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Un paño sobre el espejo

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LOS ÚLTIMOS autorretratos de Rembrandt contienen o encarnan una paradoja: son una clara meditación sobre la vejez y, sin embargo, se dirigen al futuro. Suponen que hay algo que va hacia ellos, aparte de la muerte. (...)

Pero si queremos llegar a saber algo más sobre qué es lo que hace tan excepcionales estos autorretratos tardíos, hemos de ponerlos en relación con otras obras del género. ¿Cómo y por qué son diferentes de la mayoría de los autorretratos?

El primer autorretrato del que se tiene noticia data del segundo milenio A.C. Se trata de un bajorrelieve egipcio que muestra al artista de perfil, bebiendo de la jarra que le ofrece el criado de su patrón en un festín. Este tipo de autorretrato -pues la tradición continuó hasta la Baja Edad Media- era como la firma del artista. Era un comentario marginal que decía: Yo también estaba allí.

Posteriormente, cuando se popularizó el tema de San Lucas pintando a la Virgen, los artistas empezaron a pintarse a sí mismos en una posición más central. Pero su razón de estar allí era que estaban pintando a la Virgen; no para observarse ellos.

Uno de los primeros autorretratos que hace precisamente esto es el de Antonello da Messina. Este artista (1430-1479) fue el primer pintor meridional que utilizó el óleo, y su claridad y su humanidad son extraordinarias, semejantes a las que se encontraron más tarde en otros artistas como Varga, Pirandello o Lampedusa. En su autorretrato, Antonello da Messina se mira como si él fuera su propio juez. No hay rastro de discrepancia.

La representación y la discrepancia fueron endémicas en la mayoría de los autorretratos que le seguirían. Esto responde a una razón fenomenológica. El pintor puede pintar su mano izquierda como si fuera la de otra persona. Con la ayuda de dos espejos puede dibujar su perfil como si estuviera observando a un extraño. Pero cuando se mira de frente al espejo, se ve atrapado en un dilema: su reacción frente a la cara que está viendo la transforma. O, para decirlo con otras palabras, la cara se ofrece a sí misma algo que le gusta o quiere tener. La cara se compone a sí misma. El Narciso de Caravaggio es una demostración perfecta.

Nos sucede a todos. Todos representamos cuando nos miramos en el espejo del cuarto de baño, todos adecuamos inmediatamente nuestra expresión y nuestra cara. Salvo por la inversión especular de la derecha y la izquierda, nadie nos ve nunca como nos vemos a nosotros mismos sobre el lavabo. Y esta discrepancia es espontánea y directa. Es tan vieja como la invención del espejo.

Una "mirada" similar es recurrente en la historia del autorretrato. Si la cara no está escondida en medio de un grupo, se reconoce a un kilómetro que es un autorretrato porque muestra un tipo característico de teatralidad. Vemos a Durero en el papel de Cristo, a Gauguin en el de marginado, a Delacroix en el de dandy, al joven Rembrandt en el de próspero comerciante de Amsterdam. Nos conmueve como una confesión oída por casualidad, o nos divierte como una fanfarronada. Sin embargo, debido a la complicidad excluyente entre el ojo que observa y la mirada que éste se devuelve a sí mismo, la mayoría de los autorretratos nos dan la sensación de que nos encontramos ante algo opaco, la sensación de estar viendo la representación de un dilema que nos excluye.

Cierto es que se dan excepciones; algunos autorretratos sí que nos miran; un Chardin, un Tintoretto, una copia de un autorretrato de Frans Hals después de arruinarse, Turner de joven, el viejo Goya exiliado en Burdeos. Son pocos, no obstante, y están muy espaciados. ¿Cómo pudo entonces Rembrandt pintar durante los diez últimos años de su vida casi veinte retratos que se dirigen directamente a nosotros?

Cuando haces un retrato de otra persona, la miras atentamente para intentar encontrar lo que hay en su cara, para intentar averiguar qué le ha sucedido. El resultado (a veces) es una especie de semejanza, pero una semejanza, por lo general, exánime, porque la presencia del retratado y la observación rigurosa de sus facciones inhiben tus respuestas. La persona se va. Y entonces puede suceder que vuelvas a empezar el retrato, pero la referencia ya no es una cara que tienes enfrente, sino una cara reconstruida en tu interior. Ya no tienes que mirar intensamente; al contrario, cierras los ojos. Empiezas entonces a hacer un retrato de lo que la persona retratada ha dejado olvidado en tu cabeza. Entonces existe la posibilidad de que la semejanza esté viva.

¿Podría ser que Rembrandt hiciera algo parecido con él mismo? Yo creo que Rembrandt sólo utilizaba el espejo al principio de cada autorretrato. Luego lo cubría con un paño y trabajaba y retocaba el lienzo hasta que la pintura empezaba a corresponder a una imagen de sí mismo que había olvidado después de toda una vida. Esta imagen no era general o aproximada, sino muy específica. Cada vez que pintaba un autorretrato escogía sus ropas. Cada vez era plenamente consciente de cómo habían cambiado su cara, su aspecto, su forma de estar. Estudiaba estoicamente los daños sufridos entre una vez y la siguiente. Pero llegado a cierto momento, tapaba el espejo a fin de no tener que adecuar su mirada a su propia mirada, y entonces continuaba pintando basándose en lo que había olvidado dentro de él. Libre del dilema, le animaba una vaga esperanza, una intuición, de que posteriormente serían otros quienes lo mirarían con una compasión que él no podía permitirse.

John Berger (Londres, 1926) es escritor, artista plástico y crítico de arte. El texto de esta página pertenece a El tamaño de una bolsa.

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