Hebe Uhart
PARA LAS FIESTAS del año pasado -no sé cómo no le anoticié- alquilamos un departamento en Mar de Ajó. Alquilamos, dijo el mosquito... alquiló Carlos, el mayor. Él venía diciendo que quería ver a los hermanos todos juntos. ¡Y alquilamos un departamento! Los colchones eran todo pluma, pero como éramos unos diez, pusimos otros colchones en el suelo: unos llevábamos y otros compramos en la propia ciudad, que siempre son de aprovechar. Fuimos Carlos con la Dora y el nene -ella siempre mechuda, nunca supe si no se pasa el peine o no le entra-, la Gladys con su peor es nada -a ése, como no contribuye, lo usaron para los mandados- y el nene, Graciela -que todavía no había volado del nido- Fabián y yo. Los colchones, pura pluma, y había una alfombra toda a rayas. Yo dormí con los dos solteros, y los chicos y los casados en la otra pieza. ¡Qué no se ingenia mi hijo mayor para todas las cosas! En esa pieza, separó todo con frazadas, total hacía calor, y con una rinconera que había, todo atado a un palo y cosido, y así, cada oveja en su corral. La cocina tenía un horno bien grande, así que una vez asamos un lechón entero; otro día yo hice ravioles, que no saben igual que los de acá por el agua; el agua de allá tiene un gusto hermoso. Carlos se llevó la pelota para hacer unos picados y la caña de pescar. Graciela compadreaba con la malla, que en la playa la miró una vez uno con el largavista, que ahí se ve con detalles. Yo me llevé la malla vieja pero no me entró; me fui igual al mar con unos pantalones. Y desde la ventana se veía un pedacito de mar, muy chiquito, pero el ruido del mar sí se sentía y eso de noche ayuda a dormir. Estábamos así, todo entre nosotros, y una tarde los muchachos, que venían de un picado que hacían más allá por el campo, vinieron con un señor mayor. El hombre era viejo ya, pero no tenía olor a viejo; casi parecía perfumado, llevaba un sombrero gris y los zapatos le brillaban de lustrados. Sólo andaba un poco mal de la marcha y de la vista; me parece que con la vista acertaba poco. Le pregunté a Carlos:
-¿Quién es, hijo?
Y Carlos, mientras levantaba la toldería para comer, dijo:
-Se perdió. No encuentra la casa. A la noche lo llevo.
Yo no tenía nada en contra de él, porque era un señor muy educado, eso se veía a la legua, pero le dije:
-Hijo, alguien lo va a reclamar.
Pero mi hijo es cabezudo y nadie le tuerce el designio; le dio una silla, lo hizo sentar y me lo dejó ahí para que yo le tuviera la vela. Los chicos vinieron a mirarlo y yo les dije que era un abuelo; a mí me dijo encantadora dama y a Graciela le decía la damita joven. Tenía una conversación hermosa, porque sabía de todas las cosas; decía que al planeta lo iban a destruir de tanto arañar todas las maderas de los bosques, que a eso yo nunca lo había pensado, y que cuando acá son las doce, en el otro costado del mundo son las seis de la tarde, que será así, nomás, y que los elefantes hacen como una especie de velorio cuando se muere uno de su grupo. Ya los varones se habían ido a pescar, y él hizo una cosa extraordinaria: sacó un reloj de su bolsillo, lo puso en el aire y lo empezó a mover de derecha a izquierda, y él decía: "Ya van a ver lo que van a sentir": los chicos se durmieron inmediatamente, la Gladys dijo que vio unas figuras raras y la Dora dijo que nada, pero ella es siempre muy amarga y de renegar, por el peor es nada que le tocó en suerte. Yo después le pregunté al señor si tenía hambre; dijo que hambre no tenía, pero que aceptaba una taza de té. Yo quería preguntarle de dónde venía y cómo es que se había perdido, porque él seguía hablando de los animales, que de eso sabía cualquier cantidá, y de cuando sube y baja la marea, que en realidá de eso yo no soy muy entendida, y de mil cosas. Parecía que no habría hablado en cinco años, era como que se estaba poniendo al día. Las chicas me dijeron que se iban a dar una vuelta por el centro con los nenes, y yo le pregunté a él como se llamaba y me dijo Orestes, que a ese nombre no lo había escuchado, me resultaba duro a la lengua, se ve, yo le decía don Oresto y él me corrigió hasta que me quedó lo más bien. Otra vez le quise preguntar dónde vivía y no hubo lugar, porque se puso a hacer unos trabajos manuales de prestidigitación: doblaba unos papeles que eran como un sobre y después se hacía un canguro. Yo le pregunté si quería hacer uso del baño porque después se amontonan todos; me agradeció pero dijo que en su oportunidad. Yo pensaba en que ya tenían que volver las chicas del paseo y después los varones, como volvían así todos los días, para calentar el agua del puchero porque mi cabeza es así, San Acá y San Allá, pero me gustaban esos trabajos manuales y esa conversación propia de él. Pero yo le veía un pequeño defecto, si puede decirse así, que empezaba un tema y muy pronto ya lo daba por perimido y pasaba a otro, como Gerardo, mi segundo, que no había podido venir. Yo a él le digo "cambio de radio". Bueno, cuando vinieron las chicas con los nenes yo ya le había tomado el tiempo a esa conversación de él y le mostré a la Dora el canguro y otras cosas que había hecho. Los chicos se fueron al humo y Dora les dijo:
-Rápido, a bañarse, desaparecen ya de mi vista.
Así es la Dora, ni miró las manualidades y como vio que don Orestes se quedó cortado con esas palabras, le dijo:
-A usted no, señor, siga con lo suyo, nomás.
Pero él se quedó callado y se sentó al lado de la ventana, como si recordara alguna cosa.
Cuando Dora los hizo bañar y les revisó hasta el alma, les dijo:
-Ahora sí, ahora pueden ir con el señor.
Y ella tomó la batuta de la cocina y nos puso a la Gladys y a mí de pelapapas. A Graciela no, porque a ella no le gusta cocinar y come todo de la macrobiótica; ella se fue con los chicos a escuchar a don Orestes.
Los varones llegaron tan cansados del picado que no querían bañarse; entonces don Orestes se metió en el baño y hacía ruido como de hacer gárgaras, y otros fuertes, pero no se oía mucho ruido de canillas. La Dora le dijo a Carlos:
-Llevalo a Chapita, che.
Y yo le dije:
-Hijo, llevale a don Orestes, que lo van a reclamar. Y no le digan Chapita, que es un abuelo.
Carlos dijo:
-Mirá vos, lo van a reclamar. Mañana lo llevo. Estoy muy cansado.
Y ahí nomás se emperró y cuando don Orestes salió del baño, los chicos le dijeron:
-¡Chapita! ¡Chapita!
Y vino a ser que a él le gustaría que lo llamaran así, parecía muy contento; los llevó a un rincón y los entretuvo hasta la cena. A la noche, en el otro rincón, Carlos le hizo como una separación de toallas, que quedó de todos colores.
A la mañana siguiente me levanté temprano y don Orestes había puesto versos en los zapatos míos, en los de Graciela y en los de los chicos. Para ellos de vicio, que no saben leer. Y lo hizo sin que nadie le viera, a la noche. ¿Habrá estado despierto haciendo eso, que yo no lo oí? A mí me puso uno hermoso, que me lo acuerdo todo:
Simpática señora,
su nombre es Aurora
Cuando el alba levanta
las tinieblas espanta.
Que el alba y la aurora vienen a ser la misma cosa.
A Graciela le puso algo así como:
Para la damita joven:
Encantadora damita,
pimpollo de rosa.
Y suma y sigue. Los días siguientes que estuvo, nos ponía versos en los zapatos, a cual más hermoso.
Al tercer día que estuvo se explayó y contó que la nuera no lo quería, que lo iba a internar en un hogar para ancianos y que le había sacado unas propiedades propias de él y más después todo el dinero se le había ido en pagar a los abogados. Dijo que el dinero no es lo más importante en la vida, que hay tantas cosas lindas de ver que son gratis, como que el sol sale de repente, en un santiamén; y se ve que lo había observado, porque es así, nomás. Carlos le dijo:
-Bueno, acá hay que contribuir un poco.
Y él dijo que fueran hasta la casa de él, se traía un poco de ropa y de paso algún dinero para pagar el hospedaje. A la tarde fue con los muchachos y no le acertaban con la casa, porque a él le parecía que era y después no era la suya. Hasta que al final rumbeó bien y resultó ser que vivía en un departamento que era una mansión, con portero al frente. Y el portero les dijo a los muchachos:
-Él entra, ustedes no.
Pero todo eso después de conversar un buen rato porque el portero ¡no quería dejarlo entrar a él en su propia casa! Y cuando don Orestes salió, el portero lo reprendió y le levantó la voz; le dijo:
-Que sea la última vez. Yo le voy a avisar a la señora Ana.
-¿Qué sería? ¿La última vez que entre a su propia casa? Dicen los chicos que cuando nombró a la señora Ana don Orestes salió disparando a 100 por hora y se le enderezó la marcha. Y trajo un bolsito con una muda de ropa, unos diez pesos y un hermoso jarrón azul, que le poníamos flores cuando juntábamos cerca de la playa, los días de sol. Cuando llovía y no íbamos a la playa poníamos plata en el jarrón para jugar al chinchón. Al día siguiente le dije a Carlos:
-Llevalo, que le van a reclamar.
Me dijo:
-Yo a esa casa no vuelvo ni loco. Y ahora vamos, salimos todos que hay que ventilar. Chapita también.
Y ahí fuimos todos al campito donde hacían el picado, que a veces ponen a la Gladys a jugar, porque será mechuda pero patea bien. Don Orestes vino con su sombrero, el traje y los zapatos bien lustrados, pero cuando tenía que pasar el alambrado no la embocaba ni de lejos y tampoco para levantar la pierna, así que lo dejamos del lado de afuera del alambrado y estaba lo más bien. Yo pensaba, por otro lado mejor, por ahí le viene un pelotazo; yo y la Dora estamos acostumbradas, pero él estaba más duro del cuerpo. Yo miraba que no le diera mucho el sol. Y al día siguiente, que fue el más hermoso del veraneo -y eso que hubo para elegir- , alquilamos unos botes y fuimos todos a pasear a una laguna. Carlos y Dora también querían ventilar. Ahora resulta que por el camino don Orestes vio un perrito chico, color canela, que se ve andaba perdido; vendría de una casa porque estaba bien comido, con su pelo largo y sedoso, miraba para que lo agarren, se ve que había caminado bastante, desorientado. Don Orestes lo levantó y enseguida el perro se halló con él. Los chicos empezaron:
-Papá, papá, lo llevamos.
Y Carlos dijo:
-Sí, pero ese perro, ida y vuelta.
Y ahí fueron don Orestes, los chicos y el perro en un bote grande, que les remaba el peor es nada de Dora. Todo se dio en un santiamén esa tarde: no bien encontramos el perro, al rato estábamos en el bote. Y don Orestes dijo que había dos clases de perro: una viene de chacal y la otra de lobo, y que ese perro venía de chacal, por la cara redonda. Son los que yo llamo cara de durazno japonés.
Al otro día, yo sola estaba levantada y don Orestes me dijo que iba a dar la vuelta manzana con el perro, porque el animal necesitaba salir; le dije que mirara bien por dónde iba, que vaya y vuelva todo en redondo, que vendría a ser, mejor dicho, todo en cuadrado. Pasó el tiempo y no venía y no venía, y cuando se despertó el marido de Dora, yo lo mandé a buscar y después él tampoco volvía. Volvió como a las dos horas y dijo que no lo encontró; a veces pienso por qué lo mandé a él que nunca encuentra nada, siempre anda perdiendo los tenedores y los peines. La Dora sí que lo encontraba, pero ella no habría ido. También pensé en cómo lo dejé ir, que andaba mal de la vista, y en ese momento recién caí en lo mal que andaba de la vista, que hasta que se fue, lo pasé por alto. Pero como tenía tantas cosas para vigilar y para más era que el perro de él cuando salió empezó a ladrar y despertaba a todos y ya Carlos antes, dormido y todo, le había tirado un pelotazo, yo me olvidé. Pero después cuando volvimos a casa empecé a pensar en si habría acertado con su casa -a lo mejor lo reprendían o no le dejaban entrar- o si se perdió y llegó al pueblo de al lado y si pasó así perdió como en la guerra, porque el pueblo de al lado no se comprende, que ni yo misma lo pude comprender. Y ahora últimamente entré a pensar en otra cosa, en cómo las cosas aparecen y desaparecen, lo que hasta ayer era, hoy queda perimido. Pero esos pensamientos después se me embrollan, porque una cosa trae la otra y resulta que no sé cómo llego a acordarme de mi finada mamá y otras yerbas tristes. Y no quiero pensar en eso, porque no sé dónde voy a ir a parar con tanto embrollo, y entonces digo: El destino lo trajo y el destino se lo llevó. Y ese pensamiento queda perimido. Punto.
(HEBE UHART nació en 1936 en Moreno, provincia de Buenos Aires. Colabora con crónicas de viaje en este suplemento. Ha publicado entre otros libros de cuentos: Dios, San Pedro y las almas, El budín esponjoso, La luz de un nuevo día. Y las novelas Camilo asciende y Señorita).