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Las máscaras de Gabriel Calderón

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Gabriel Calderón

En la casa de Gabriel Calderón los premios se guardan en el baño, las paredes sostienen repisas con libros y en el patio hay una sola planta, una Santa Rita a la que mira con terror porque podría tener arañas. Un retrato sobre las distintas facetas del dramaturgo más popular del teatro local.

En la casa de Gabriel Calderón los premios se guardan en el baño, las paredes sostienen repisas con libros y en el patio hay una sola planta, una Santa Rita a la que mira con terror porque podría tener arañas.
Aunque mide casi dos metros, es incapaz de matarlas porque les teme demasiado. Sentado en el único sillón que tiene, acomoda los brazos a lo largo del respaldo y dice que sus manos son muy expresivas, y que esto lo alegra porque uno de los principales problemas de los actores es no saber qué hacer con ellas mientras están en un escenario.

La casa se recorre en tres minutos y sin embargo es la misma en la que fue niño, en la que posó para una foto sosteniendo un conejo blanco, en la que su hermana se recuperó de una meningitis, y su madre cocinó cuatro comidas diarias para vender en los negocios cercanos. Durante algunos años, el cuarto donde en estos momentos duerme un niño y el cuarto en el que Calderón trabaja, se alquilaron a desconocidos para poder pagar las cuentas. Ahí aprendió a vivir solo. Alojó a amigos y a novias. Escribió su primera obra. Esa vez, del otro lado del teléfono incentivándolo a escribir estaba Dahiana, la misma mujer que ahora es la madre de su hijo.

A pocos pasos de la puerta de entrada uno se topa con juguetes de bebé y es como si un círculo vital estuviera regenerándose.

A pesar de que esta casa contenga tanta memoria como una sala de teatro, a pesar de ser el lugar en el que edificó su vida, Calderón no sabe los nombres de las calles que la rodean. El suyo es un caso extraño: estamos ante un artista que no cree en supersticiones, no tiene rituales y quiere mantenerse alejado de los mitos. Por eso, para recordar que no debe atarse a los logros, expone las pruebas del éxito frente al water.

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Aunque lleva una década siendo el niño mimado del teatro, hace poco que descubrió que escribe para ver a los actores actuando. Sus obras son trampolines para que puedan metamorfosearse frente a él, explica con la mirada reluciente de ambición. Por eso es que además de escribir dirige, y para entender mejor el trabajo de sus musas decidió volver a actuar. Todo forma parte de un mismo interés, porque lo que busca haciendo teatro es encontrarse con una actuación que no haya visto antes.

¿Pero cómo lo ven los otros?
Mientras fue estudiante de la EMAD, para el examen de egreso de primer año, lo vistieron de diablo. Unos años más tarde, Mariana Percovich transformó el texto de La gaviota en Chaika y le pidió que interpretara a Tréplev: el polémico representante del nuevo teatro. En mayo, bajo la dirección del coreógrafo Martín Inthamoussú, bailará en el Teatro Solís como el brujo manipulador que tuerce la historia en El lago de los cisnes.

—Esa imagen de oscuridad y de muerte, de niño terrible, es algo que decanta de las obras pero no es lo que yo soy. Yo soy mucho más amable. Yo soy un buen tipo.

Si se pensara a sí mismo como a uno de sus personajes, diría que es un tipo soberbio que se quiere demasiado pero que, aun así, desconfía de esa primera fama rápida y brutal que lo convirtió en alguien en quien no se reconocía. Dice que hace cuatro años dejó de pensar que su lugar en el teatro nacional era una equivocación, una especie de sucesión de malentendidos, y empezó a sentirse como un dramaturgo, como un buen escritor de textos que nadie va a leer pero que algunos podrían actuar.

—No creo ni en el actor ni en el personaje: creo en un actor haciendo un personaje. Me interesa crear una máscara para un actor y que el espectador se la crea aunque el tipo de actuación sea extrema. Lo que a mí me entusiasma de la escritura y de la dirección es ver ese movimiento.

Si Gabriel Calderón observara su propio movimiento, sería el de un niño con buenas notas que para evitar las burlas se convertía en el mejor amigo de los peores de la clase, o sea, de sus potenciales enemigos. El de un alumno de un liceo católico que se enamoró del teatro en un taller amateur y llegó a su casa entusiasmado por bautizar a sus gatos como Baco, Mefistófeles y D'Artagnan. El de un adolescente que arruinó el sueño paterno de un hijo médico y se inscribió en cursos de actuación. Sería el de un chico que escribió una obra en una semana para poder pasar más tiempo con una chica que no le daba corte. Pero la obra resultó premiada, al joven lo felicitaron, y se convirtió en un personaje público.

Gabriel Calderón vive en la misma casa en la que creció.
Gabriel Calderón vive en la misma casa en la que creció.

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En 2003 los jóvenes no estrenaban obras de teatro en el circuito comercial: esperaban en la vereda de enfrente a que algún director se interesara por ellos y los convocara para actuar en textos que escribían otros. Una tarde, después de ganar el concurso de Teatro Joven con Más vale solo, Calderón celebró con sus compañeros de la EMAD un nuevo premio: el Teatro Circular había elegido otro de sus textos, Las buenas muertes, para incorporar a su cartelera. Calderón dirigiría al elenco. Tenía 19 años.

El profesor de la materia era Levón, el gran actor de la Comedia Nacional.

—Compañera de Gabriel: ¿No vas a felicitarlo, Levón?
—Levón: ¿Por qué tendría que felicitarlo?
—Compañera: ¡Porque va a estrenar!
—Levón: En este país hay tanta gente que estrena...
—Compañera: Sí, ¡pero él es tan joven!
—Levón, dirigiéndose a Gabriel: Mirá Gabriel, la juventud es una virtud que todos tuvimos, tendrías que buscarte otra que te dure más tiempo.

Calderón recuerda este consejo con una sonrisa de oreja a oreja.

—Puedo nombrarte muchas de esas virtudes que decía Levón, como la templanza, la paciencia, la alegría o la empatía. Creo que la mejor es la empatía, porque si uno no es capaz de entender al otro nada tiene sentido.

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Ahora que se siente dramaturgo, a Calderón le preocupa buscar su mito de origen, es decir, eso que hace que una persona decida construir historias sobre un papel. Pero no lo encuentra. Aunque puso sobre las tablas la problemática de la violencia familiar uruguaya cuando nadie más lo hacía, asegura que tiene que esforzarse para encontrar algo que pudiera haberlo afectado en el pasado: "Mi familia está llena de divorcios y de emigrantes. Mis padres se divorciaron cuando yo era muy chico, pero siempre fueron amigos. Mi padre armó otra familia, pero yo cuidé mucho de sus hijos, viví en su casa. A veces creo que mi escritura es injusta con todos ellos porque es una familia disfuncional sí, pero completamente funcional en esa disfunción", opina.

Se acostumbró a escribir en cualquier lado: aviones, hoteles, bares, de madrugada, con la televisión prendida; escribió
Se acostumbró a escribir en cualquier lado: aviones, hoteles, bares, de madrugada, con la televisión prendida; escribió "Mi muñequita" en un McDonald's.

Su hermana Jimena es un año menor que él y también le tiene miedo a las arañas. "El gran drama familiar que recuerdo fue cuando Gabriel le contó a papá que iba a dejar la carrera de biólogo para dedicarse al teatro. Fue como si hubieran tirado una bomba", dice con exageración. O no: podría ser que al menos un segmento de la vida de este dramaturgo se haya parecido a alguna de las farsas que llevó al teatro.

Carlos Calderón, el padre, hace una pausa antes de contestar: "Esa fue una etapa tormentosa de nuestra relación que todavía me siguen reprochando porque estuvimos sin hablarnos durante un tiempo".

—¿Cuál era el problema?

—Me molestaba que desperdiciara su inteligencia. Yo tenía un esquema muy uruguayo según el cual uno estudia si hace una carrera tradicional, y además desconfiaba mucho de la estabilidad económica que puede ofrecer el arte. Pero me equivoqué y se convirtió en un intelectual.

Calderón se acostumbró a escribir en cualquier momento y en cualquier lugar. Por ejemplo, escribió Mi muñequita en la mesa de un McDonalds.

La primera versión tenía dos personajes: una joven con comportamiento infantil y una muñeca que hablaba. Jimena le dijo que era una esquizofrénica con delirios (había comenzado a estudiar psicología) y él quiso tirar el texto hasta que lo detuvo un amigo.

Leonardo Pintos conoció a Calderón mientras esperaban para dar la prueba de ingreso a la EMAD. Lo observó, y pensó lo mismo que la mayoría de la gente que lo observa desde que es un niño: "Es demasiado maduro para su edad".

En esos salones, además de inteligente Calderón se transformó en líder. Por eso cuando apareció con Mi muñequita bajo el brazo Leonardo, Cecilia Cósero y Mateo Chiarino (todos compañeros de generación) lo convencieron de prepararla. Incluyó en el grupo a esa chica que le gustaba y que no le daba bola, Dahiana Méndez, y convocó a otros dos actores mayores: Cecilia Sánchez y Leandro Núñez.
Luego, cambió la versión y escribió la obra para una muñeca, un mayordomo, una madre, un padre, un tío y una mujer que se comporta como una niña de siete años.
Ramiro Perdomo colaboró en la dirección.

SABER MÁS

Funciones de La ira de Narciso

Hoy y mañana, en la sala Hugo Balzo (Auditorio Nacional del Sodre), se presenta la obra de auto-ficción escrita y dirigida por Sergio Blanco. Se trata de un unipersonal a cargo de Gabriel Calderón.

Según recuerda Leonardo, fueron esos actores más experientes los que con su sentido del humor llevaron el drama a un tono de farsa. Luego de diez meses de ensayos, el Circular les hizo una mala oferta: estrenar los sábados a la medianoche. Pero aceptaron. Cada actor consiguió su vestuario, un amigo imprimió volantes gratis y Mateo llevó al teatro el sillón de su casa. Hacer Mi muñequita costó 1.500 pesos.

Tenían entre 18 y 24 años.
La crítica los elogió.
Los nominaron a los Florencio.
Empezaron las entrevistas.
Agotaron entradas durante cuatro años.
Hicieron más de 300 funciones.
El texto se tradujo a varios idiomas.
El elenco viajó con la obra por América del Sur, Centroamérica y Europa.

Dos generaciones de jóvenes vieron Mi muñequita. Con 21 años Gabriel Calderón se convirtió en el dramaturgo más popular de Uruguay y en un rostro habitual en las tapas de las revistas.

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Instalada en uno de los bordes más humildes de Nueva York, Blanca imprimía en blanco y negro los artículos de prensa que nombraban a su hijo. Irse fue la manera que encontró para sobrevivir a la crisis económica de 2002. Vio por internet la entrega de los Florencio en la que recibió el premio al Mejor Espectáculo y al Mejor Director por Morir (o no), la obra que dirigió al año siguiente del éxito de Mi muñequita.

De regreso, esta madre se encontró con un adulto de 23 años que además de ser un artista reconocido había aceptado un trabajo en el Ministerio de Educación y Cultura como Coordinador General de Proyectos Culturales. Los recortes de prensa siguieron acumulándose y ahora los guarda en un bibliorato que apenas puede cerrarse.

Durante cinco años trabajó en gestión en el MEC.
Durante cinco años trabajó en gestión en el MEC.

Bruno Gadea trabajaba en el MEC cuando llegó Calderón. "Vino a ordenar la cancha. Teníamos un presupuesto de 10.000 dólares que ya se había gastado y éramos 17 funcionarios para generar políticas culturales. No había nada hecho y estaba todo por hacerse. La estrategia del director de Cultura Luis Mardones era aceptar que podía pagar sueldos bajos y arriesgar contratando a jóvenes sin demasiada experiencia, pero que tuvieran ideas y ganas para aplicarlas", explica.

El Gabriel Calderón que eligió Mardones se comportaba como un provocador en los medios. Algunos colegas no le dirigían la palabra. Había insultado a las autoridades y criticado la falta de iniciativas culturales del gobierno.

—Creo que esos fueron errores de juventud. No me considero un tipo interesante en esa época. Ahora que soy más grande puedo entender porqué había gente enojada conmigo.

—¿Qué aprendiste trabajando en gestión?

—Dejé de ver el mundo desde los ojos del teatro. Aprendí a trabajar con los egos de los artistas: comprobé que uno puede creer ser el mejor y quizás no lo sea. A valorar el esfuerzo de los funcionarios públicos. A lidiar con 90 reuniones en un mes... Pero mi lugar no estaba ahí, yo extrañaba el teatro.

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El dramaturgo Sergio Blanco primero fue su profesor y después su amigo. Cree que Calderón tiene a los dioses adentro, porque este es el sentido etimológico de la palabra entusiasta. "Vive en un frenesí que lo hace estar en continuo movimiento. Yo diría que eso se traduce en cierta torpeza física. Es una persona que me hace cuestionar absolutamente todo. Aunque es muy generoso, juega mucho como opositor. Es uno de los pocos con los que me gusta no tener razón cuando discuto."

SABER MÁS

Carrera ejemplar

Abandonó la formación de actor en la EMAD porque ganó una beca de la Fundación Carolina para estudiar dramaturgia y dirección en España. Luego del éxito de Mi muñequita su carrera se despegó. Dictó talleres en Barcelona, y realizó una residencia en el Royal Court Theatre de Londres. Es miembro del Lincoln Center Theater Directors Lab y artista residente del Thétre des Quartiers dIvry en París. En Francia presentó una retrospectiva de su obra. Sus textos fueron traducidos al francés, alemán, inglés y portugués.

En La ira de Narciso (de Blanco) Calderón juega a interpretar un personaje ficticio que se llama Sergio Blanco pero recibe al público cantando temas melódicos en el escenario, que es uno de sus hobbies. Es fanático de Camilo Sesto, del "Puma" Rodríguez y de José Luis Perales. En otra escena baila. Inthamoussú, que ya lo hizo bailar en dos de sus espectáculos, dice que cuando Calderón está en una fiesta la gente forma un círculo para verlo: "Mientras todos bailan igual él inventa pasos nuevos". Con su torpeza, en varios momentos del unipersonal se tropieza con algunos cables y desacomoda parte del decorado: quienes convivieron con él sostienen que no hay persona más desordenada en el mundo. "Es caótico y exagerado, puede ser malhumorado, irónico, y muy contradictorio", describe Blanco.

—Es que uno es muchas cosas, -dice él para responder a estos cargos.

¿Qué otros personajes fue Gabriel Calderón?

Un niño enfermo al que le daban 13 inyecciones por día para controlar los ataques de asma y las congestiones. Un mal jugador de basquetbol. Un cadete de farmacia durante los veranos, y un joven estudiante de actuación que se mantenía atendiendo un minimercado.
Es también un adulto con alergias crónicas: al polvo, al polen, al sol.

                                                  ***

Además de tenerle miedo a las arañas, Gabriel Calderón tiene terror de repetirse, de convertirse en un mito, en una institución, en un nombre.

Pero en las últimas elecciones presidenciales protagonizó una publicidad para el Frente Amplio. Cuando Complot -la compañía que fundó junto a Inthamoussú- cumplió 10 años, aceptó posar para varias sesiones de fotos. En los subtes de París había afiches que anunciaban un ciclo dedicado a su trayectoria (Radical Calderón). Y cuando fue padre, la marca de ropa Levis lo eligió para protagonizar una campaña.

Gabriel Calderón ya es un nombre, por más que le pese.

—Me aburro fácil de todo, entonces, ¿qué mejor estrategia que cambiar siempre? El teatro es la única de mis cosas que no es pesada en mi vida, y por eso en cada obra intento algo nuevo, incluso cuando sé que el espectáculo no está tan bien como podría, lo hago igual, para acostumbrar al espectador a no esperar siempre lo mismo de mí.

En la habitación que antes alquilaba a un desconocido y en la que ahora funciona su estudio, hay un escritorio. En uno de sus bordes tiene un post-it pegado donde escribió varias veces el nombre de Dahiana, como si estuviera pensando en voz alta, como si estuviera revelando que ella es su amuleto.

Calderón piensa en cuál podría ser su mito de origen, ese que lo hizo escribir por primera vez, y se da cuenta de que tiene nombre, rostro y voz. Hace cuatro años, en los tiempos en que comenzó a sentirse dramaturgo, empezó una relación con Dahiana, la chica que lo incentivó a escribir y que ahora es la madre de Manolo, su hijo de 10 meses.

Cuando habla de ellos Calderón se avergüenza porque solo se le ocurren las mismas frases hechas que suelen decir los que se enamoran y se convierten en padres. Y hace un descubrimiento. 

—Ahora me doy cuenta de que mi único gran cambio ha sido ser padre. Con un hijo uno deja de ser el protagonista de su vida, ¿y sabés qué? Eso es un alivio.

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Gabriel Calderón

PERFIL MARIÁNGEL  SOLOMITA

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