Poéticas de Milán

Por qué se dejó en suspenso la producción simbólica entre dos guerras mundiales, priorizando la lucha por la vida

Eso explica la estabilidad formal de la poesía en ese período

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Eduardo Milan
Eduardo Milán
(foto Leonardo Mainé/Archivo El País)

por Eduardo Milán
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La situación de la poesía latinoamericana es de una ambigüedad estática. Yo pensé que la ambigüedad se movía. O temblaba como el agua del puerto aparentemente detenida bajo el barco anclado, una imagen recurrente en la memoria cuando se deja Montevideo con su puerto anclado. La ambigüedad, teóricamente, no puede sostenerse como estado. Tiende a una definición el motivo de la ambigüedad. Lo ambiguo es un mientras tanto, un “hasta un punto”. Pero el punto hace un siglo que tiende al desplazamiento, a correrse, a la menor distracción del ojo vigilante, hacia un costado, a salirse del espacio casi neutro de la ambigüedad. Uno se pregunta para la poesía: ¿este estado latente es una espera? Y si lo es, ¿una espera de qué? El siglo XX, donde comienza la latencia ambigua después de la tormenta que prometía una revolución de las formas —la prodigiosa década de los años 20— vivió una estabilidad formal que se sostuvo gracias a dos guerras mundiales. La frase parece irónica o cínica ¿”estabilidad formal” con dos guerras mundiales? Sí, si se considera que la producción simbólica debe dejar paso a la urgencia de salvar la vida o de luchar por ella o contra la demencia desatada. Pero si en 1945 la aurora que sobreviene —una no-guerra auroral— promete vida con sus contradicciones la situación estético-artística general es de recato. Se trata de recuperar lo dejado atrás antes del conflicto. Sólo que lo que estaba antes del conflicto era, precisamente, la tormenta de las formas. Fue difícil continuar, seguir adelante con lo que estaba inscripto en la memoria, ahora con la memoria arañada con trazos de tachadura. La década de los años 50 del siglo XX fue una década de reflexión, asentamiento, respiro. Pero de inmediato viene la última década convulsiva, los nunca dorados sesenta, los grandes sesenta que hoy, en ciertas tiendas, se recuerdan como maldición, como “años de peligro”. El ideograma de la palabra crisis significa “cambio” y “peligro”. El peligro siempre está ahí. Se podría hacer aprendido algo. Pero el trauma bélico no parece permitir algún aprendizaje distinto a un “no más”. Y desde esos memorables —y ambiguos para algunos— años de los sesenta el arte poético se sostuvo en una tensión sólo interrumpida por una nostalgia renacentista o por un neoclasicismo dieciochesco. Lo cual, formalmente, no da para mucho más que para lamentar lo que se fue.

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