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Suerte o muerte

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NO ERAN escritores. Tampoco intelectuales. Venían de familias trabajadoras, numerosas y unidas, que en su mayoría enviaban a sus hijos al liceo y leían libros. En verdad, casi todos eran adolescentes. Azarosamente sobrevivieron al planificado genocidio nazi. El largo periplo los hizo llegar a Uruguay. Pero en medio del caos, de la catástrofe, hubo quien sintió el impulso de escribir lo que le estaba sucediendo. Así lo experimentó Miriam Bek cuando por casualidad un lápiz llegó a sus manos en aquellos días. Entre los 17 y los 18 años fue una de los 700.000 judíos húngaros que se enfrentaron tardíamente, en 1944, a la invasión alemana y al fascismo colaboracionista en Hungría, a las deportaciones y al exterminio.

Luego de pasar por once campos de concentración y semanas de las llamadas "marchas de la muerte", se encontró viva. Pero con una familia desaparecida en la nada. Chimeneas, fosas comunes, cadáveres caídos en carreteras. Los sobrevivientes podían imaginar, al terminar todo y esperar en vano, qué había sucedido con los suyos.

Las notas de Miriam Bek se perdieron, como todas las pertenencias personales. Lea Turim conservó una almohada en el trasiego hacia la Siberia para huir del exterminio. Ana Vinocur conservó un peine que había cambiado por un trocito de pan (la "moneda" de los campos), que la ayudó a sentirse otra vez mujer cuando, en ese mundo sin espejos, sintió que le crecía el pelo, rapado al llegar a Auschwitz.

Las fotografías de la infancia eran lo que todos anhelaban conservar, pero al llegar a un campo el ritual era preciso. Los paquetes de 50 kilos que antes de la deportación les hacían subir a los trenes atestados (los vagones de ganado sin agua, luz, excusado, espacio para sentarse), les eran inmediatamente confiscados cuando bajaban, atolondrados entre látigos, del tren a la rampa. Pasada la selección (hombres-mujeres, jóvenes-viejos y niños), el ritual continuaba. Los que podían ser utilizados como mano de obra esclava, los fuertes, eran también rapados y desnudados. Se revisaba que no tuvieran ningún "tesoro" escondido. Nada de lo que traían les quedaba. Ni su propia imagen, que no podrían divisar en años: sólo a través del reflejo de los rostros esqueléticos que les rodeaban y que les devolvían su estado de desnutrición, los abscesos, el cráneo ralo.

Aun así, escribir era un impulso, un instinto. Primo Levi, en el laboratorio de la Buna (donde se pretendía fabricar caucho y "trabajó" como químico tras pasar un penoso examen), cuando tuvo por fin papel y lápiz frente a sí, se dijo: "Tengo que escribir lo que no podría decir a nadie". Así nació la literatura que testimonia el Holocausto y la obra maestra Si esto es un hombre.

De hecho, algunos de los libros más importantes fueron escritos enseguida de la catástrofe. En la inmediata posguerra, muchos se lanzaron a escribir lo vivido. No querían que los recuerdos huyeran, y sí hablar al mundo de esa pesadilla. "Yo fui testigo, yo estuve ahí": querían escribir, pero a menudo no había interés en publicarlos. Las editoriales se los rechazaban, o las pequeñas casas editoras que los imprimían no lograban vender sus ejemplares. En los cajones quedaron, durante décadas, libros fundamentales como el citado de Primo Levi o El pianista del ghetto de Varsovia, de Wladyslaw Szpilman, o El dolor, de Marguerite Duras, que complementa la obra de referencia La especie humana de su marido Robert Antelme.

EL SILENCIO DE MIRIAM.

Miriam Bek no continuó escribiendo. Hizo la opción de vivir. Jorge Semprún, el gran escritor español que fue prisionero en Buchenwald, durante más de quince años se negó a escribir los recuerdos que lo atormentaban: en la década del 60 pudo más el afán del testigo y publicó su estremecedor libro El largo viaje, el primero de una serie donde narra y reflexiona sobre el cataclismo humano de la Europa nazi. Su tensión entre vivir y contar se explica con lujo de detalles en La escritura o la vida.

Ahora, Miriam Bek, la judía húngara que recaló en Uruguay, tiene 85 años, e hijos, nietos y bisnietos. Después de años de silencio, como tantos, se decidió a hablar. La mudez de aquellos que "estuvieron allí" fue usual. Pero también algunos sólo podían hablar de ello: Imre Kertész, el premio Nobel húngaro, cita en Kadish por el hijo no nacido reuniones de sobrevivientes para hablar y hablar de Auschwitz. O Ana Vinocur en Uruguay escribiendo libros que se transformaron en best-sellers y yendo de escuela a escuela explicando lo vivido.

Pero Miriam Bek se dedicó a tener niños y nietos, a trabajar, a tener amigos, a nadar, a hacer caminatas por la rambla de Montevideo, a aprender a hablar español. Tardíamente, a los 85 años, ante los comentarios negacionistas y el miedo a la amnesia que el mundo del siglo XXI pueda sufrir acerca del genocidio judío, decidió hacer un libro, que se suma a la cadena de libros de sobrevivientes en Uruguay que ya constituyen un canon.

AYUDAR CON PALABRAS.

Para construir este testimonio, como muchos de los testigos de diversas barbaries históricas, ha necesitado un intermediario. El testigo suele precisar un intelectual que transforme ese diálogo con la víctima en narrativa recibida por un lector. Los recuerdos del testimoniante deben ser aprovechados al máximo. En este caso, el que ayuda a indagar en la memoria y lo transcribe es el hijo de Miriam, Miguel Kertesz.

En Uruguay, los sobrevivientes del Holocausto tuvieron el grave problema de no poder escribir en su lengua materna. La ayuda de un letrado es de vital importancia. Si un testimonio se compone cuarenta años después de los hechos sucedidos, pese a la recurrencia obsesiva de los recuerdos en las víctimas, debe haber alguien que pregunte, que busque en el otro el pasado que no debe perderse. Es el caso de la antropóloga Anabella Loy frente a Lea Turim con Memorias de una almohada. En ocasiones, la escritura de los polacoparlantes se pule, como sucedió con Sin título, de Ana Vinocur, cuya hija, Rita, mostró el original al profesor de Literatura Roger Mirza, y éste descubrió en esas páginas un atrapante libro además de un documento fundamental.

Aunque Chil Rajchman, sobreviviente de Treblinka y uno de los ejecutores de la rebelión, comenzó a escribir notas en la clandestinidad, fue a través de la edición de Ruben Loza Aguerrebere que publicó su testimonio Un grito por la vida. Escapado del campo y de los peligrosos bosques, tras un sinuoso periplo, vivió con documentos falsos en la Polonia ocupada. Su texto lacónico y duro sobre el destino de miles de cadáveres y la coexistencia de montañas de muertos con un puñado de presos vivos es brutal aunque no se condice con el título, demasiado esperanzador para la exactitud literaria del libro frente al horror. Otro sobreviviente que hace poco presentó sus memorias es Jacobo Polakiewicz, que fue un adolescente escondido en los bosques helados de Polonia, en agujeros en la tierra, comiendo hongos y frutos silvestres. Logró vivir con la ayuda de una sucesión importante de campesinos cristianos que lo protegían y le daban alimentos, a pesar de la condena a muerte que se cernía si los nazis los descubrían ayudando a un judío.

El libro de Miriam Bek transmite, como muchos de los testimonios femeninos, una gran ternura en medio del horror. Miriam y sus primas, más dos amigas, se aman y son capaces de arriesgar su vida con tal de permanecer unidas. Frente a la ética de estas chicas, al sistema de ayuda mutua, están las siniestras kapos, las bellas, sádicas y robustas que se acostaban con los oficiales alemanes y usaban látigos, gritos y palos, como si esos esqueléticos cuerpecitos de chicas pudieran rebelarse.

UNA VOZ PARA LA MEMORIA, de Miriam Bek y Miguel Kertesz. Planeta, 2012. Montevideo, 161 págs. Distribuye Planeta.

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