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Viaje en el tiempo al mayor cenáculo intelectual del país

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La Quintana: el arquitecto Jorge Schinca recorre el camino de acceso a la casa, poblado de plantas y árboles. Foto: hijo de Carmen Fernández

UN CENTENARIO INSOSLAYABLE

La quinta de Vaz Ferreira, un Monumento Histórico que celebra sus 100 años.

Vea la Fotogalería. Foto: Hijo de Carmen Fernández
Tablero: la mesa de ajedrez, con las piezas dispuestas, se recuesta sobre uno de los ventanales que dan al arbolado jardín. Foto: Hijo de Carmen Fernández
El piano: la música clásica era y es protagonista de la casa. Foto: Hijo de Carmen Fernández
Comedor familiar: sobre la mesa, las lámparas de la época. Foto: Hijo de Carmen Fernández
Sala: las estancias de la planta baja conservan muebles originales. Foto: Hijo de Carmen Fernández

Esa esquina de Juan José de Arteaga y doctor Carlos Vaz Ferreira parece hacerle un guiño al presente y transportar a quien la recorra al Montevideo de las primeras décadas del siglo XX. Las viejas vías del tranvía a la vista y en buen estado forman una pronunciada curva para toparse con la que fue, desde 1918 y hasta su muerte, la quinta de uno de los más brillantes intelectuales de la Generación del 900, Carlos Vaz Ferreira (1872-1958). En este mes de mayo, esa casa que supo ser uno de los cenáculos más notables del Río de la Plata celebra sus primeros cien años de vida.

Desde el portón de hierro, la profusa vegetación apenas permite divisar la casona de dos plantas, que ocupa solo trescientos de los 3.600 metros cuadrados del terreno con frente a la antigua calle Caiguá y a la ex Comercio. Como en los tiempos en que vivía el filósofo, abogado y escritor, no hay timbre. Claro que en aquella época tampoco había rejas y solo un cerco perimetral separaba la propiedad de la vereda. Al igual que ayer, aún asoma entre las copas de los árboles la torre de la Capilla Jackson que desde 1870 y hasta bien entrado el siglo XX fue la edificación de mayor altura y el símbolo más importante del barrio Atahualpa.

Arboledas.

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Cristina Echevarría Vaz Ferreira, nieta del filósofo, y Jorge Schinca, ambos arquitectos, recibieron a El País. Juntos atravesamos el jardín hecho bosque, donde los eucaliptus, cipreses, araucarias y pinos que plantaron cien años atrás el mismo dueño de casa y su esposa Elvira Raimondi, lo han invadido casi todo. Muchos han sobrevivido a temporales y borrascas, y siguen desparramando su follaje. No hay dudas, ese jardín con viso de selva hace honor a la premisa con la que Vaz Ferreira definía al entorno que lo rodeaba: "Es un jardín de árboles librados a su evolución natural".

Allí solo se arrancaban los laureles y los ligustros, por considerarlos malas hierbas.

Echevarría y Schinca son hoy los portavoces y representantes del clan Vaz Ferreira que lleva las riendas de la Fundación Vaz Ferreira-Raimondi. Esta entidad, sin fines de lucro, se constituyó para preservar el patrimonio tangible e intangible del autor de Lógica viva y Moral para intelectuales, y el de su hermana la poetisa María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924); y aunque María Eugenia jamás vivió en la quinta, allí fueron a parar sus objetos personales en 1925.

La casona fue construida por Alberto Reboratti, por encargo de Don Carlos. Señorial y muy espaciosa, su interior fue decorado por el artista plástico Milo Beretta, amigo del dueño de casa y un artista que supo interpretar al pie de la letra los deseos de Vaz Ferreira. Beretta plasmó en la finca las ideas que Pedro Figari había pregonado, años antes, en la Escuela de Artes y Oficios. Una recorrida por sus amplios salones de la planta baja permite reconocer en frescos y hasta en los visillos la necesidad de rescatar la cultura prehispánica que tanto preocupó a Figari.

Un cielo para pensar.

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Todo en la quinta de Vaz Ferreira sorprende. A la entrada, y a la izquierda, se encuentra el escritorio y la sala de música en la que el filósofo daba rienda suelta a sus tres pasiones: la música, la escritura y la lectura. Son dos grandes habitaciones comunicadas entre sí. En la primera se encuentra el escritorio sobre el que la luz de una tarde gris y lluviosa hace esfuerzos por entrar, a través de los árboles, por las ventanas que forman una suerte de bow window. Detrás de la mesa de roble, las paredes lucen tapizadas de libros catalogados y guardados en anaqueles con puertas vidriadas. "No son tantos", comenta Echevarría, "suman algo más de 1.200 ejemplares".

Enfrente se despliega un piano-pianola alemán Grotrian-Steinweg de 1923. "En este piano dio un concierto Arturo Rubinstein para la familia y amigos". Allí hay también un armonio, dos Victrolas de gran tamaño, una radio de pie marca Howard y una discoteca de más de 1.600 discos de pasta, de música clásica.

Pero lo más llamativo es el salón contiguo, donde en una gran chaise longue de terciopelo azul, Vaz Ferreira se recostaba a pensar. El mueble está colocado en medio de la habitación y en paralelo a un ventanal por el que parece asomar el bosque. Echevarría cuenta que su abuelo pasaba horas con su mirada contemplando el alto techo, que conserva la iluminación eléctrica original y en el que Milo Beretta pintó un cielo azul al que pobló de estrellas. En esas dos habitaciones, el escritor pensó, escribió y leyó durante cuarenta años. También allí sufrió y superó dos severas depresiones (o estados de melancolía profunda como se llamaba en aquellos tiempos) que lo aquejaron en su vida. La última, en 1929, lo obligó a renunciar al rectorado de la Universidad de la República. "Estoy aquejado de una grave enfermedad", expresaba en la carta que envió al Ministerio de Instrucción de entonces.

Veladas musicales.

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Los jueves y viernes eran días de silencio y música. En las tardecitas, intelectuales y amigos se daban cita en la quinta porque sabían que había música. Unas veinte personas se encontraban en el salón a escuchar un concierto, una sinfonía o una ópera. Entre los infaltables estaban la poetisa y médica Esther de Cáceres y su marido, el psiquiatra Alfredo Cáceres; Beretta, el escritor Eduardo Dieste, el violinista Eduardo Demichelli, y Jacobo y José Pedro Varela hijo.

Vaz Ferreira, cerraba las puertas de la sala y decía en voz alta: "Mozart, Schubert, Haydn". Algún visitante primerizo y desprevenido podía pensar que nombraba a los compositores para que los asistentes eligieran; pero no, simplemente hablaba para sí mismo en voz alta. Después, tomaba el disco correspondiente y lo colocaba en la Victrola. La música invadía la casa.

Boda y escándalo.

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Vaz Ferreira se casó en 1900 con Elvira Raimondi, hija de un rico comerciante italiano. Lo hicieron solo por Civil. El escándalo fue mayúsculo y durante años, las invitaciones para actividades sociales solo llegaban a nombre de él. La alta sociedad de la época ignoró por años a su esposa. De ese matrimonio nacieron ocho hijos, que a su vez le dieron nueve nietos.

"La religión no entró nunca a esta casa", sostiene Echevarría y agrega que "no obstante, varios de sus hijos se casaron con personas católicas y por la Iglesia".

Los recuerdos que Echevarría tiene de su infancia en esa casa son muchos y muy lindos. Llegaban los sábados y los domingos en el tranvía 20. A don Carlos lo llamaban Papo y a su abuela Mami, igual a como le decían sus hijos.

u201cPapo estaba en su mundo y nosotros en el nuestrou201d, sostiene. Y agrega nuestro entretenimiento preferido era u201cjugar a las escondidas en el jardín, claro que determinábamos el espacio, porque aquello era una selva aún más impenetrable que hoyu201d

Enfrente al escritorio, se encuentra hoy la sala Elvira Raimondi que homenajea a la mujer de don Carlos, fallecida en 1946. Todos los muebles de la casa fueron diseñados por Beretta y hechos por artesanos en Montevideo. Su nieta comenta que Beretta tuvo la habilidad de involucrar a todos: a su abuela y a los hijos, a la hora de decorar la casa. Las mujeres tejieron los visillos de las ventanas y las alfombras, y bordaron los manteles para la enorme mesa del comedor. Los varones ayudaron a pintar paredes y puertas.

En los once años que lleva trabajando, la Fundación Vaz Ferreira-Raimondi ha logrado recuperar la casa que acusó el paso del tiempo y de cuyo destino se temió en algún momento. En 1975 fue declarada Monumento Histórico Nacional, pero debieron transcurrir más de tres décadas para que la quinta fuera recuperada. Varias empresas privadas y particulares sumaron aportes y también el Estado, así como la familia. Actualmente en la planta alta, en los que fueron los ocho dormitorios de la familia, funciona la Academia Nacional de Ciencias. Con el aporte que ella hace se cubren los gastos de mantenimiento básicos. Desde hace un par de años, la Quinta de Vaz Ferreira se abre al público en las jornadas del Día del Patrimonio. En 2017 acudieron más de mil seiscientas personas.

Recorrerla es un viaje a un Montevideo de cuento. A una ciudad y un país en el que la educación y la cultura estaban por sobre todas las cosas; en el que el alma se alimentaba con la música clásica de los compositores universales y la palabra ilustrada de los pensadores.

El archivo que durmió durante 87 años

En el año 2011, en uno de los tantos espacios semiocultos de la casa, Cristina Echevarría encontró el archivo de su tía abuela, la poetisa María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924). Habían transcurrido entonces 87 años de su muerte. Eran decenas y decenas de cajas con correspondencia y manuscritos. Esos papeles habrían ido a parar a la quinta del filósofo en 1925, ya que María Eugenia nunca vivió en esa casa. Entre los documentos se encontró uno en el que la escritora, de su puño y letra, disponía cuáles de sus poesías debían ser publicadas. Totalizaban cuarenta. María Eugenia nunca llegó a ver su libro editado, pero sí revisó la primera prueba de imprenta de La isla de los cánticos que salió a la venta en 1925.

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