Opinión | Lo que mata es la humedad

"Me divierte cómo el tiempo y la lluvia son asuntos de Estado para nosotros"

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Cabeza de Turco.

Tengo claro que los días grises y lluviosos me asesinan. No sé cómo los resistí hasta ahora, quizá porque mi sentido de la supervivencia es más fuerte de lo que yo mismo imagino. Cuando llueve, no puedo concentrarme; siento que el mundo se apaga, como si alguien tirara de un interruptor gigante. Y eso que trabajé y viví en lugares donde la lluvia es perpetua, abrazada al calor sofocante y a la espesura de la jungla. Pero nunca me adapté.

Es curioso: amo la humedad de mi país, esa humedad despiadada que nos cubre como un manto invisible, pero que desaparece de un plumazo cuando el sol asoma. Es criminal, nuclear, casi teatral esa sensación que nos condena.

Me divierte cómo el tiempo y la lluvia son asuntos de Estado para nosotros, los uruguayos. No somos habladores, eso es sabido: nos cuesta lanzarnos al vuelo de las palabras coloridas. Pero, si de clima se trata, somos eruditos. Hable del tiempo a un uruguayo, y de inmediato le recitará las palabras del meteorólogo de turno, sacará su teléfono para mostrar gráficos, o aventurará pronósticos con un gesto serio, casi científico. No sé de dónde nos viene esta pasión, pero es real. Lo sabemos todos en la aldea, es un asunto del que nadie se calla nada.

En los ascensores, el tiempo es la llave maestra. “Ta bravo hoy”, “tan cayendo pininos de punta”, “lo que mata es la humedad” o “tranquilos, en media hora, lo dijo Núbel Cisneros, el Señor del Tiempo”. Son cánticos que disuelven el incómodo silencio entre desconocidos y forjan una especie de camaradería efímera contra la adversidad. Conozco gente “cara de perro” que antes estas convocatorias son Demóstenes.

Los porteros son otra cosa. Una noble institución que agoniza frente a las pantallas holográficas y los sistemas automatizados que parecen salidos de una película de ciencia ficción barata. Los porteros que aún resisten saben que el clima es su terreno. Lo dominan como estrategas: “Margarita, se va a largar pronto, yo que usted llevaría un paraguas”, o “mirá que no va a parar en todo el día, mejor llevá otra camperita para los gurises”. Esos consejos, tan simples, son como escudos contra un mundo cada vez más frío y desconectado. Pero su tiempo se acaba, y con ellos se va algo más: el encanto de las pequeñas certezas cotidianas.

Yo viví de niño en un edificio con un portero calvo y rígido. Nunca hablaba, y nadie le hablaba a él. Tenía una mirada extraña, como si siempre estuviera en otro lado. Un día, lo encontré en el garaje, sentado en una banqueta, bebiendo a escondidas. Por mucho tiempo pensé que eso era lo que hacían los porteros: tomar alcohol entre sus silencios. Tuvieron que pasar años para que entendiera que no, que aquel hombre era solo una pieza más en la maquinaria de un mundo complejo.

Mientras tanto, el tipo más rico del mundo sueña con colonizar Marte. Y yo, que soy de la generación que miró al cielo esperando ver a Armstrong caminar sobre la Luna, me pregunto por qué no podemos reconciliarnos con nuestra propia Tierra.

Creíamos que forzando la vista podríamos ver lo imposible. Al final, siempre se ve lo que se quiere ver.

La lluvia sigue cayendo. Y aunque me asesine, he aprendido a escucharla. Tiene algo de melancolía y de promesa. Es un recordatorio de que, al igual que los porteros, los ascensores charlatanes y las lunas imposibles, todo pasa. Pero también todo queda, en algún rincón, en forma de recuerdo. Y eso, a su manera, es consuelo suficiente.

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