En una tierra lejana y ondulada por colinas suaves y promesas endurecidas por el tiempo, existía un país llamado la Bandis Orientalis. Era una nación de sabios cansados, comerciantes resignados, poetas jubilados y jugadores de fútbol frustrados. En este país, en tiempos de hartazgo, surgieron dos figuras envueltas en togas planchadas y palabras altisonantes: el presidente Corsi e Ricorsi, y su inseparable ministro de Finanzas, el Gran Odonis.
El primero era un hombre de andar inseguro, siempre en el umbral de una decisión sin dar el paso. Su rostro parecía tallado en indecisión hamletiana: una ceja arqueada, la otra caída; los labios siempre listos para un “tal vez” o “mañana vemos”. Tenía una capacidad extraordinaria para postergar, meditar y finalmente delegar. ¡Tuya, Pacha!
El segundo, el Gran Odonis, era otra cosa. Alto, enjuto, mirada de estatua que se ama a sí misma y sentido mesiánico. Se sentía escultor del destino económico de la Bandis Orientalis. Su toga estaba bordada con su propio rostro -multiplicado como en un mosaico narcisista- y hablaba con voz clara, como si cada frase suya mereciera ser esculpida en mármol y traducida a lenguas muertas. Ambos llegaron al poder envueltos en promesas como en nubes: no tocarían un solo peso del bolsillo ciudadano. “¡Con nosotros, el tributo será cosa del pasado!”, clamaban. Y la gente les creyó.
El gran Odonis, un día, decretó que los antiguos impuestos eran bárbaros y torpes, y que los suyos serían tributos de nuevo cuño: sofisticados y patrióticos. Y así comenzaron a surgir los más insólitos: el impuesto sobre la respiración consciente, la tasa de sombra urbana por ocupar espacio bajo los árboles del Estado, el gravamen de las risas espontáneas no programadas en feriados.
El pueblo, al principio confundido, luego indignado, fue reduciendo sus palabras, sus gestos, sus necesidades. Algunos dejaban de reír por temor a la multa. Otros, más prácticos, respiraban superficialmente para pagar menos.
El presidente Corsi e Ricorsi, cuando era requerido, musitaba desde su trono: “¿Estoy seguro de estar inseguro? ¿O debería preguntar mañana?” Y así, entre tributos y letanías, los días se hacían más cortos y los bolsillos más flacos.
Un día, Odonis anunció el decreto final: el impuesto a la existencia: “Todo aquel que respire, coma, sueñe o piense, deberá tributar por el privilegio de hacerlo. Porque vivir... es un lujo”.
El pueblo, esta vez, no se indignó. No protestó. Solo quedó en silencio.
Para calmar los ánimos, el presidente -o quizás fue idea del Gran Odonis, nadie lo sabe- convocó a un gran evento: el festival donde los gobernantes aparecerían en nuevas togas, símbolo de transparencia, humildad y gloria compartida. Los sastres oficiales, hartos y no pagados hace meses, decidieron hacer un guiño ancestral: cosieron con hilos de aire. Las togas no existían. Pero los ministros, demasiado orgullosos y temerosos de parecer tontos, fingieron verlas, vestirlas, desfilar con ellas. Y así, el día del festival, Corsi e Ricorsi, Odonis, los corifeos y hasta el escribano de gobierno aparecieron desnudos ante la multitud, envueltos solo en su arrogancia.
El pueblo los miró calladito. Un niño en primera fila murmuró: “Mamá... ¿por qué el Gran Odonis tiene frío?” Y el pueblo estalló en carcajadas. Fueron risas sinceras, rebeldes, imposibles de frenar. Corsi e Ricorsi quiso correr, pero dudó. Odonis intentó cubrirse con sus manos, pero su ego era demasiado grande y ocupaba ambas. Los corifeos se escondieron detrás de columnas que no había. Fue un día triste en la Bandis Orientalis.