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La otra, la misma

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Marosa di Giorgio. Dibujo de Ombú

MAROSA DI GIORGIO recargada

Llega una nueva recopilación de poesía y textos que confirman su mágica vigencia.

CARINA BLIXEN

En 1971 la editorial Arca reunió la obra de Marosa di Giorgio bajo el título Los papeles salvajes, suma de su poesía que siguió creciendo durante veinte años más. La pregunta sobre por qué son "salvajes" estos "papeles" ha tenido diversas respuestas: porque no respetan los límites de los géneros, porque crean un espacio ético y estético desatado de convenciones, porque surgen de un acto de libertad imaginativa absoluta, capaz de dar a luz un mundo con leyes propias. Es la suya una poesía (comprende a lo que considera narrativa) que ostenta su autonomía, su gestación a un tiempo misteriosa y consciente. Una y otra vez Marosa usó las imágenes que dicen el trance, la inspiración, el arrebato para contestar la reiterada indagación sobre los orígenes de su escritura. Leonardo Garet, amigo y estudioso de su obra, señaló en El milagro incesante (2006) que Marosa no usó acápites en sus textos. Dice: "No se nombra en el cuerpo de un texto a ningún autor uruguayo" y señala las excepciones de Concepción Silva Bélinzon (en La liebre de marzo) y Claudio Ross (en Flor de lis). Es posible entender esta casi ausencia como una manera de hacer manifiesta la autosuficiencia de su creación. Ese "salvajismo" interno a esta poesía también puede proyectarse al espacio cultural en el que surgió. La originalidad del mundo creado aparecía casi sin lazos en la literatura uruguaya. Se estableció reiteradamente con Los cantos de Maldoror (1868) de Isidoro Ducasse, conde de Lautréamont, su indudable, extemporáneo, pariente; ¿no es una manera de subrayar el "salvajismo" de Marosa, su raigal extrañeza?

De Salto y Montevideo.

Al mismo tiempo Marosa tuvo, y el libro Otras vidas recién editado lo dice con contundencia, una muy definida conciencia de su pertenencia al mundo artístico en general, y al de Uruguay de la segunda mitad del siglo XX, en particular. Fue de Salto y de Montevideo, de sus calles, sus bares, sus artistas, sus amigos. Su presencia física, la carga emocional que irradiaba, imantaban el espacio en que se movía. Así navegó también hacia el resto del mundo. El reconocimiento creciente de su poesía hizo posible que conociera otros países. La imagen de la viajera, testimoniada por los poetas Eduardo Espina (en el prólogo) y Juan José Quintans (en el epílogo) abre y cierra este libro. Otras vidas está dividido en "Otras vidas", "Entrevistas, cuestionarios y confesiones", "Reseñas y comentarios" y "Prólogos". La mejor, la más deslumbrante es la primera sección que se abre con "Señales mías", texto originalmente publicado en Druida (1959). Es una notable autopresentación, entre las muchas que Marosa desgranó en poesías y entrevistas. Rememora su infancia y dice: "Por aquel entonces, Dios ya me quería, me amó siempre con voracidad". Cuenta el inicio de su autonomía, de su separación de la casa familiar: "me parecía que debía vestir ropas extrañas y golpear a la puerta de los vecinos macabramente. Ya había hallado la zona erizada y deliciosa en la que desde entonces habito". Este libro muestra cómo Marosa lee desde esa "zona" suya; cómo es capaz de salirse de sí y entender el mundo de los otros al mismo tiempo en que los devora, los reescribe, los habita e incorpora, así, a su obra. Otras vidas nos entrega a otra y la misma Marosa. Su audacia no puede sorprender a los lectores de su obra: no tiene empacho en volver a escribir "El combate de la tapera" o transformar en prosa el poema "Vida garfio" de Juana de Ibarbourou.

Es una lástima no tener la información de en qué circunstancias y cuándo fueron escritos los textos de Otras vidas, pues son sustanciales para comprender la poética de Marosa. Sorprendente y descubridora es la lectura que hace de Eduardo Acevedo Díaz, escritor que podría colocarse en las antípodas de la estética marosiana. Marosa se detiene en "El combate de la tapera" y Soledad y los observa como a un cuadro y con lupa: es muy precisa en los detalles que, agrandados y sumados, proporcionan una visión global alucinada, monstruosa. Percibe la desmesura del naturalismo, sus tintes siniestros cargados de una subjetividad explosiva. Dice que la de Acevedo Díaz es "una escritura sombría y resplandeciente" y llama a "El combate de la tapera" un "poema macabro". Así describe el comienzo: "Llega la tropa, ya vencida; los vocablos crean una atmósfera cruda, tangible, creíble, hasta cierto punto, porque a fuerza de tan vívido y goteante, todo comienza a ser demasiado real, demasiado, para alcanzar enseguida, connotaciones de transreal, de locura y fantasmagoría".

Gustos, afectos y afinidades.

Marosa hace pequeñas semblanzas en las que anota información, rasgos personales del escritor y subraya alguna característica sustancial de la poética de quien está presentando. No quiere ser imparcial, al escribir sobre otros lo hace guiada por sus gustos, sus afectos y afinidades diversas. Sin énfasis, pone las cartas sobre la mesa: señala siempre el lazo que la une al comentado. No es suspicaz con los cargos o las investiduras de los críticos y escritores citados: parece siempre aceptar que hay un orden del mundo, aunque ella se coloque al margen. Podría señalarse un interés especial, aunque no exclusivo, por otra mujeres poetas. Tal vez la más admirada sea Delmira Agustini en quien percibe "un misticismo que crece por rojas vías", ve en ella "un gran mito, un gran ensueño colectivo" y es rotunda en su juicio: "Rubén Darío que la vio y la elogió es menor que ella". Se podría decir que Delmira despierta un gran entusiasmo. De otro orden es el reconocimiento a María Eugenia Vaz Ferreira o Idea Vilariño: Marosa las comprende, las respeta, reconoce sus oscuridades. Dice de María Eugenia: "No tuvo novio, no se casó. Fue la vestal; de seguro ni se atrevieron a acercársele; representaba otra comarca, otro mundo; ella misma, claro, no podía romper el embrujo, que traía desde el nacimiento; se miró a sí misma, hizo la senda hacia adentro, infinitamente; vio la nada, la soledad, la 'misteriosa estrella de un inmutable sino'". Otra serie podría formarse con las poetas que Marosa consideró sus amigas. Sin ser exhaustiva: Amanda Berenguer, Concepción Silva Bélinzon, María de Montserrat. Presenta sus obras y recrea algún momento de intimidad con ellas: da testimonio de la poesía y de su relación con las poetas. Juan José Quintans recogió un fragmento de Marosa en el que dice que a los cuatro años "sufrí una perturbación, quedé como una testigo, sensible y ardiente de todas las cosas". Es una condición irrenunciable. Marosa testigo no busca desaparecer sino en cada momento mostrarse y mostrar al otro.

Es muy hermoso el texto sobre Felisberto Hernández que se inicia con un fragmento de "Explicación falsa de mis cuentos": "En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta". Es un relato metáfora del surgimiento de la creación que no podía ser indiferente a Marosa. Señala la soledad y el sentido gregario de Felisberto: "En las fotos se le advierte fino, serio, romántico; se sabe que fue huraño, y a la vez, adicto a cenáculos. No podía salir de su infinito yo, de aquellas apariciones de los pretéritos trenzadas con el presente, que componían sucesivos y singulares edificios. Y, tal vez, no sea 'edificio' la palabra acertada. Lo de Felisberto corre, camina, lentamente, vuela, se despliega y se integra, en una morosidad alucinante".

Estas nuevas prosas de Marosa son un hallazgo que merecía una edición más cuidada, pues hay lagunas de información y errores en los datos recogidos.

OTRAS VIDAS, de Marosa di Giorgio. Adriana Hidalgo Editora, 2017. Buenos Aires, 247 págs. Distribuye Gussi.

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