se aprendía a la interna de la imprenta. Entre retazos de papel, recortando, pegando, armándolo todo en collage se iban haciendo los moldes que terminaban en afiche, en volante, en libro. “Viendo componer libros, aprendí a hacerlos. Le debo mucho a Antonio Dabezies”. Esa fue la escuela del Maca, que se le da también y tan bien junto al don del juego. “Lo que hago me divierte”; y lo renueva. Al paso de los años, con el advenimiento de la digitalización ha ido explorando nuevos elementos técnicos, enriqueciéndose a partir de la informática, un complemento que le permitió finalmente un puesto decisivo en la cátedra de diseño de la universidad ORT. La esencia lúdica fue convirtiéndose en móvil para sus alumnos. “A veces, los padres me preguntaban si los hijos estarían asegurados con una carrera de diseño. Yo les decía que si eran felices haciéndolo, sí. Que tal vez podrían dedicarse a otra cosa, y hacer más plata, pero que haciendo otra cosa tal vez no la pasaran bien… ¡Y toda la plata se les iba a ir en psicólogos! Traté siempre de trasmitir eso. La felicidad de la vocación”. Hoy, ya retirado de la docencia, descree del rumbo netamente empresarial que fue tomando la ORT en su área. Como maestro, recuerda haber insistido en diversas ramas de la historia del arte, enseñado a las generaciones los pilares de la revolución tipográfica de Occidente. La invención del alfabeto fenicio; Gutenberg y la imprenta; la Macintosh, que permite crear tipos gráficos propios, tal como atestigua una fuente creada por él mismo. “Una letra quebrada, diseñada para un disco de melodías quebradas: Canciones propias, de Fernando Cabrera.”
El diferencial. Acá y allá, en librerías de distintas latitudes, un anaquel de poesía podrá exhibir colecciones muy elaboradas y de muy meritoria uniformidad. Ya a través del color, ya de las portadas, ya de los tamaños, ya la presencia constante de un mismo ilustrador dará la impronta a la identidad del sello. Un libro de Yaugurú nunca será similar a otro, y aun teniendo ilustraciones del Maca. Podrá suceder que el exceso de diseño, acaso como afectación premeditada, en ciertas ocasiones condicione la lectura fluida. Las tapas pueden estar pensadas bajo la búsqueda deliberada del efectismo, una exacerbación de la forma que hace del título un caligrama o un acertijo, llamando la atención mediante la dificultad a primera vista, reclamando si no una doble lectura, al menos triple. Lo cual puede jugar a favor o en contra del texto, pero nunca en neutro. (Alguien dirá con razón: es un acto de afirmación de la poesía, por tanta visibilidad ninguneada). De hecho, este desborde de originalidad se refleja en un gesto adrede de la apenas legible tipografía inicial del logo de la editorial. En 2002, en plena crisis económica, el logo de Yaugurú irrumpe en el mundo del libro como una broma conceptual del Maca. “Todo estaba patas arriba. Yaugurú es el anagrama de Uruguay, al revés. Batlle tenía el país en venta y yo inventé una fuente que es un código de barras.” Faltaría decir Clinc, caja. Pero tampoco el verso es rentable. Como dijo un poeta para siempre, “La poesía no se vende porque no se vende.” Un aforismo que se cumple religiosamente en cualquier época. Es un arte cuyo decurso deja a la buena de Dios a creadores de primera línea, y que unas pocas casas editoriales aun levantan (véase Noche cerrada / En un país de la memoria de Susana Soca (3)). Algunas, como las asociadas a fundaciones literarias, cuentan con fondos de diversa índole. Otras, como Yaugurú, trabajan con ediciones de autor, aunque no solamente. La publicación de Athena Farrokhzad (4), una poetisa iraní radicada en Suecia, la publicación de clásicos de culto (Alcools, de Apollinaire, Antología de poetas beat, o un volumen de Rimbaud de próxima aparición —con la yapa de ser traducciones en el español nuestro de cada día y no castizo) constituyen apuestas estéticas inusitadas en el mercado editorial de lengua castellana. Sólo alguien que se dedica a materializar poesía hace medio siglo se lo puede permitir. Bajo una premisa que concilia el arte, el oficio y la gratitud: “Cada libro es un desafío, tiene su propio discurso, eso que lo hace único. Yo ayudo a darle un marco a eso esencial. Y me pagan por hacer lo que me gusta. Soy un privilegiado.”
NOTAS:
(1) Editado en forma conjunta con Vidrio para cronomapas de realidades nuda, de Agamenón Castrillón. (Edición de los autores).
(2) El bosque en otoño de Tomas Tranströmer. Ediciones de Uno, 1989. Traducción de Roberto Mascaró.
(3) Yaugurú, 2010. Colección Rescate.
(4) Blanco de blanco, de Athena Farrokhzad. Yaugurú, 2020. Traducción de Lalo Barrubia.