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Bien común y mayoría

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Aunque en sus orígenes reivindicativos las causas que llevaron al nacimiento (más bien nacimientos) de la Democracia, se expresaban en contenidos más concretos, (la libertad, en diversas formas), el sentido último, el objetivo buscado, era el Bien Común, un concepto ya manejado por Aristóteles, muchos siglos antes.

Se trata de un universo de valores que, si bien intuitivamente captamos de qué estamos hablando, aterrizarlo requiere de esfuerzo, intelectual y volitivo.

Mientras el mundo (occidental) funcionó sustancialmente orientado por una filosofía fundada en la teología cristiana, discernir los contenidos de ese Bien Común y transformarlo en normas, fue relativamente fácil. El espectro de opiniones estaba bastante acotado. Los criterios para distinguir el bien del mal y el sentido de la vida, tanto personal como en sociedad, respondían a principios claros e indiscutidos.

Pero ese consenso se resquebrajó a partir de las reformas protestantes y hubo que salir a buscar mecanismos sustitutivos. Porque, al fin y al cabo, el hombre tiene que reconocer un sentido para su vida y las sociedades precisan canalizar la convivencia con la mayor armonía posible.

Ahora bien, si las premisas que aguantaban esas estructuras ya no son compartidas, ¿cómo se marca la cancha? O, desde otro ángulo ¿quién la marca? ¿Quién será el que decida en último término? Seguiremos buscando razones y explicaciones de lo que está bien y de lo que está mal, pero a la hora de traducirlo en normas aplicables a otros, ¿dónde radicaremos la facultad de promulgarlas?

Ya no habrá criterios universalmente aceptados. Entonces, si lo cualitativo (valorativo) no puede ya subsistir por sí solo, hubo que buscar un criterio cuantitativo: la mayoría.

En los arranques, el criterio cuantitativo estuvo muy pegado a la herencia valorativa y la mayoría relevante, a la cual se confiaba el discernimiento y la determinación del Bien Común, era claramente valorativa (es decir, acotado a valores considerados universalmente razonables). Así, la Democracia arrancó siendo un asunto conducido por: hombres, maduros y propietarios.

El tiempo, sin embargo, fue flexibilizando estos parámetros, hasta que solo quedaron vestigios del segundo. El criterio de la mayoría fue haciéndose más y más cuantitativo y en ese proceso, los fines puestos a la Democracia, fueron creciendo, en número y en amplitud. Ya no será solo un tema de vida, libertad y propiedad. La lista de deberes y de expectativas no parará de crecer (avanzando los primeros sobre los segundos). A medida que iban sumándose nuevos sectores al funcionamiento de la Democracia, la lista de objetivos iba creciendo, resuelta por una mayoría que fue aumentando numéricamente y haciéndose más variada. La Democracia ya no sería más un asunto de unos pocos.

Irónicamente, ese proceso ha venido revirtiéndose en las últimas décadas. No es que hayamos vuelto a los orígenes de las democracias censitarias, pero sí que las mayorías están cada vez más “cargadas”. Razones humanas, de dos tipos, han llevado a que, hoy en día, la configuración de los objetivos de la Democracia, el viejo Bien Común, esté muy determinado por la edad de los votantes y por el tamaño de las burocracias estatales.

Dicho más claramente: las decisiones políticas están siendo condicionadas crecientemente, por el pe-so que en los padrones electorales tienen los veteranos y por el poder de los dependientes del Estado.

Este cambio, de creciente evolución en muchísimas sociedades, pesa decisivamente a la hora de tomar decisiones. Sin ir más lejos, como los recursos económicos son por definición finitos (lo que se destina a Pedro, no lo recibe Juan), una de las consecuencias es que los presupuestos públicos son absorbidos por rubros co-mo las pasividades y los salarios estatales, en detrimento de necesidades afines a la niñez y la adolescencia, (tal como ocurre en nuestro país).

Aún sin descender a niveles tan concretos, la fórmula vetes + funcionarios, opera como un freno al cambio, una resistencia a encarar reformas de fondo: lo estamos viendo en el Uruguay con las discusiones sobre las reformas previsional y educativa.

Incluso, ya hay estudios, acerca de los efectos que la vejez poblacional está teniendo sobre la productividad. Los viejos no son grandes hinchas de la innovación y no les seduce mucho que les pidan sacrificios presentes para mejorar futuros. Dicho en otros términos, la mecánica de funcionamiento de la Democracia, apunta crecientemente en una dirección que no es la del Bien Común. Cuando prácticamente la mitad de los votantes son pasivos jubilados, la concepción sobre el futuro y el progreso carga un lastre muy grande. Y la tendencia tenderá a agravarse.

Todavía no llegó a los titulares de la prensa, pero es uno de los más serios problemas de las sociedades contemporáneas.

Es hora de encararlo.

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