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La venda y el corsé

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

¿Qué sentido tiene discutir, leer, escuchar, si ya de antemano cerramos la puerta a la posibilidad de que estemos equivocados o que pueda existir una posición mejor a la que tenemos?

Siempre me ha llamado la atención la facilidad y la rapidez con la cual las discusiones en nuestro país se transforman en debates ideológicos (a los propósitos de esta nota, ideología y partido político estarán vagamente relacionados). Parece tarea imposible para muchos con posiciones políticas bien definidas, reconocer logros ajenos, señalar faltas de correligionarios y criticar posiciones de su partido en torno a ciertos temas. Personas razonables, educadas y equilibradas en sus opiniones, muchas veces parecen rehenes de paredes invisibles que limitan su independencia intelectual. ¿Dónde queda la reputación cuando algo nos impide ser ambidiestros con nuestras críticas y elogios?

Las posiciones dogmáticas suelen tener al menos dos efectos. A algunas personas les impide ver realidades que refuten sus posiciones preconcebidas. Cualquier situación específica puede tener muchas interpretaciones inmediatas; una característica de una mente crítica es poder ir más allá de lo superficial y, con esto, lograr mejores aproximaciones. La ideología, cuando fanatismo, impide siquiera concebir la posibilidad de que nuestra primera e inmediata impresión esté equivocada. Y nuestra primera impresión es tan solo el espejo de la ideología ya que, al adoptarla, tercerizamos nuestro pensamiento crítico y nuestra mirada al mundo. Venezuela, Chile, los derechos humanos, la desigualdad, el tamaño del ejercito, la inseguridad, el aborto, el gasto público, son tan solo algunos ejemplos. Esta es la ideología como venda.

En otros individuos, el efecto es algo mesurado: se percibe la realidad con relativa objetividad, pero la ideología (o el partido) limita el rango de las expresiones y, muchas veces, de pensamientos. Pongamos el caso de violaciones recientes a los derechos humanos en los países de la región. Muchos compatriotas sensatos y sensibles mostraron, con su silencio, cuán trascendentes pueden ser las restricciones impuestas por pertenencias casi incondicionales a sectores políticos. Tímidas y menguadas críticas solamente se escucharon cuando los principales dirigentes ya no disponían de artilugios retóricos para tapar la avasalladora evidencia. Esta es la ideología como corsé.

Como prácticamente todo bajo el sol, las posiciones ideológicas tienen ventajas. Por lo pronto, nos hace predecibles; a veces hasta el aburrimiento. Pero quizá el mayor beneficio de asimilar “combos” de ideas, es que éstos nos proveen de reglas fáciles y simples que nos ahorran el esfuerzo requerido para pensar críticamente a la hora de posicionarnos. Una misma acción gubernamental, que intuíamos positiva, se puede transformar en perjudicial tan rápido como nos enteramos que, quienes la llevan a cabo, son adversarios políticos. ¿Es bueno o malo? ¿Debo de estar a favor o en contra? Basta saber las posiciones previas de quienes comparten mi sector ideológico y/o político, para “decidir” si debo indignarme o mostrar mi respaldo. La tarea que resta es tan solo encontrar argumentos ex post para justificarnos. En un mundo complejo y muchas veces vertiginoso, omitir vacilaciones tiene ventajas. Ponderar costos, beneficios y considerar consecuencias no deseada es siempre más difícil.

No nos engañemos: a todos nos cuesta ser objetivos al evaluar situaciones que desafían el conjunto de valores e ideas que nos dan seguridad, aún cuando la evidencia de que estamos equivocados sea aplastante. Prueba de que es un proceso doloroso, es que elegimos lo que (y a quién) leer y escuchar, sabiendo con cierta certeza de antemano que se confirmará “lo que pensábamos”. Esto también tiene una consecuencia observada con demasiada frecuencia: como buscando evangelizar, difícilmente recomendemos lecturas que hagan que terceros cuestionen la validez de nuestros puntos de vista; vaya si abundan estos ejemplos en las redes sociales. En el transcurso de tan solo buscar confirmaciones, nos polarizamos y nos mostramos más seguros de estar en lo correcto. Al hacerlo, más nos cuesta imaginar que las posiciones opuestas quizá sean más apropiadas.

“Todo es ideología”, dice un eslogan. Una definición que no define, pero que busca mezclar en una misma bolsa a quienes tienen ideas maleables y están dispuestos a cambiar sus puntos de vista ante evidencia y/o mejores argumentos, y aquellos cuyas posiciones y visión del mundo se encuentra plagada que categóricos como “nunca”, “jamás” y “siempre”. ¿Tiene libre albedrio una mente que no esta dispuesta a cambiar cualquiera y cada una de sus enfoques?

¿Qué sentido tiene discutir, leer, escuchar, si ya de antemano cerramos la puerta a la posibilidad de que estemos equivocados o que pueda existir una posición mejor a la que tenemos? ¿Es que tan solo lo hacemos con el ánimo de conseguir más adeptos? ¿Hasta que punto confundimos la utilización de las posiciones políticas para el logro de objetivos concretos, con considerar que las posiciones políticas son el objetivo a lograr?

Volviendo al comienzo de la nota, lo que quizá más me llame la atención es que un país que ostenta de su secularismo y con tantos individuos que abiertamente profesan cierto desprecio por lo religioso, no veamos que muchas veces nuestras posiciones económicas, políticas, y culturales, no son menos dogmáticas que las de un creyente. Cambiamos un sacerdote por un líder político, una misa por un acto, un discurso por un sermón, cantos de alabanza por jingles, credos por eslóganes, evangelizadores por militantes, una promesa por… bueno, por muchas promesas. Quizá en el fondo no seamos tan seculares.

Quizá tan solo sea que, en nuestro país, la religión es la ideología de los otros.

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