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El retorno de Jonathan Littell

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Jonathan Littell

Una vieja historia en nueva versión

Trama, suspenso, y una estructura exacta es lo que logró Littell luego de su inolvidable Las benévolas.

En 2006, la editorial Gallimard había publicado Las benévolas, una novela sobre el nazismo que tenía la apariencia de un ladrillo compacto —un torrente de escritura sin separaciones ni blancos— y por dentro era un crack-up demoledor. La había escrito en francés un joven neoyorkino de 39 años. Jonathan Littell (1967) era de origen judío, hijo de un escritor y corresponsal de prensa, y esta novela le valió los premios Goncourt y el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, además de esta nacionalidad, que años antes y pese a vivir en Francia desde niño le había sido negada. Las benévolas tenía detrás cinco años de escritura y de reconstrucción histórica. A través de su protagonista Maximilian Aue, un ex oficial de las SS que narra sus memorias con exhaustividad, Littell abordaba el núcleo del impresionante aparato burocrático del nazismo y sus grietas. Apolíneo, culto, homosexual, incestuoso y parricida, Aue era un personaje que daba carne a aquella expresión de Hannah Arendt, “la banalidad del mal”, aunque a Littell no le gusta hablar del “mal”. Después de esa novela —antes solo había publicado un libro de ciencia ficción, Bad Voltage, en 1889— se llamó a silencio. Ha vuelto.

Relecturas.

El título completo de esta novela publicada en 2018 y que hoy llega traducida es Una vieja historia. Nueva versión, que así puesto ya es una confesión de metaliteratura. El epígrafe lo reafirma: “Todo eso era real, sépanlo”, una cita de La locura de la luz (1973), de Maurice Blanchot, un ensayo sobre vida, muerte y literatura. Littell, entonces, cuenta una vieja historia en una nueva versión. O quizá varias historias en varias versiones. Dividida en siete capítulos, cada uno comienza con un narrador diferente (hombres o mujeres heterosexuales, hombre gay, niño, travesti), hendiendo el agua de una piscina y termina con ese mismo narrador, que ha atravesado numerosas experiencias sexuales, familiares y de violencia recibida o ejercida sobre otros, sumergiéndose de nuevo. En todos hay escenas que se repiten: la casa familiar —pero sin familiaridad— donde habitan un hombre, una mujer, un niño, un gato, un cuadro de Leonardo (“La dama del armiño”) y un tema de Mozart (Don Giovanni); los pasillos y corredores oscuros que surgen de la nada; las puertas que aparecen de pronto y comunican a otra realidad y los espejos que la multiplican. En todos la narración tiene el mismo tono neutro, desapasionado y detallista, ya sea que se describa una violación, una orgía, una aventura en la selva o un episodio del Holocausto. Y aunque cada capítulo en sí mismo alcanza picos de tensión, nada cierra del todo sino que deriva en otra cosa o funde en el escenario limpiador de la piscina.

Entre muchas lecturas, Una vieja historia se puede abordar como un tour de force por un mapa de la literatura, aunque Littell apenas menciona a Don Quijote y muy de refilón. Las asociaciones no tienen la estatura de la cita sino la consistencia de la evocación. Los laberintos, espejos así como la textura onírica de lo real recuerdan a Borges. Las distintas versiones que cada narrador aporta sobre un mismo escenario tiene ecos del cuento “En el bosque” de Ryonosuke Akutagawa. En el planteo de la trama y el tratamiento quirúrgico de los personajes hay trazos del Nouveau Roman —sobre todo de Alain Robbe-Grillet y Michel Butor—, así como de Elfriede Jelinek, la Nobel austríaca. Lo trunco de las historias y su ajenidad sustancial arrastran algo de aquel Italo Calvino que escribió Si una noche de invierno un viajero. La propia Las benévolas se percibe como autorreferencia en el capítulo quinto, narrado por un niño que ve cómo su familia se desintegra camino a campos de trabajo o exterminio. Los episodios sexuales, que ocupan un porcentaje muy alto del libro, remiten a la literatura erótica o a la pornográfica tanto como las versiones de una Virginia Woolf en Orlando o un Bret Easton Ellis en American Psycho, es decir, casi nada. Difícil no pensar en Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll o en Matrix de los ayer hermanos y hoy hermanas transgénero Wachowski, cuando a último momento los personajes de Littell encuentran la “salida” a una situación límite. La inmersión en piscinas provisoriamente redentoras que se van degradando evoca el cuento “El nadador” de John Cheever. Todo esto adorna y acrece lo que Littell posee en sí mismo, que básicamente es el dominio perfecto de su material narrativo y la capacidad de llevar adelante sin titubear un proyecto riesgoso.

Todo a nuevo.

Igual que en Las benévolas, nada en este Littell apunta a complacer o entretener al lector, aunque maneje una prosa cadenciosa y serena. Aquí los personajes no tienen nombre ni son empáticos, y esa característica no se quiebra ni en los pasajes más críticos donde domina el abuso físico y la crueldad extrema. Littell mantiene la línea siempre para sostener un credo básico: la fatuidad y finitud del ser humano, agotado por el deseo y el culto al hedonismo; confundido en la alternancia compleja de sus roles de víctima y victimario; y expuesto a elecciones que suponen amargas renuncias. Lo afectivo está colonizado por el desapego. El olvido emocional se reafirma en el nulo valor de las fotografías en las que aparecen madres, padres e hijos y cualquiera de ellos que las observa solo ve figuras, no lazos. En el juego de las repeticiones que Littell propone (ropas, comidas, peinados, la falla de un circuito eléctrico, la presencia invasora de las hormigas, la mujer que no aprende a conducir un auto, etc.) se recrea un escenario de cotidianeidad y permanencia que es en esencia falso y está sujeto al imprevisto de un engaño, una guerra o la más descomunal de las rutinas.

Cuando Una vieja historia termina, la pregunta por la realidad/irrealidad del asunto desaparece. Si los personajes vivieron cada peripecia o la soñaron —dato que pudo tener relevancia acaso en el primer capítulo— no importa. Littell ha hecho un canto a la ficción sin coordenadas geográficas ni históricas precisas y sin personajes con nombre y apellido, pero sin descuidar la agilidad de la trama y el suspenso, ciñéndose a una estructura que funciona obedeciendo a sus propias reglas internas como un mecanismo de relojería, exacto y puntual. Eros y Thanatos, el arte, internet, los celulares, el deporte, todo forma parte de la red en que se sostiene y aprisiona la vida, y por más que Littell sea voluntariamente aséptico y metódico, hay que decir que sabe cómo envolver los viejos tópicos de la literatura en un envase sorprendente y, en dosis homeopáticas, emocionante.

UNA VIEJA HISTORIA. Nueva versión, de Jonathan Littell. Galaxia Gutenberg, 2018. Trad. de Robert Juan-Cantavella. Barcelona, 304 págs.

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