La llegada en abril de Sex and the City a Netflix fue la excusa perfecta para que unas cuantas millennials nos volviéramos a sumergir en las livianas profundidades de Carrie, Charlotte, Miranda y Samantha, visitáramos sus dramas como quien se reencuentra con viejas amigas, y desempolváramos algunos recuerdos. La lista incluye una indignación por el uso de colitas de pelo, pero también aquel cambio de vida que Carrie Bradshaw se propone cuando, en la última temporada, decide dejarlo todo por su enamoramiento de un conflictuado artista y, entonces, se va a vivir a París.
Hasta entonces la serie nos había vendido a Carrie como la esencia misma del neoyorquismo, y nos había convencido de un (frágil) empoderamiento. Pero cuando Carrie optaba por mudarse de país, dejar a sus amigas y abandonar el trabajo de escritora de columna de periódico, algo parecía desmoronarse.
En un intento por no soltarlo todo, Carrie le ofrecía al diario en el que colaboraba, The New York Star, hacer sus publicaciones desde Francia: contar la vida de una americana en París. Pero eso, le decían sus superiores, no le iba a importar a nadie.
Dieciséis años después de aquellos episodios de 2004, la premisa fue lo suficientemente buena como para que el creador de Sex and the City, Darren Star, la reformulara, se la ofreciera a Netflix y consiguiera un nuevo (y un tanto parecido) triunfo: Emily en París, que hoy presenta su cuarta temporada. Prima segunda de aquel hito, sigue los pasos de una chica igual de ingenua, igual de ilusa, igual de leve que Carrie, pero con el agregado de la extranjera que quiere cambiar, con modismos yanquis, las formas hedonistas de los franceses.
Protagonizada por Lily Collins, la serie se ha vuelto una de las comedias más populares de Netflix y, también, un placer culposo que alguien alguna vez definió como la mejor lobotomía posible.
Su historia avanza con una frivolidad pasmosa, pero nada importa cuando al final del día, lo único que se necesita es una vía de escape.
La serie transmite la misma ligereza con la que Emily anda por las calles de París. Superados los obstáculos laborales que motivaron las dos primeras temporadas, el inicio de la cuarta la encuentra intentando reordenar la vida tras los estragos recientes. Esto es, Gabriel y Camille (Lucas Bravo, Camille Razat), su interés amoroso y una de sus pocas amigas francesas, decidían casarse de apuro tras confirmar un embarazo, pero la novia se fugaba en el altar al comprobar que Gabriel y Emily estaban enamorados. Esa revelación derrumbaba la relación de la protagonista con el inglés Alfie, con quien justo iba a estelarizar una campaña de publicidad de perfil alto.
Emily en París está encorsetada en ese tipo de enredos con algún pincelazo melodramático, o sea, entretenimiento puro, por lo que sorprende que, en este regreso, se intente cruzar la trama con una línea narrativa mucho más dramática: la potencial caída de un magnate que ha sido abusivo con las mujeres y que, entre sus víctimas, supo tener a Sylvie Grateau (Philippine Leroy Beaulieu), la fabulosa jefa de la protagonista. Los hilos que cosen el parche se ven por todos lados, pero la jugada confirma que Sylvie es el mejor personaje de la plantilla y, con un poco de esperanza, una buena candidata para un spin off.
Desventuras amorosas, una cuota de fantasía y, ahora, un forzado componente que intenta acoplarse a la conversación poniéndole un manto de seriedad a una propuesta que no la tiene, parecen definir el regreso de Emily en París que, fiel a las nuevas estrategias de Netflix, dividirá su cuarta temporada en dos: hoy llegan cinco episodios (El País pudo ver tres), y los otros cinco vendrán el jueves 12 de setiembre.
En el mejor de los casos, Emily en París sigue siendo como perderse adentro de un sueño: por un rato, tenemos permitido querer (mucho) una vida como esta. Total, mañana será distinto.
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