Ficción esperada

Un paisaje nada uruguayo cuyos personajes hablan en uruguayo: última novela de Fernanda Trías

Cómo entrar a una narración de múltiples facetas

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Fernanda Trias
Fernanda Trías
(EFE/Francisco Guasco)

por Ramiro Sanchiz
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Casi 20 años después de dejar una marca perdurable en la narrativa uruguaya con su novela La azotea, Fernanda Trías expandió esta proeza al contexto más amplio de la literatura latinoamericana y más allá. Así, Mugre rosa, publicada en 2020, no sólo obtuvo el premio Sor Juana, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (también el Bartolomé Hidalgo de la Cámara Uruguaya del Libro y el premio nacional de literatura del Ministerio de Educación y Cultura), sino además el British PEN Translates Award, que distingue obras traducidas al inglés. Pero incluso dejando de lado los premios, Mugre rosa se convirtió en un texto de referencia a la hora de pensar la relación entre la narrativa reciente y temas acuciantes como el cambio climático, las biopolíticas y la relación entre el capitalismo, los cuerpos y la subjetividad.

Ambientada en una ciudad costera azotada por una pandemia y con sugerentes coincidencias con Montevideo, la novela aborda la soledad y la maternidad: su protagonista es una mujer sin hijos que trabaja cuidando a un niño con un trastorno grave, ha salido de una relación de pareja con un hombre afectado por la mencionada pandemia y, además, visita ocasional y trabajosamente a su madre, que vive sola en un barrio remoto.

A la vez, es fácil leer Mugre rosa desde la ciencia ficción distópica o, si se prefiere, la ficción especulativa. La pandemia, central a la trama ficcional, queda presentada como una suerte de niebla mutágena, y una síntesis de proteína alimenticia es la base de la alimentación durante la emergencia sanitaria narrada. Si bien todos hemos experimentado la cercanía de una pandemia y su encierro, y los sustitutos de la carne o los productos derivados de proteína animal procesada son una realidad de larga data, la escala a la que ambos hechos se dan en la novela apoyan su lado especulativo o cienciaficcionero, a la vez que otros asuntos de la trama, entre ellos el trastorno padecido por el niño cuidado por la protagonista, sugieren una posible incursión en el género del horror corporal.

Esta marca especulativa distingue buena parte de la narrativa latinoamericana contemporánea, desde textos propuestos cabalmente por la ciencia ficción hasta libros que incorporan elementos de este género pero circulan por circuitos o bien del horror (Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez, Miles de ojos de Maximiliano Barrientos) o más amplios, como el caso de novelas y cuentos de Samanta Schweblin (Kentukis, Distancia de rescate), Agustina Bazterrica (Cadáver exquisito, Las indignas), Claudia Aboaf (Trilogía del agua), Liliana Colanzi (Ustedes brillan en lo oscuro), Giovanna Rivero (Tierra fresca de su tumba), más Rita Indiana, Edmundo Paz Soldán, Emiliano Monge, Simón López Trujillo, Juan Mattio, Flor Canosa y Mónica Ojeda, cuya reciente Chamanes eléctricos en la fiesta del sol nos acerca a El monte de las furias.

Inscripta para algunos en la tendencia del “gótico andino”, la mencionada novela de Ojeda narra la peripecia de un grupo de jóvenes que peregrinan a un festival de música electrónica en la ladera del Chimborazo. Esta montaña es presentada por los personajes-narradores como poseedora de cierta agencia, incluso consciencia: una subjetividad no humana que resuena con los experimentos de cierta ciencia ficción radicalmente especulativa como la clásica Solaris, de Stanislaw Lem, o la más reciente Aniquilación, de Jeff VanderMeer. Son textos que presentan formas de ser consciente o inteligente, no humanas. En el caso del libro de Ojeda, el posible componente especulativo apela a la cosmovisión de los pueblos originarios, que de alguna manera “diviniza” a la montaña; otra posibilidad es radicalizar la presentación de esa agencia no humana (tarea que también acomete, si se tratara de armar un corpus creciente de novelas latinoamericanas sobre montañas, la excelente Las dimensiones absolutas de Rodrigo Bastidas, centrada en un volcán) y por tanto responder en la práctica a una pregunta de índole retórica y literaria: cómo escribir sobre lo no humano a partir del lenguaje humano y las coordenadas estéticas de la literatura.

Geologización. Hay muchas maneras de leer El monte de las furias de Fernanda Trías, pero una de ellas aborda precisamente esta pregunta. Buena parte del libro está presentado como las notas tomadas en un cuaderno por la protagonista, a la que otros personajes llaman “la Montañera”. Intercaladas con estas secciones aparecen capítulos más breves en los que no es esta mujer la que habla sino la montaña, desplegando su subjetividad no humana y también su historia. Una trampa en la que podría caerse fácil es la de antropomorfizar a la montaña, y si bien puede ser inevitable, uno de los mayores logros estéticos de la novela es sortear con elegancia ese peligro y, en lugar de antropomorfizar lo geológico, ensayar una “geologización” (perdón por el tosco neologismo) de lo humano.

Para lograrlo la novela resuena con diversas críticas filosóficas al antropocentrismo y a la excepcionalidad de lo humano (es decir a la idea de que los seres humanos ocupan un lugar privilegiado en el universo, sobre todo en relación a otros seres vivos), en la línea por ejemplo de Ciclonopedia, de Reza Negarestani, y del Mark Fisher de Constructos flatline, donde se piensa un “continuo” entre lo humano, el resto de la biósfera y la geología; también es imprescindible repasar las ideas de James Lovelock y su hipótesis de “Gaia”, una forma de consciencia planetaria que emerge de las interacciones entre todas las formas de vida y paisaje. Esto último aparece con notoria intensidad en El monte de las furias, en tanto la propuesta consciencia de la montaña se da como una red entre las vidas de todos los pobladores del paisaje, árboles, plantas, insectos, aves, mamíferos y también humanos, salvo que no hay realmente brechas o barreras claras entre especies e identidades sino que todo es parte de un flujo y un devenir huracanado del que la montaña es de alguna manera el centro estable.

 

El lenguaje uruguayo. La novela aborda muy intensamente temas ya presentes en Mugre rosa y otros textos de Trías: el aislamiento en La azotea, por ejemplo, o la psicogeografía en La ciudad invencible. Esto último queda presentado en El monte de las furias no solo en función de la relación entre la Montañera y el paisaje inmediato, sino también en una construcción minuciosa del territorio. La novela despliega una estratificación del paisaje que comienza por la montaña, sigue hasta el límite —pensémoslo como el primero de una serie de círculos concéntricos— marcado por la casa de la protagonista y luego pasa a un segundo círculo limitado por la casa del Celador, un hombre que se desempeña como cuidador de los terrenos de la montaña, donde funciona una operación extractivista. Más allá aparece un tercer círculo, en el que empieza a comparecer tentativamente lo urbano, en virtud de la presencia de un conjunto de casas ocupadas los “rurales” (un grupo de ancianos marginales), y sigue después un “pueblo pobre” y, todavía más allá, una “ciudad roja”. Estos estratos del paisaje quedan ordenados desde la mayor artificialidad (el “rojo” de la ciudad evoca los fuegos y hornos de la industria) hasta el centro representado por la montaña y la constelación de vida que la rodea y la integra; de hecho, aquí y allá aparecen “invasiones” de esa artificialidad bajo la forma de antenas o basura que irrumpen en el paisaje vivo de la montaña y su ladera, y cuando la Montañera es desplazada por la fuerza de su círculo, en lugar de descender hacia el ámbito de lo humano (las casas, el pueblo, la ciudad), prefiere, como el protagonista del clásico El mundo sumergido, de J. G. Ballard, tomar el camino contrario. En última instancia, el capitalismo extractivista, la violencia y el orden patriarcal quedan asimilados a ese más allá del mundo natural de la protagonista, lo cual ofrece una de las vías de lectura más productivas de la novela en tanto crítica a la violencia ejercida contra las mujeres desde el establecimiento de una analogía entre estas, sus cuerpos, con la naturaleza. Si las mujeres fueron excluidas por la definición patriarcal de lo humano en tanto ámbito del “hombre” (blanco, heterosexual, europeo, etc.), como han señalado teóricas como Sadie Plant, Amy Ireland, Ana Greenspan y Luce Irigaray, el destino final de la Montañera podría leerse como un camino posthumano, de plena aceptación de la alteridad.

No se trata, sin embargo, de que El monte de las furias ofrezca apenas esa lectura como si todo el texto estuviera diseñado para vehiculizar una crítica feminista al patriarcado y al capitalismo. Se puede leer de esa manera, pero la escritura de Trías nunca se agota en una sola de sus facetas posibles. Además, lo que más arriba quedaba sugerido como un problema retórico-literario (la representación humana de lo inhumano) es abordado a un nivel metadiscursivo aprovechando que el artificio literario de la novela presenta el texto como una transcripción de los cuadernos en los que escribe la Montañera. Encontramos aquí y allá sus reflexiones e impresiones sobre la materia misma del lenguaje y su adecuación (o inadecuación) a la hora de dar cuenta de la realidad que la rodea y los cambios en una sensibilidad y un cuerpo inmersos en el paisaje de la montaña.

Esta preocupación por el lenguaje también queda vinculada al tema de la psicogeografía y el establecimiento lingüístico e identitario de un territorio. Así, buena parte de la novela, por no decir casi toda, se lee en una variante muy uruguaya del castellano, lo cual sería problemático desde un punto de vista ingenuamente centrado en un verosímil realista, ya que nada menos uruguayo que la presencia de una montaña, por no mencionar el resto de la geografía representada. Esto produce una pauta de extrañamiento y un oportuno subrayado del artificio literario. Dicho de otro modo, mientras en Mugre rosa los referentes uruguayos no estaban nombrados pero sí de alguna manera sugeridos de manera transparente, en El monte de las furias el territorio es notoriamente ajeno al paisaje de Uruguay, pero la lengua en la que se lo representa sí (aunque también es verdad que otros registros del castellano comparecen a la manera de palabras que irrumpen casi como anomalías, aquí y allá), produciendo una tensión o incluso una forma de disonancia cognitiva: un diálogo entre extrañeza y familiaridad que termina por equivaler a una crítica o problematización de la oposición entre lo humano y lo natural, o entre lo biológico y lo geológico, dicotomías que la novela termina por borronear, aunque mantiene una distancia entre lo artificial en tanto instrumento del capitalismo, y el paisaje natural: es aquí, en última instancia, donde la novela toma partido de manera más cabal y, por tanto, se inserta desde su contorno ideológico en una de las discusiones más acuciantes de nuestro tiempo.

EL MONTE DE LAS FURIAS, de Fernanda Trías. Random House, 2025. Montevideo, 239 págs.

Tapa - El monte de las furias.jpg

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