Como el ser humano a casi todo se adapta, parece que ya los uruguayos nos vamos acostumbrando a que Alejandro Atchugarry haya dejado de ser el Ministro de Economía. Pero convengamos en que cuando tal noticia se hizo pública, poco antes del mediodía del martes 19 de agosto, la reacción generalizada osciló entre el asombro, el desconcierto y la consternación.
Este último sentimiento, mezclado con el anterior, era el que exhibía —con semblante hondamente preocupado— mi amigo el Dr. Enrique Cadenas, que fue quien primero me transmitió esa noticia "bomba", absolutamente inesperada para toda la población. Mi reacción fue similar a la de él, mezclada con una pizca de incredulidad. ¿No se tratará de que algún despistado se mandó una broma de inocentes, creyendo vivir en un 28 de diciembre? ¿O de algún bolazo echado a correr por un irresponsable?
Esas eran las esperanzadas interrogantes que me autoformulé, mientras enderezaba mis pasos hacia el Club Uruguay, donde todos los martes al mediodía se celebra el acostumbrado almuerzo de los rotarios. Pero no, no bien llegué a las puertas del señorial edificio debido al genio del Ing. Andreoni, la mala noticia me fue, allí mismo, confirmada plenamente. El sentimiento de asombro que me embargó, de auténtica incomprensión de lo ocurrido, solo fue superado, a lo largo de mi vida, por el impacto desolador que experimenté a las seis de la mañana del 27 de junio de 1973, cuando mi madre me despertó con la espantosa noticia del golpe de Estado, confirmada por las marchitas militares que difundían todas las radios.
Se trataba, sin duda, de un hecho "inverosmil", según recordada pifia idiomática de un amigo trouvillense. Así lo confirmé al entreverarme, en el segundo piso del edificio, con el crecido número de personas que ya estaban presentes. Todos estaban impactados y muy preocupados. Nadie, además, acertaba a dar una explicación cierta y convincente de los motivos de la dimisión de Atchugarry. El sentir general era de mayúscula sorpresa y de desasosiego. Tan inesperada era la muy mala nueva, que hasta se registró el siguiente jocoso episodio.
Un distinguido ex magistrado, madrugador en el arribo a la acostumbrada cita, ya estaba sentado en su mesa y lugar de siempre. Allí lo abordó un contertulio y, sin más, le dijo:
—¿Viste? Renunció Atchugarry.
—¿Cómo? No sabía que era socio del Rotary... respondió el interpelado, un poco desconcertado.
Todo ese desconcierto, seguramente reproducido hasta en los últimos rincones del país, mide el grado de confianza que había llegado a inspirar la casi traslúcida figura del ex Ministro. Se le había confiado el timón de una nave al garete y al borde del hundimiento. Y él había sabido calafatearla, conducirla hacia aguas menos tenebrosas y, acercarla a buen puerto. En consecuencia, lo dijéramos o no, tirios y troyanos lo considerábamos imprescindible e insustituible.
Por cuya causa le es aplicable, a su retiro, la anécdota de Thomas Jefferson cuando subrogó a Benjamín Franklin como embajador de su país en Francia. Díjole entonces el canciller francés, Mr. de Vergenes:
—¿Viene Ud. a reemplazar al señor Franklin?
—Vengo a ocupar el cargo que él deja, pero reemplazarlo no podría nadie, fue la respuesta.
Algo similar ocurrió con la dimisión de Atchugarry, dicho ello con todo respeto por el economista Alfie, a quien deseamos el mayor éxito en su difícil gestión.
El duende de la trastienda dio el domingo 24 hasta seis razones de la renuncia de Atchugarry, todas comprensibles y no todas justificables. No obstante, lo cierto es que la misma causó auténtico asombro y honda preocupación.
No pudimos decirlo el lunes pasado, pero igual lo decimos hoy. Es nuestra manera de homenajear al patriótico flaco Atchugarry. Bien lo merece.