Jorge Abbondanza
Películas magistrales hubo muchas en 115 años de cine, pero sólo algunas de ellas han sido lo que cabría definir como un acorde perfecto, es decir un punto casi prodigioso donde la emoción, el vuelo de significados, la sugestión de un estilo, la delicadeza expresiva, el clima poético o la fuerza dramática alcanzan su nivel ideal y su combinación plena. Un gran director es capaz de mantener a lo largo de su carrera las dosis de exigencia, de fidelidad a un sello personal, de independencia creadora, de búsqueda de la belleza y de compromiso con el manejo de ciertas ideas, repertorio que en los mejores casos acompaña a la maestría, pero incluso en esas alturas sólo en contadas ocasiones el resultado llega a tocar la completa armonía entre forma y fondo, el maravilloso acuerdo de todos los componentes que puede identificarse como un acorde perfecto.
Desde hace dos días está en cartelera un film coreano llamado Aliento, de Kim Ki-duk, donde el misterio de un relato sin explicaciones se funde con los otros misterios -el del sentimiento, el de la vida, la solidaridad y la muerte- que rondan esa historia, en un modelo de unidad poética nada frecuente y por momentos casi mágico. A ese nivel han llegado por distintos motivos algunas películas del pasado, desde la confluencia entre humor, lirismo y desconsuelo final que Chaplin desplegaba en Luces de la ciudad, hasta la ráfaga de conmoción y melancolía que John Ford soplaba sobre Qué verde era mi valle, o la corriente en que los recuerdos de una larga vida flotaban hasta adormecerse en el broche final de Cuando huye el día de Bergman.
Pocos han trepado a los grados de compadecimiento y los extremos de congoja que Bresson derramaba sobre la peripecia de una criatura inocente en Al azar Baltasar, y pocos se han internado en un cuadro coral sobre la clase campesina como Ermanno Olmi en El árbol de los zuecos, manejando el río de su tema con la misma serenidad de la conciencia que planeaba sobre él. Pocos en el cine han podido concertar una mirada crítica en torno a la cultura contemporánea con el aire burlón pero revelador que Buñuel hacía brillar en El fantasma de la libertad, y pocos han retratado a un artista plástico logrando que su carácter se trasluciera en un enfoque idéntico al personaje, como ocurría en Frida de Paul Leduc.
Casi nunca se ha podido ilustrar la silenciosa generosidad de espíritu que Kurosawa mostraba en el viejo protagonista de Vivir, empeñado en dejar a este mundo un bello legado antes de morir, y rara vez el ceremonial de unos placeres gastronómicos pudo transformarse en un canto a la vida como sucedía en La fiesta de Babette de Gabriel Axel. Por razones vinculadas al placer estético y también a la sabiduría, al control de la inteligencia, a la intuición artística o al resplandor del talento, en los casos mencionados (y seguramente en otros de similar fascinación) se dio el encuentro de una sustancia valiosa con una envoltura fuera de serie, de la misma manera en que puede brotar la luz al unir los cables adecuados. Esos han sido los acordes perfectos.