El Club de la Cumbia: crónica de la noche que convirtió al Velódromo en un baile para 9.000 personas

Bailar para pasarla bien, bailar para sentirse vivo. El jueves, la banda Cumbia Club hizo el "after office" más grande de su historia con Emiliano Brancciari, Agustín Casanova y más invitados. Así fue.

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Público en El Club de la Cumbia, en el Velódromo.
Foto: Marcos Mezzottoni

Bailar antes de que exista la música. Bailar para que exista la música. Bailar como un ritual, como una ceremonia, como un método. Bailar para que llueva. Bailar para preparar la guerra. Bailar para procrear. Bailar para rebelarse. Bailar para resistir. Bailar para divertirse. Bailar para entretener. Bailar para competir. Bailar para ejercitarse. Bailar para enamorar. Bailar para conocerse. Bailar para emocionar. Bailar para espantar el miedo. Bailar para dejarse ir. Bailar para no pensar. Bailar para olvidar. Bailar para, por un momento, dejar de buscar una respuesta. Bailar para dejar que algo exista, aunque nunca podamos explicarlo.

Bailar, esa fuerza natural que invoca El Club de la Cumbia y que hace que un jueves 7 de diciembre, en el Velódromo de Montevideo, 9.000 personas se reúnan con un único propósito. Bailar, porque entonces no hay nada que entender.

Bailar para sentirse vivo. De eso parece tratarse todo esto.

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Vanesa Britos en El Club de la Cumbia, el 7 de diciembre.
Foto: Marcos Mezzottoni

El Club de la Cumbia se proclamaba el after office más grande de la ciudad aun cuando su escala era media. Empezó en 2019 como un proyecto con Cumbia Club, la banda que se fundó en 2016 con la intención de reversionar la cumbia villera, y que decantó a grupo de composición propia y fusión, en el centro. Tenía, desde entonces, una lógica bien definida: era una fiesta bailable que, el segundo jueves de cada mes, empezaba a las 20.00 y terminaba poco después de la medianoche, con una orquesta residente, selectores musicales, invitados. Su casa era la Sala del Museo. Sus convidados, un cóctel entre Martín Buscaglia, Fata Delgado, Julieta Rada, Victoria Ripa, Eli Almic, Julián Kartún, Dani Umpi, Luana, Natalia Oreiro, Bersuit Vergarabat.

En el medio vino el covid. Uruguay funcionó bajo el lema de la libertad responsable, pero en el resto de los países las reglas fueron otras: hubo confinamientos estrictos, salidas restringidas a 20 minutos diarios, muchas prohibiciones, altísimos índices de mortalidad. Un miedo profundo, instintivo. La sensación de que nos habían sacado hasta la propia piel: de repente, tocarnos podía ser fatal. De repente, todo lo que teníamos era un cuerpo bajo amenaza.

Entonces, como secuela central de aquel tiempo pandémico, emergió la conciencia del disfrute. Ante la crisis económica, la angustia, la ansiedad y los resabios del pavor, la respuesta ha sido una tendencia a la ebullición: se agotan las entradas para obras de teatro y recitales, se triplica la oferta de talleres, se llenan las agendas de eventos sociales, se expanden las propuestas culturales, se acentúa la experiencia. Y se encuentra una excusa para bailar. La explosión de El Club de la Cumbia es consecuencia directa de esta urgencia.

El público, a esta altura, se parece a una comunidad. Es adulto, de centennial para arriba, el que quiere volver a casa apenas entrada la madrugada. Va en pareja o en barra de amigos, canta Yerba Brava y Mensajeros del Amor y Calle 13 con entusiasmo generacional, agota las entradas de cada fecha mensual en cuestión de horas, demanda felicidad.

Ante eso, Cumbia Club fue ampliando la escala. En diciembre pasado, el after office convocó a 5.000 personas en la Rambla de Punta Carretas y, en agosto de este año, repitió en el Antel Arena. Entonces Hernán Díaz, cantante, guitarrista y uno de los 12 integrantes que hacen Cumbia Club, dijo a El País: “Luego de eso, no sé”.

Al final supo. Este jueves, El Club de la Cumbia tuvo la versión más grande de su historia, con 9.000 personas en una pista a medio camino entre el boliche montevideano y el raid del interior.

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Toma aérea de El Club de la Cumbia en el Velódromo.
Foto: Marcos Mezzottoni

Hubo dos vueltas de show en vivo, invitados de lujo como Vanesa Britos, Chacho Ramos, Emiliano Brancciari y Agustín Casanova; fuegos artificiales, cumbias de todas las décadas, cerveza y gin tonic y fernet. Reggaetón viejo y cuartetazo violento, sesiones de Bizarrap y un poco de pop. El público de siempre y el recién llegado: parejas del palo del rock, grupos de amigas que llevaban años sin salir, familias enteras con la imperiosa necesidad de pasarla bien. Alrededor de todo eso, una idea implícita de cómo la música no es solo lo que dice, cómo suena, qué aporta, sino el lugar al que nos lleva, todo eso que nos hace sentir. Un recordatorio de por qué hay que bailar.

Bailar porque mientras se baila, con la cadera y con los hombros, con las manos y los ojos, con los órganos y la rabia, con el sudor y la piel, lo único que importa es eso: el cuerpo vivo, el mundo en pausa.

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