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Obituario

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Andadura cosmopolita

Eduardo de Quesada

CON SABIA determinación, acertó a resolver el clásico dilema decidiendo ser cigarra en lugar de hormiga. Pero el prolongado y azaroso recorrido vital obligó a Fernando Díaz-Plaja a apurar a fondo el cáliz de la vida, hasta sus más amargas heces.

Ese dandy impenitente, que vivió como un príncipe, codeándose con buena parte de la crema de la sociedad madrileña de su tiempo y que gozó de una enorme popularidad en la grisácea España de los sesenta y primeros setenta, ese hombre culto y brillante, caprichoso y seductor, cosmopolita y dotado de un don de lenguas casi pentecostal, fue a acabar sus días entre la bruma de su cabeza extraviada, sin más proximidades ni cuidados que los que en forma humanitaria le prodigaban los enfermeros del Hogar Español de Montevideo, en medio de una situación económica casi desesperada.

Paradójico final para el autor de más de ciento cincuenta títulos, dato que suministran los medios españoles el mismo día de su fallecimiento. Pocos escritores en cualquier lengua del mundo -siendo su hermano mayor Guillermo otra de las infrecuentes excepciones- pueden reclamar la autoría de una obra tan extensa como fecunda, tan aplaudida como popular, tan variada en el estilo como diversa en la intención. Pero siempre tocada por la gracia de un hombre dotado de un excepcional ingenio y de un supremo sentido del humor, que al parecer refulgía aún con mayor brillo en la distancia corta, en la intimidad de la charla entre amigos o en los encuentros tertulianos, ese profundo sentido del humor que la ignorancia o el despiste de algún crítico ha podido injustamente confundir con la superficialidad o la frivolidad.

Investido de una formidable habilidad en el manejo de la ironía, igualmente rastreable en sus obras de mayor vuelo o ambición literaria, como las clasificables en su prolífica faceta de historiador y biógrafo, fue también un perspicaz y atento testigo de la convulsa España de su juventud, antes de comenzar su andadura cosmopolita que como profesor o conferenciante lo llevaría a recorrer más de medio mundo.

De ascendencia netamente catalana, escribió la mayor parte de su obra en castellano. Hermano menor de una familia de escritores, compartió oficio con los dos mayores, tanto Aurora (1913), especialista en literatura infantil, como Guillermo (1909), eminente investigador de la historia de la literatura española, catedrático y académico de la Real de la Lengua Española. Interesante ejemplo de una familia de lletraferits, tocados por la gracia misteriosa del cultivo profesional e intensivo de la literatura en muy diversas expresiones.

Fernando pasó en Uruguay la última década de su vida. Aquí escribió sus últimas obras, incluida la última de la saga de Los pecados capitales, dedicada a los orientales.

Aún nonagenario, cultivó el ejercicio de la natación hasta hace apenas dos años. Nunca llegó a perder del todo su elegante apostura, a la que añadía una cierta coquetería y una preocupación por la apariencia, perfectamente compatible con el inconfundible estilo de un gran señor. Mientras su salud se lo permitió, fue un asiduo concurrente de tertulias literarias celebradas en los veranos esteños entre un reducido grupo de escritores, poetas y periodistas.

Pocos españoles de mi generación -al menos los de nivel universitario- dejaron de leer las obras más relevantes de su copiosa producción, en especial su libro más vendido, El español y los siete pecados capitales, que superó el millón de ejemplares en más de veinte ediciones en español, y gozó de la traducción a varias lenguas. Fue su obra más popular, aunque no la más valiosa ni importante desde un punto de vista estrictamente literario. Ese éxito fulgurante le inspiró una secuela sobre el mismo tema, pero enfocado desde distintas perspectivas nacionales: norteamericanos, franceses, italianos y otros europeos desfilaron a continuación, igualmente "desnudados", con mordacidad siempre controlada y atemperada por su genuino espíritu compasivo y autocrítico, pero también sometidos al implacable escalpelo de un observador agudísimo.

A mi llegada a Uruguay, en el invierno austral de 2010, el maestro Díaz-Plaja había entrado ya en la fase declinante de su dilatada existencia, recluido en su retiro puntaesteño. No tuve el privilegio de conocerlo personalmente. Al verle por primera y última vez en la despojada y desolada soledad de su capilla ardiente, con tan solo dos personas presentes en la contigua antesala velatoria -pocas más acompañaron el exiguo cortejo fúnebre en el Panteón de La Española, cementerio del Buceo- no pude evitar caer en una melancólica reflexión sobre el final tan solitario que la fatalidad le reservó a un hombre que había gozado de éxito, fortuna y popularidad hasta un grado que pocos de sus colegas compatriotas y coetáneos lograron alcanzar.

La muerte es, a veces, tan absurda como la propia vida.

EL AUTOR: Eduardo de Quesada es el Cónsul General de España en Montevideo.

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