Arte en los bares

Con Daniel Santoro, el artista que inmortalizó las tertulias de los bares de Buenos Aires

María Moreno es el icono de esos dibujos, su figura se advierte en casi todas las obras

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Daniel Santoro foto Gustavo Cantoni Museo Nacional de Bellas Artes.jpg
Daniel Santoro
(Cantoni Gustavo/ Museo Nacional de Bellas Artes)

por Fernando García
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Daniel Santoro (1954) interrumpe el comienzo de esta charla que debió ser en un bar. En rigor, los setenta cuadernos que lo rodean en el oscuro escritorio de una casa de 1897 en el barrio de Congreso son el resultado de su trabajo en bares. El texto que pide leer, la interrupción antes de seguir en la dinámica de preguntas y respuestas, también es una consecuencia de su deriva por los bares de Buenos Aires. Aquellos cuyas escenas y personajes plasmó en la exposición Bares, milagros, inundaciones (galería Palatina) donde el iconógrafo del peronismo puso su tema en pausa para resguardar de la extinción a un tipo de arquitectura y sociabilidad porteñas.

El texto que pide leer está dedicado a la periodista y escritora María Moreno, cuya figura se advierte en casi todas las obras de esta serie:
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Con María nos conocimos porque frecuentábamos los mismos bares. Me llamaba la atención su figura icónica que se destacaba entre esa masa de parroquianos, hábiles conversadores nocturnos (…). Sartreanamente diríamos que somos lo que los bares hicieron con nosotros. Un bar en la esquina como era La Paz, es un panóptico y, parafraseando a Petrarca, una especie de monte de la purificación. Un lugar ideal para la contemplación meditativa del mundo. La permanencia continuada allí nos lleva a una epifanía paradojal que consiste en no querer saber demasiadas cosas.

 

—¿Usted conoció a María en el La Paz, entonces?
No, en el Saint Moritz.
—Es un lugar encantado. Da la sensación de que se está en el lobby de un hotel que no existe…
Tiene la particularidad de que en el piso de arriba está el atelier porteño de Carlos Alonso y de que cuando empecé a ir a fines de los 70 solía verlos a Borges y a Bioy juntos en la mesa de la esquina. Es uno de los bares que más me gustan para trabajar por cómo le pega el sol en la mañana. Poner un bar y que salga bien es algo muy difícil. Que un bar tenga su personalidad es casi un milagro, algo que sucede muy de vez en cuando. El Saint Moritz está en el circuito que empieza en el Florida Garden y tiene su extremo norte en La Biela. Aunque nos conocimos ahí, María funcionaba en el algoritmo de la calle Corrientes y no tenía nada que ver con este otro. Las cosas que sucedían en cada uno de los circuitos eran totalmente distintas.

 

Más del gran cuaderno de tapas negras leído por su autor:
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Pensemos que algo parecido a lo que hoy llamamos redes sociales se extendía a lo largo de la avenida Corrientes y sus alrededores. Por ejemplo, lo que decían por la mañana Luis Gusmán, en una charla con (el sociólogo) Eduardo Gruner, en la Ouro Preto, por la tarde se refutaba en La Paz en una acalorada discusión entre David Viñas y Horacio González y a la noche, tarde, el algoritmo peatonal llevado por María llegaba a La Giralda y ella con Miguel Briante terminaban esa discusión en un desguace desconcertante consumiéndola con ironías y alcohol. Al otro día los ecos de la controversia eran cartoneados en las mesas militantes de los 36 billares. Si una noche se conseguía un lugar en una mesa en Gandhi, por ejemplo, y por fortuna estaban allí María y (el psicoanalista) German García, uno se iba creyendo que lo entendía todo y que Lacan, al fin, había entregado su secreto. Claro que el efecto duraba hasta la próxima mesa, con otras opiniones y todo volvía a oscurecerse.

En las paredes de la galería Palatina María Moreno, su inconfundible flequillo rubio, transita el circuito de la ficción visual de Santoro. Es un punto saliente de esta serie: aquella mujer entre varones, tal como lo relata en su magnífico libro Black Out, un artefacto narrativo andrógino (por su indistinción entre crónica, ensayo, novela, memoria) donde los bares se leen como extensiones de las redacciones, las editoriales y la cama misma. Feminista avant la lettre, Moreno fundó en los 80 Alfonsina, la primera revista de género de la Argentina donde hizo firmar a todos sus contertulios con nombres de mujer.

Sigue leyendo:
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Podríamos decir que María fue también una primitiva influencer, con ella conocimos el placer de la interlocución, el goce de la palabra deberíamos decir (…). No lo sabíamos, pero esa era nuestra vida alegre a pesar de que María con empeño artesanal supo demoler nuestras ilusiones de totalidad, tanto las sexuales como la del peronismo.

 

—¿En qué momento se sumó usted a estos circuitos de bares?
En los años 80 o quizás un poco antes pero no como artista sino como militante en los 70.
—¿Cuáles eran los bares de la militancia?
Los 36 billares eran la base operativa porque casi todo el peronismo andaba dando vueltas por ahí a la noche. El La Paz, en cambio, era más de la izquierda. Yo era muy chico y también frecuenté La Giralda donde se discutían las películas de Pasolini. De los bares legendarios de los 60 solo quedaba entonces el café Ramos.
—Ese algoritmo era más bien de izquierda…
Sí, absolutamente. Nosotros estábamos ahí para discutir con ellos.
—Y el algoritmo norte estaba más con las vanguardias…
Tenía carácter más irónico y cínico. Era todo lo que a nosotros nos molestaba con Federico Manuel Peralta Ramos y Facundo Cabral. Teníamos una mirada opuesta al punto que se reían de nuestras discusiones.

—Más allá de los circuitos y los personajes esta serie está registrando la extinción de un tipo de bar de Buenos Aires con características propias.
Sí, porque aún los que sobreviven están solapados o ya no cumplen su función. El Británico en San Telmo fue la terminal sur del circuito Corrientes. Horacio González prácticamente lo atendía en una época. Pero es un bar de confines por eso lo transformé en “La isla de los muertos” en mi obra. No hay más ciudad después. Los que van sobreviviendo se convirtieron para mí en bares de trabajo de ocupación matutina. Aquellos que pinté eran lugares de tertulia. Sin embargo, mis setenta cuadernos fueron hechos en bares, yo necesito estar ahí para poder volcar estas cosas. Cuando uno está apenas despierto y tiene la atención flotante. La ciudad se pone en movimiento y uno ve por la ventana del bar y atrapa cosas. En esos momentos es que sucede la epifanía. Yo suelo meditar antes de sentarme en los bares y entonces llego en un estado de suspensión. David Lynch ha escrito algo muy lindo sobre eso, sobre lo que pasa sobre el papel en esos estados: “Hacer un dibujo es recordar lo que no se ha visto”.

El chino de Borges.
—¿Qué situaciones atesora de su trabajo en los bares?
Luego de un viaje a Singapur quedé fascinado con la caligrafía china y me metí en ese mundo. Una mañana estaba en el La Paz tratando de hacer algo frente a la ventana y pasa un chino. Pero un chino de cuello mao, como uno de los de la nomenklatura, muy de fines de los 80. Y mira, y me hace una señal de ok, de que iba bien. Lo invito a pasar y resultó que era el traductor oficial de Borges al chino. Mas aun, venía de la casa de María Kodama después de arreglar los derechos para la traducción de su obra completa al mandarín. Como tenía que quedarse seis meses acá le pedí que me enseñara el idioma. Y eso pasó en el bar, así, una mañana. Todo fue quedando en estos cuadernos. Muchas cosas son de los 90 de nuestras conversaciones sobre la traición de Menem. Cosas que pasaban de la discusión al dibujo y de ahí a la serie Mundo Peronista que terminé mostrando en el Recoleta. Pero la verdad es que nadie quería hacer esa muestra.

—¿Por qué?
A las galerías no les cerraba el tema del peronismo, no terminaban de digerirlo.
—¿Qué galerías?
Recuerdo que la rechazaron en Zurbarán y en otra muy tradicional que estaba en la avenida Santa Fe.
—¿Pero por qué esas galerías tan conservadoras y no las más contemporáneas?
Es que nunca tuve onda para esa escena. Creo que nunca fui contemporáneo, siempre estuve corrido de eso. Ahora quizás no tanto porque estoy más homologado o me auto homologué. Pero en su momento…

—De hecho, la galería donde exhibe, en la elegante calle Arroyo, forma parte de un circuito que más que conservador se diría anacrónico…
Sí y me siento cómodo en eso. Por eso sigo trabajando con Palatina que junto con Van Riel y Rubbers son las que quedan en pie de ese tipo de galería no contemporánea o anacrónica, como vos decís.
—¿Y a usted por qué le gusta meter su mundo peronista ahí? ¿Es como una provocación?
Puede ser, un poco. Es lindo ver las discusiones que se arman con tanto sojero dando vuelta por ahí.

—Es muy probable que entre sus compradores haya más de un antiperonista acérrimo o gorila, ¿no?
Sí, hay varios. Pero lo que hago yo es una reflexión sobre el peronismo. No es propaganda, es una reflexión bastante dura.
—¿Cuál sería la crítica a Perón en su obra?
No hago realismo peronista. Por eso puedo hacer una obra como la que estuvo en Washington con Evita comiéndole las entrañas al Che Guevara.

—¿Cómo surfeó los rigores nocturnos de la bohemia?
La verdad es que nunca entré. En los bares he podido sumergirme y salir sin mácula. Tengo un mecanismo por el cual ya estoy sobregirado y no necesito aditivos.
—¿Pero experimentó esa vida de noches eternas en los bares?
Sí, hasta principios de los 80. En los 90 todo eso ya entró en declive. La Corrientes angosta, que está pintada en una de las obras, era muy angosta y angosta viene de angustia. Esa angustia de las madrugadas con el bar y la librería pegadas. Y ahí quedás atrapado en una especia de pinza metafísica entre lo que se lee en los libros y lo que se habla en las mesas. La angustia tenía que ver con que uno llegaba con un armazón de certezas que la noche terminaba por despedazar a las 3 de la mañana. ¡Había que resistir a Fogwill o a Miguel Briante cuando ya se te venían encima!

Mientras tanto, Santoro hurga en su cuaderno y alza la voz:
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Por último, cuando empecé a pintar el tema de los bares como una suerte de teoría visual, María se me presento icónica y como todo icono ocupó el centro de las pinturas y pude afirmar tras la lectura del gran Aby Warburg que es adecuado pensarla a María Moreno, ahora ya en su dimensión iconológica, y a pesar de las circunstancias, como nuestra ninfa erecta maníaca que se yergue sobre todos nosotros convertidos en módicos y horizontales dioses fluviales.

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Una noche en el La Paz, por Daniel Santoro
(cortesía Galería Palatina)

Artista casi secreto
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Daniel Santoro (Buenos Aires, 1954) trabajó como escenógrafo en el Teatro Colón entre 1980 y 1991 y fue un pintor más o menos secreto hasta la serie “Mundo peronista” que lo consagró como un iconógrafo del peronismo, al tiempo que heredero de la tradición figurativa a principios del siglo XXI.

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Teoría y praxis en el bar, por Daniel Santoro
(cortesía Galería Palatina)
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Intriga en el Florida Garden, por Daniel Santoro
(cortesía Galería Palatina)

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