RIO DE JANEIRO | FABIAN MURO
"¡Absolutamente! Nunca hubo duda alguna al respecto", dice Richard Bona cuando se le pregunta si piensa que estaba destinado a ser músico.
El bajista, intérprete y compositor recibe a El País en un hotel de Copacabana. Es temprano y la noche anterior fue larga, con un concierto en el boliche carioca Mistura Fina que estuvo dividido en dos partes y que concluyó bastante tarde. Dice estar cansado y tener sueño, pero en pocos minutos ya está conversando vivazmente sobre lo que más le apasiona: la música. "Mi abuelo era músico, mi madre era cantante, los amigos de mi familia eran músicos. En ese ambiente crecí, en un pueblito de Camerún. Ahí, las opciones para que un niño se divirtiera eran dos: jugar al fútbol o dedicarse a la música. Nada más. No había Internet, videojuegos, televisión o teléfonos celulares. Puede que para algunos eso suene como limitado, pero a mí me dio tiempo para dedicarme completamente a la música. Mi primer instrumento fue el balafon. Tocaba y cantaba durante horas y horas", recuerda. Antes de cumplir los 15 años, ya se había mudado a la ciudad de Douala con su padre, era músico profesional y había descubierto que sería bajista. "Cuando sos adolescente, querés y sentís que podés hacer todo, tocar muchos instrumentos, cantar, componer, tenés mucha energía. Y yo tocaba la guitarra, cantaba en distintos boliches de la ciudad. Hasta que alguien me prestó un disco de Jaco Pastorious. Luego de escucharlo, supe que el bajo sería mi instrumento principal".
Con la misma determinación y dedicación que cuando era un párvulo, el músico que el próximo miércoles estará en el Teatro Solís, se apoderó del bajo y se hizo una reputación como uno de los más talentosos del instrumento. Douala empezaba a quedarle chica y a los 22 se instaló en París. No pasó mucho tiempo antes que varios de los más consagrados músicos de jazz repararan en sus endemoniados dedos. Empero, no dejó de lado ni la composición ni el canto, y dedicó una buena parte de sus siete años en la capital francesa a estudiar y cultivarse como compositor, arreglador e intérprete.
SALTO. A los 27 años, un viaje a Nueva York le hizo sentir que París era una etapa concluida. "Llegar a Nueva York fue una liberación. No es que me sintiera mal en París. Hay grandes músicos y amigos ahí. Pero el ritmo de Nueva York era mucho más apropiado para mi concepción de la música. En París, todo se piensa y se discute previamente, y en demasía. Cuando llegaba la hora de tocar, ya no tenía ganas, estaba agotado de tanto hablar. Pero en Nueva York me ha pasado de conocer a alguien recién después de haber tocado con esa persona. Terminamos de ensayar y enseguida le pregunto `¿Cómo te llamás?` (sonríe).
En la Gran Manzana, Bona ascendió rápidamente entre los sesionistas. Su bajo y voz empezó a acompañar músicos como Joe Zawinul, Herbie Hancock, Bobby McFerrin, David Sanborn y Pat Metheny, entre muchos. Pero también supo abrirse camino como líder de un proyecto a su nombre, armando bandas y editando discos.
El más reciente de ellos se llama Tiki y de alguna manera pretexta el recorrido que Bona realiza por los países latinoamericanos, auspiciado por las embajadas de Francia y la Asociación Francesa de Acción Artística. Con un enfoque preciosista y con gran cuidado por los detalles, Tiki establece puntos de conexión musical entre algunas partes de Africa y Brasil. Pero Bona no quiere saber de rótulos. "En realidad, no dicen mucho acerca de la música. A veces leo que yo supuestamente hago algo así como soul-funky-jazz-world music... ¿Qué es eso? No me reconozco para nada. Y la verdad, suscribo totalmente a la idea de que solo existen dos tipos de música: la buena y la mala. Todo lo demás... si es rap, rock, jazz, lo que sea, es secundario", afirma, por única vez en la entrevista, con vehemencia.
La reticencia de Bona a encasillarse posiblemente esté arraigada en una historia personal: lleva consigo los ritmos y las melodías de tres continentes. En sus discos, todo eso se despliega desde su bajo, su voz -canta en tres de las más de 200 lenguas y dialectos de Camerún- y los músicos que lo acompañan.
Pero escuchar una grabación de Bona tiene poco que ver con ir a uno de sus conciertos. "No tiene sentido. Si querés escuchar lo mismo que en el disco, quedate en tu casa. El escenario es para otra cosa, es para la espontaneidad, la interacción entre los músicos, divertirse tocando y llegar a los corazones de la gente que va esa noche, darle satisfacción. Y disponer de un espacio de libertad. Soy muy exigente como líder de la banda, todo tiene que estar bien. Pero también les doy los colores que los músicos necesitan para pintar el cuadro que sienten que tienen ganas de pintar. Además, nunca vuelvo a escuchar algo que grabé, porque siempre descubro errores y me arrepiento de de algunas decisiones. Una vez que lo termino, ya está", sostiene.
En Tiki, como ya se ha mencionado, hay un fuerte componente brasileño. Sin ir más lejos, en el disco Bona canta con Djavan. Y a lo largo de su trayectoria, el bajista ha forjado vínculos musicales con gente como Lenine y el percusionista Marcos Suzano (quien participó en el disco Eco, de Jorge Drexler, por ejemplo). El concierto de la noche anterior no era el primero que Bona realizaba en Brasil, algo que se palpaba en la recepción que le dio la audiencia del boliche esa noche. "La buena relación que tengo con el público que me viene a ver en Brasil se basa en un hecho muy simple: lo que yo hago es reconocible acá. Porque vino a esta tierra desde la mía, y se mezcló con las armonías europeas. Y lo mismo ocurre en el sentido contrario. Si yo le hago escuchar un samba a mi madre, te aseguro que a los pocos segundos la está bailando. Porque viene de la misma raíz".
La relación que lo une a la música brasileña es la más fuerte que tiene con los sonidos de América Latina. Pero no la única: "Conozco al argentino Luis Salinas, muy buen guitarrista, pero de Uruguay poco y nada", dice antes de su primera visita a Montevideo. Sin embargo, cree reconocer el apellido Fattoruso "¿El no grabó un disco en Nueva York?" tantea (Bona se refiere a Homework, un disco que el tecladista grabó para el sello del productor neoyorquino Neil Weiss, Big World).
Aunque no reconozca ningún otro apellido de algunos de los exponentes de la música nacional, sabe desde hace años dónde está Uruguay: "Man, me acuerdo de ir muchas veces a los entrenamientos del Olympique de Marseille cuando vivía en Francia. Y uno de mis ídolos de ese cuadro era Enzo Francescoli. Gran jugador. Admiraba cómo jugaba, pero también como profesional. El y el brasileño Mozer eran los primeros en llegar y los últimos en irse del entrenamiento. Eso me inspiraba respeto". Cuando se le menciona que en su propia tierra Francescoli no concita unanimidad, Bona se sorprende: ¿No? Qué raro... En mi pueblo es al revés. Si llegara el mejor bajista del mundo a tocar, le dirían: `Allá afuera podrás ser el mejor, pero acá estás atrás de Richard`", cuenta entre risas y se prepara para partir hacia un nuevo concierto, en un festival en las afueras de Rio.
Africa, Europa y América Latina en cinco cuerdas
En el escenario, el tecladista holandés Etienne Declin prueba sonidos y deja que sus dedos reestablezcan parte de la intimidad con los instrumentos que lo acompañan por teatros y clubes como el Mistura Fina. Más o menos unos cincuenta cariocas esperan para disfrutar. Una vez que Declin termina, no pasan muchos minutos antes que se anuncie el comienzo del concierto. Primero suben los acompañantes: el baterista cubano Ernesto Silveiro, el guitarrista estadounidense Gregg Fine, su compatriota el saxofonista Michael Aaron Heick, Declin y el percusionista colombiano Samuel Torres. Bona toma su bajo de cinco cuerdas y comienza a cantar y tocar. En vez de arrancar demostrando toda su musicalidad y destreza, el recital nace con unos suaves y serenos falsetes de Bona, en un registro similar al del cantante Aaron Neville, del grupo The Neville Brothers. Pero pronto se conjura un groove polirítmico que se desplaza con total libertad y swing entre distintas tradiciones musicales. Bona, además de exhibir un virtuosismo en el bajo que roza lo inverosímil, es un experto showman: bromea con el público, hace cantar, experimenta y se entrega con la banda a las explosiones armónicas que provocan la cada vez mayor aprobación de los presentes. Cuando termina y baja del escenario, estrecha muchas palmas irrigadas por el acelerado torrente sanguíneo. Y el camerunés sonríe, satisfecho por otro pequeño pero sabroso triunfo en la Cidade Maravilhosa.