La llegada de la izquierda al poder en el Uruguay despertaba curiosidad en el seno de las agencias internacionales, que preguntaban con insistencia sobre las similitudes que surgirían con los gobiernos de la región, también izquierdistas, e inclusive con los regímenes de Chávez o Fidel Castro. Un nuevo mapa ideológico se dibujaba en la castigada América Latina.
A todas las requisitorias nuestro Presidente respondía con milimétrica exactitud: "Nosotros llevaremos adelante un modelo propio y uruguayo", y a cuatro meses de su mandato es bueno reconocer que tenía razón, no existe por estos lados un gobierno con las características del nuestro con que nos podamos comparar.
El nuestro es una mezcolanza de batllismo, peronismo, chavismo, con algunas gotas de lo que significa la Concertación chilena y el carisma de Lula.
Del batllismo hereda la concepción estatista, la que coloca al Estado como centro de la sociedad y eje fundamental de las soluciones que la misma reclama. Por eso se explica la creación de centenares de comisiones multidisciplinarias en cuanta oficina pública se conciba, la formación de Consejos consultivos variados y la permanente injerencia en resolver las controversias entre privados. La actitud del Ministerio de Trabajo, el casi rengo Plan de Emergencia y decisiones tales como no permitir que las mutualistas desarrollen campañas publicitarias, tarifar las lentejas y la falda o definir la seguridad de la población soltando cerca de mil presos son ejemplos de cómo concibe esta Administración la generación de porvenir.
Es indudable que el modus operandi del Frente en el poder tiene mucho de peronista, muchos debajo de la misma bandera (la justicia social o el desprecio hacia el resto de los partidos), pero sin el mínimo pensamiento similar; a diario asistimos al cruce de declaraciones entre jerarcas, legisladores o militantes de izquierda sobre el más variado menú temático, lo que demuestra a las claras las enormes diferencias de concepción nacional que tiene cada uno de los partidos que conforman el Gobierno y por lo visto las noveles administraciones comunales.
Esto hace que desde el oficialismo surja la agenda política, que se interprete discrecionalmente el orden jurídico y se sucedan en esas controversias internas la formación de opinión a favor o en contra de las prioridades de la semana, que llevan al Presidente a continuar con su estrategia pendular de apoyar tal o cual postura para defender los equilibrios internos de la fuerza política.
Hasta ahora los que estamos en la oposición nos hemos quedado casi sin espacio para generar masa crítica, que salvo en contadas circunstancias somos rehenes de quien tenga las acciones en alza dentro del Encuentro Progresista.
Lo último para resaltar es ese resabio parecido a Chávez que algunos gobernantes manifiestan; la muletilla de la herencia maldita que esconde las responsabilidades asumidas por propia voluntad y la peligrosa manía de culpar a los medios de comunicación de los horrores en el ejercicio del poder recuerdan la persecuta permanente de quien se autodenomina el sucesor de Bolívar.
De la izquierda chilena es evidente que el equipo económico tomó debida nota y que la popularidad de Vázquez se asemeja mucho a la de Lula, que por arte de magia no tiene la culpa de las macanas y carga para sí todo el mérito de los aciertos.
Dicen que los latinoamericanos cuando escribimos somos especialistas en trasmitir y describir sensaciones, olores y colores; este Uruguay contemporáneo decidido a tener su propia identidad puede, de seguir así, ser un protagonista de lujo para una novela de Vargas Llosa o de Jorge Amado.