Un triángulo sentimental, un adulterio, y la historia de una decisión postergada. De eso trata Las fidelidades.
ESTE ES un libro adictivo. Más allá de su temática —el triángulo sentimental, el adulterio— que engancha a quien se quiera enganchar, lo es en la medida en que parece desdibujarse como asunto literario y convertirse en aquello que está narrando. La dupla (o el trío) protagonista de Las fidelidades (2014), primera novela de la script cinematográfica Diane Brasseur (n. 1980) de origen suizo y afincada en Francia, absorbe al lector por completo. La historia es sencilla, trivial y repetida; la ejecución combina precisión y franqueza, y tiene un plus inefable.
Un innominado narrador de cincuenta y cuatro años reparte su tiempo entre Marsella, donde vive con su esposa, su hija adolescente y su padre anciano y enfermo, y París, donde pasa algunos días a la semana con su amante, Alix, veintitrés años menor que él, enamorada y entusiasta. Es el típico adúltero que se cuida en detalles prácticos: borra los mensajes, no cuenta su romance a nadie y "cumple" medianamente con las dos mujeres. La inminencia de unas vacaciones navideñas con su familia, en Nueva York, lo coloca en un punto de inflexión y le dispara un sinnúmero de conjeturas en relación al deber conyugal, el peso del nuevo amor, su identidad dividida, los daños colaterales, etc.
Larga tradición.
Se sabe que la frase "tengo un amante", cargada de tensión y expectativa, la pronunció para la inmortalidad literaria la Emma Bovary de Flaubert, en esa novela-catálogo de la desilusión romántica. Pero también la dice el protagonista de Las fidelidades: "Tengo una amante", tengo un "lío". Soy "infiel". Su romance dura ya un año (no se ha sacado el anillo de casado pero prescinde del preservativo con la amante), y el deseo y la culpa viven un equilibrio precario. Está en esa fase que Chéjov pintó de cuerpo entero en el relato "La señora del perrito", donde la relación clandestina parecía más real que la oficial, sin llegar a suplantarla, sin embargo. Pero también está en la fase donde el verbo "elegir" comienza a presionar, y poner tierra de por medio da una tregua ilusoria. Hay un antecedente importante en la literatura francesa: La modificación (1957) de Michel Butor, que aunaba los tópicos del viaje externo —el hombre que va en tren desde la ciudad de su esposa a la ciudad de su amante— y el viaje interior por el cual debería decidir con cuál de las dos se quedaría. La novela de Butor estaba cargada del experimentalismo del nouveau roman; la de Brasseur respira un aire despojado muy siglo XXI. Y mientras en las dos la voz que narra (segunda persona en Butor, primera en Brasseur) lo hace desde una conciencia masculina, en Las fidelidades el protagonismo se desplaza todo el tiempo de la figura del hombre —caracterizada por un candoroso egoísmo— a la contraparte femenina, definida por su capacidad de espera. Las cartas decimonónicas ansiadas en el día a día de las novelas románticas dejan paso al celular: Alix espera que su amante llame ("Imagino los lugares más descabellados a los que se lleva el teléfono móvil"), espera que vuelva, explique, decida. Su vulnerabilidad es consecuencia del lugar que ocupa. Su fortaleza también, en la medida en que no hay nada que la ate más que el amor (ni papeles, ni hijos, ni pasado común, ni casa, ni proyecto futuro), y el narrador sospecha que hay una fecha de caducidad en la letra chica de toda espera amorosa.
Brasseur se luce en el juego privado que cada uno de sus personajes hace y el otro (re) conoce, se luce en el doblez de las palabras, en ese diccionario turbio que impide expresar con claridad lo que se vive a oscuras: "Le doy un beso, cierra los ojos y yo también. Vuelve a abrirlos, sonríe, me pregunta cómo ha ido el vuelo y yo oigo: ¿Has dejado a tu mujer? ¿Has encontrado mucho atasco al llegar a París? Yo oigo: ¿Cuándo dejarás a tu mujer? Cuando se levanta, me pregunta si quiero tomar algo. ¿Sospecha algo tu mujer? Sirve un Pouilly Fumé en dos grandes copas de balón y se pone a mi lado en el sofá: ¿Tienes hambre? ¿Has hecho el amor con tu mujer?."
Escenas imaginarias.
Las fidelidades es la historia de una decisión postergada. Se desarrolla laberínticamente en torno a esa víspera de viaje, donde el protagonista no sabe si quiere irse o quiere quedarse, tironeado por dos deseos pero además invadido por el temor a "perderlo todo" en una elección definitiva y equivocada. Sin embargo, con ser eso todo lo que en apariencia está ocurriendo, Brasseur nos mantiene en vilo a través de múltiples flashbacks (cómo se conocieron el hombre y Alix, detalles mínimos de lo que vivieron hasta ahora) y sobre todo a través de proyecciones imaginarias. Ahí está el verdadero contenido, tenso como un globo a punto de estallar. El hombre imagina cómo ella, cansada de esperar, conoce a otro —más libre, más seguro— y la pierde. Imagina los encuentros que se podrían dar entre ella y su hija, o ella y su esposa; o cómo ésta en un día cualquiera puede terminar descubriendo el engaño, mientras pasa la aspiradora y el celular suena con un número desconocido. Imagina cómo muchos años después su hija puede venir a contarle que sale con un hombre casado, y la tristeza que eso le provocaría. Cada una de esas microunidades que componen el libro cierra como un fundido a negro, delicadamente, como un cerrar de ojos para no ver lo que pasa.
No hay moralina ni juicio alguno en Brasseur, no hay tampoco nada del cinismo que podrían imprimirle a esta historia un Houellebecq o un Beigbeder. Sí hay una creencia total en sus personajes y un dibujo preciso de debilidades, con un lenguaje ajustado y necesario, hecho de frases breves, punzantes. La perspectiva es la del adúltero y hay mucho de sadomasoquismo emocional en ese individuo que sufre con el dolor ajeno que él mismo impone en los datos menores: su actitud tensa en las despedidas, la demora adrede en llamar a Alix o el modo cómo la expulsa de su vida cada vez que apaga el teléfono. Si cada uno de esos detalles pesa en la consideración de la amante y por reflejo en la de él mismo, es porque los datos "mayores" (el amor declarado, la vida compartida, los hijos, la visibilidad, etc.) no existen o al menos no están explicitados. Del otro lado, las mujeres están instaladas en el paradigma positivo del amor como si sólo eso bastara para definirlas, con lo cual la novela pierde complejidad, pero obviamente esa ubicación está dada por la egocéntrica y culpable mirada masculina.
Con su título transparente —que al pluralizarlo relativiza la falsa pureza del concepto "fidelidad"— cargada de preguntas y negada a psicologizar y a espectacularizar el dolor, la novela de Brasseur deja un sabor agridulce. A stand by y a calma chicha al mismo tiempo. Por supuesto y por suerte, ni ofrece respuestas ni final concluyente. Hay un soneto de Leopoldo Marechal, poeta y novelista argentino contemporáneo de Borges, que habla del amor desigual entre Amante y Amado, y cierra con un verso memorable: "con el número Dos nace la pena". Se sabe que el adulterio implica por lo menos tres, y que por un instante, corto o largo, el tercero disminuye la pena y trae alegría; frecuentemente también compone un nuevo tándem y la pena vuelve, aunque valga.
LAS FIDELIDADES, de Diane Brasseur. Salamandra, 2015. Barcelona, 165 págs. Trad. de Mercedes Abad. Distribuye Gussi.

Novela de Diane BrasseurMercedes Estramil