Eduardo Jiménez de Aréchaga catedrático de Derecho Internacional Público enseñaba que entre los principios jurídicos de Occidente, en lo internacional primaba el “pacta sunt servanda”, que en criollo reza “los tratados deben cumplirse”. Afirmación hecha en beneficio de la paz mundial. Cuando su prédica estaba cercana la creación de la Organización de las Naciones Unidas, a fines de la Segunda Guerra Mundial (1945), cuya principal competencia era y debería ser prevenir conflictos, y en caso de que ocurran, la de actuar como fuerza policial para separar a los contendientes.
Los estados nacionales como entidad institucional cobraron forma desde el Tratado de Westfalia, de 1648. El acuerdo puso fin a una guerra europea que tenía entre sus protagonistas al Sacro Imperio Romano Germánico, la Monarquía Hispánica, los reinos de Francia y Suecia, las Provincias Unidas (Países Bajos) y algunos protagonistas más. Fue mojón de la realidad jurídica internacional contemporánea. Los estados nacionales, los países, son los sujetos que la ley internacional reconoce para actuar en nombre de sus pueblos. Hay factores fácticos de influencia multinacional, como las grandes corporaciones financieras, industriales (lo que incluye la fabricación de armas), comerciales, informáticos, de servicios, y otros fines que inciden en las decisiones nacionales.
En la era moderna y actual ha habido acuerdos que tuvieron dramática y trágica proyección. Uno fue en 1939, el acuerdo de no agresión entre el tirano comunista ruso José Stalin y su par alemán, el nazi, Adolfo Hitler. Una vez firmado tras repartirse Polonia, Stalin inició la expansión rusa comenzando por Lituania, Estonia y Letonia y Hitler a paso de ganso pasó a ocupar estados vecinos hasta llegar a Francia. Lo último dio inicio a la Segunda Guerra Mundial y al Holocausto.
Otro tratado relevante fue tras esta guerra el Acuerdo de Potsdam, firmado por Stalin por la URSS, Churchill por el Reino Unido, y Truman por los Estados Unidos. Allí se repartieron el mundo las potencias principales del orbe en zonas de influencia. Luis Alberto de Herrera definía estos entendimientos como un “festín de leones”.
Los hechos citados están en la base de la realidad internacional de nuestros días. Un dato insoslayable es que Estados Unidos y Rusia son potencias con armamento atómico. Desde que esto ocurrió, a mediados de la década del 40 del siglo pasado, está planteado el riesgo de que una guerra nuclear estratégica acabe con buena parte de la humanidad y el planeta.
Hoy, el presidente norteamericano, Donald Trump, sin protocolos diplomáticos ha tomado drásticas decisiones relativas a la guerra en Ucrania. Toda la legalidad internacional ha sido ignorada. Abruptamente ha tomado partido por la Rusia de Vladimir Putin. En lo militar ha puesto en duda la sobrevivencia de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Ha desconocido a la Unión Europea y a todos los países europeos en las negociaciones sobre el conflicto. Ha apabullado abusivamente en una reunión personal con cámara universal abierta al presidente ucraniano Volodimir Zelensky. Y sea la solución final que sea aspira le reconozcan el 50% de la rentabilidad de la explotación de las “tierras raras” ucranianas.
El orden internacional cruje. Desde el asombro da para más.