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Taiwán: la nueva India

| Con miles de templos y una tolerancia hacia todos los credos, la isla se abre camino a quienes buscan una experiencia mística.

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MAGDALENA ANDRADE *

Seguro saben quién es él, ¿no?", preguntó la guía, y su mirada se detuvo frente a un cuadro de Jesús con la frente sangrante bajo la corona de espinas. El grupo de latinos que visitaba el Museo de las Religiones de Taiwán se miró compartiendo una sonrisa silenciosa. Después de media hora contemplando budas, dioses chinos, símbolos taoístas, réplicas de La Meca, templos hinduistas, objetos sikhs y deidades egipcias, la imagen de Cristo, por unos segundos, los devolvió de un porrazo al mundo occidental que dejaron atrás un par de días antes, cuando llegaron a Taiwán.

El Museo de las Religiones, donde estábamos, tenía exposiciones, videos y juegos sensoriales que reunían todos los cultos del mundo. Un lugar donde las paredes hacían preguntas como: ¿Dios existe? O, ¿quién creó el mundo? El recorrido había comenzado con una "experiencia" -tocar una pared de agua, símbolo de purificación para prácticamente todos los credos-, y siguió a través de una serie de pasillos temáticos repartidos en las amplias y modernas plantas del sexto y séptimo piso de un edificio aún más moderno en el centro de la ciudad de Yonghe.

"Cada religión cree que es superior a otras, causando prejuicios y no respeto. Muchos conflictos en el mundo se producen por la religión", decía el tríptico que entregaron al comienzo de la visita. El dueño de la frase era el maestro Hsin Tao, monje budista taiwanés quien comenzó a poner en marcha este proyecto en 1991, convencido de que la tolerancia y la paz sólo se conseguirán cuando las personas aprendan a respetar todas las creencias.

Diez años después, el centro abría sus puertas en Taiwán, mientras en Estados Unidos se desplomaban las Torres Gemelas. Once años más tarde, pude ver que el museo recogía y desplegaba un puñado de símbolos. Como el "Camino del Peregrino", al que llegamos luego de pasar por la pared de agua. Allí, un muro negro, sensible al calor, permanecía para ser tocado. Puse mis manos y, al levantarlas, dos huellas aparecieron, nítidas y de color verde. Segundos después comenzaron a esfumarse, lentamente y para siempre. A un costado, un cartel decía: "Ésa es la vida. Un impulso que viene y se va".

"Razón número 6 para visitar Taiwán: restaurar tu alma en un templo taiwanés", leí en un artículo de la revista Travel in Taiwan semanas antes de llegar a la isla. Estaba escrito por Renee Farrington, una empresaria que tuvo la oportunidad de recorrerlo por una semana.

"Una de las principales razones por las que Taiwán es un país tan agradable de visitar es su rica herencia espiritual", decía Renee en la nota, destacando una particularidad: sus habitantes practican una religión politeísta que mezcla tradiciones heredadas del budismo, nacido en la India, y del taoísmo y confucianismo, nacidos en China.

Las estadísticas oficiales dicen que Taiwán tiene 16 mil templos -entre budistas, taoístas y confucionistas- para una población de 23 millones de taiwaneses, repartidos en 395 kilómetros que tiene la isla de Norte a Sur.

No vi ninguno de esos templos el primer día, cuando salí a caminar un mediodía por Taipei. Sí vi muchas tiendas comerciales, mucho tránsito -las motonetas son el principal medio de transporte-, muchos puestos de comidas y, sobre todo, mucha gente a paso rápido, varios con mascarillas en sus bocas. Pero aún faltaba mucho por recorrer.

DIOSA DE LA PESCA. En mi estadía, pude oler en el aire la revolución que se vivía entre los taiwaneses porque se acercaba el natalicio de Mazu, la diosa que protege a los pescadores y la más querida, respetada y requerida en peticiones de Taiwán. Recorriendo los mercados nocturnos de Taipei -abiertos hasta la madrugada-, atestigüé el fervor popular por la próxima fiesta. En sus puestos, además de figuras de jade, orquídeas, mangos, té Oolong y peces ornamentales, también se vendían como pan caliente muñecos de los dioses, dinero de papel -que el día de la fiesta se debe quemar para la buena suerte-, incienso y souvenirs.

No entendía nada del mandarín que hablaban en los noticiarios taiwaneses de televisión. Pero sí comprendí las imágenes. Miles de personas que caminaban por las carreteras de todo el país hacia una ciudad: Taichung. Allí, en el templo central dedicado a la diosa Mazu, en el distrito de Dajia, se celebraría un carnaval en torno su figura. Una fiesta tan apoteósica y grande -congrega a cerca de un millón de peregrinos- que Discovery Channel la reconoció en 2004 como el tercer evento religioso más grande del mundo después de la peregrinación musulmana a La Meca y la ceremonia del baño hindú en el río Ganges.

TODO VUELVE. No se puede pasar por Taiwán sin visitar un monasterio budista. Como el Chung Tai Chan, en la ciudad de Nantou, plena zona central del país. Es un edificio inaugurado en el año 2001, que rompe todos los esquemas de lo que uno se imaginaría en un templo de monjes budistas. Tiene treinta y siete pisos y está dividido en dos plantas: una religiosa y la otra occidental, con pantallas gigantes en sus fachadas que promocionan el trabajo terrenal de Chung Tai Chan: 108 escuelas de meditación, una escuela primaria, un restaurante vegetariano, una huerta orgánica y decenas de otros lugares donde trabajan los monjes y los aspirantes a tales. El lema de este lugar es: "un día sin trabajar es como un día sin comer".

Con 10 mil visitas diarias -90 por ciento provenientes de China- no es raro que su primera planta estuviese atestada de turistas visitando, y rezando, frente a las estatuas en honor a Buda. Y también llenando de ofrendas las alcancías instaladas al lado de cada imagen.

Cada uno de los pisos tiene un nivel de iluminación, me explicó la monja budista Shu Fu, de cabeza rapada y túnica café, que me llevó junto a un grupo de visitantes a conocerlo piso por piso. El objetivo era alcanzar nuestro máximo nivel de iluminación espiritual.

Mientras el primer piso representaba el nivel terrenal, y por eso, era el más ruidoso -el de las alcancías para el dinero, los visitantes y las cámaras de foto- , cuando llegamos al 37, el último, Shu Fu pidió voluntarios para decir una palabra dirigiendo su voz hacia la cúpula. El requisito era sólo decir palabras bonitas. Sucesivamente sonaron éstas: "gracias", "corazón", "paz" y "amor".

La cúpula, por un efecto físico, hacía que cada palabra sonara como si se viniera sobre nosotros. Era un eco, pero tenía peso. "¿Ahora entienden por qué tenían que decir sólo palabras bellas?", preguntó Shu Fu. Nos miramos. Su respuesta seguramente sería la principal lección del piso 37. "Porque todo en esta vida, lo bueno y lo malo, al final se devuelve", dijo finalmente. Y es así: "En la vida, al final todo se devuelve". *El Mercurio

LA DIVINIDAD MÁS QUERIDA

La historia dice que Mazu fue una mujer, Lin Mo-niang, que nació en el año 960 del calendario chino, en la isla de Meizhou, China, y que murió a los 28 años. Cuentan que seis siglos después de su muerte se les apareció a aquellos de la etnia han que salieron desde allí para colonizar Taiwán, y desde ese momento nunca más dejó de ser venerada. A ella se le atribuye una larga lista de milagros: desde salvar la vida de los pescadores en peligro hasta haber recogido, con las faldas de su traje blanco, las bombas que EEUU dejó caer sobre Taiwán durante la II Guerra Mundial, cuando esta isla era colonia de Japón.

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