Nueva York renace con energía tras la pandemia

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American Utopia

Capital del mundo

Poco a poco la ciudad revoltosa, musical y autosuficiente vuelve a la normalidad.

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Las ciudades vivieron la pandemia de forma traumática. Nueva York no fue la excepción. La urbe más rica del mundo, tan intensa, autorreferencial y sin igual a la hora de expresarse en las artes, ofreció el terreno ideal para un virus cuya única tarea era contagiar a la mayor cantidad, y matar. Había demasiada gente en un mismo lugar. La imagen de las fosas comunes de la isla Hart, cerca del Bronx, recibiendo los cuerpos de muchos neoyorquinos, aún está en las retinas.

Del trauma se sale lento. Los supermercados y las grandes tiendas ya no exigen tapabocas. En el subte sí. Las funciones de Broadway, que retoman su ritmo habitual, lo piden durante toda la función tapando boca y nariz, hecho que se fiscaliza siempre linternilla mediante. Hay resiliencia pero también enojo, lo que instala una energía especial, difusa y contradictoria. El enemigo no derribó dos torres, ni se sabe quién es. No hay un culpable y eso, para el ciudadano promedio, es sinónimo de angustia. Pero la vida cotidiana sigue, con sus demandas, y muchos problemas políticos y sociales de antes persisten. Eso es lo que advierte David Byrne, el histórico líder de la banda Talking Heads, en la renovada reposición de su show de Broadway American Utopia.

Prendiendo fuego

En el año 2018 salió el álbum American Utopia. Pero el siempre inquieto David Byrne vio algo más, pensó en coreografiar la propuesta, agregar algunas viejas canciones, llevarla a Broadway, e incluso de gira (estuvo en Montevideo). Era la oportunidad para explorar una nueva narrativa. Así nació el show que en pre pandemia (2019) fue un éxito. Que terminó en un documental dirigido por Spike Lee, hoy en la plataforma de HBO_Max. Y volvió a Broadway en pos pandemia con hambre de escenario, al mismo barrio de los teatros que llevaban año y medio cerrados.

American Utopia es una utopía en sí, no un show con mensaje (“si quieres mandar un mensaje, envíalo por Western Union” decía el gran productor Samuel Goldwyn, recuerda Byrne). Porque más allá de las canciones de protesta contra la violencia, o los relatos de Byrne con anécdotas de cuando registraba votantes en New Jersey para ganarle a Trump (muy amenos, es un gran showman), o destacar que su banda estaba integrada mayormente por inmigrantes (latinoamericanos, una canadiense, y él mismo escocés, además de estadounidenses), lo que queda repicando en la cabeza del espectador es la puesta, realmente revolucionaria. En el show todo es móvil. No hay cables ni una batería fija al medio del escenario, la llevan encima y repartida seis artistas que se mueven libremente, como también el teclado, que otro artista lleva a cuestas. Dos bailarines alternan sus coreografías entre los músicos. El espacio vacío en el que se mueven está definido por cortinas de finas cadenas metálicas que van del techo al piso, y que les permiten ingresar al escenario desde el backstage por cualquier lado, como una pared permeable. Si los Talking Heads fueron la banda que mejor interpretó el ritmo y el pulso de Nueva York de las últimas décadas, Byrne, en esta puesta, dio un paso más. Logró que la movilidad en sí configurara_“una narrativa” explica. Porque no solo recupera la centralidad del artista en contacto directo con el púbico, y lo instala con una humanidad fuerte, al desnudo, sin efectos especiales ni grabaciones de apoyo, sólo él con sus aciertos y errores, su alegría y su sudor. Con esa actitud de búsqueda que sale del inconsciente de cada artista, Byrne logró dar con el ritmo y la esencia de este tiempo loco. Todo el teatro acompañó bailando, siempre con tapabocas, en especial al final con el apoteósico tema de los Talking Heads “Burning down the house”, ese ‘prendiendo fuego la casa’, la vieja casa, para instalar la utopía. Fue un curioso baile de máscaras (sanitarias) en el viejo teatro Saint James de la calle 44 Oeste, fundado en 1927.

Otros escenarios aportaban lo suyo. Para los amantes del jazz está el imprescindible Blue Note de la calle 3ra. Oeste, en el Greenwich Village. El club anunciaba el show “Quincy Jones presenta a Sheléa”, pero solo estuvo Sheléa, Quincy nunca llegó, y con el devenir del show la buena cantante comenzó a derivar al pop, se confesó admiradora de Donna Summer, y muchos de los fanáticos del jazz allí presentes sintieron ganas de prender fuego la casa, tal era la afrenta al gran templo. Uno decorado en sus paredes con fotos blanco y negro de los grandes maestros que allí actuaron como Sarah Vaughn, Lionel Hampton, Dizzy Gillespie, Tito Puente, Pat Metheny, Christian McBride, Joshua Redman o Ron Carter. El enojo duraba a la salida cuando nos enteramos de la próxima presencia de Ron Carter, el legendario contrabajista de jazz —el mejor del mundo, que supo grabar con grandes como Hugo Fattoruso. Y allí estuvimos la semana siguiente para ver sus dedos larguísimos hacer magia con un trío, apropiándose como nadie del contrabajo, acariciándolo, dialogando de forma íntima con él ante un público que lo siguió en absoluto silencio, con esa liturgia propia de los amantes del buen jazz. Qué lejos estaba Sheléa y el clima exaltado y sus reclamos por “the great Q”, el gran Quincy omiso. El maestro Ron llevó a cabo un concierto magistral que duró exactamente una hora treinta minutos ante un lleno total. Agradeció, juntó sus cosas, aceptó algunas selfies, y se dirigió a la salida entre el público. Afuera lo esperaba una larguísima limusina blanca. Pero no. Fuimos engañados otra vez. La limo estaba para algunas de las estrellas de televisión que llegan al Fat Black Pussycat, un popular club de enfrente. Como el actor Craig Robinson (The Office, Brooklyn Nine-Nine) que merodeó días antes por la vereda mientras fumaba y algunos algunos fans le pedían selfies.

Así, pues, Ron salió y caminó como otro neoyorquino más, perdiéndose entre la gente hacia la Washington Square. El jazz dio otra lección de humildad.

Varios traumas

Un mozo, en la puerta de su restaurant, anuncia a gritos la mejor pastasciutta e invita a ingresar al ristorante, cuando pasa por detrás una persona que lo saluda efusivamente con un salam aleikum árabe, un ‘que la paz sea contigo’ que es respondido por el supuesto mozo “italiano” con otro salam aleikum. La ciudad cambia a un ritmo que desacomoda a cualquier provinciano (uruguayos incluidos). Quien recuerda los sabores de los restaurantes italianos de Little Italy, la “pequeña Italia” al sur de Manhattan, verá que Chinatown, al lado, se la está comiendo, pero no sólo los chinos, sino la propia multiculturalidad de la ciudad.

Chinatown es sinónimo de la perseverancia china. Caía una leve lluvia y todo parecía, por momentos, una escenografía de la película Blade Runner, con el joven Harrison Ford siendo seguido por el perspicaz Edward James Olmos. Porque todo es eso, la ciudad como escenario, y sus transeúntes como parte de un constante rodaje. A pesar que el caminante aún percibe el trauma de las torres gemelas, al que se sumó la pandemia, todo se resuelve —algo muy neoyorquino— en nuevas y deslumbrantes arquitecturas que buscan ocupar los vacíos como los que dejó Al Qaeda con su ataque.

Es el caso del templo secular de Calatrava, una estructura blanca como el esqueleto de una gigantesca ballena, que se eleva donde estuvo la vieja estación de subte del World Trade Center. La gigantesca estructura alberga un shopping de lujo, además de la estación. Queda junto a los memoriales de ambas torres y los nuevos edificios, entre ellos el museo del 11/S, que en realidad lleva a los visitantes hacia las entrañas casi intactas de las viejas torres. Es una experiencia abrumadora, más matérica que conceptual, y que quizá sea la mejor puesta museística de Nueva York. Se pueden palpar con las manos los viejos cimientos rústicos de las torres que no están, hay fotos, audios, filmaciones, objetos abandonados o carros de bomberos que fueron cortados al medio como trozos de manteca por el escombro del derrumbe. Se aprieta el corazón ante tanta presencia (y ausencia) humana. Hay silencio, susurros y mucho público. Si bien las hordas de turistas todavía faltan en la ciudad, los pocos que hay, sin embargo, parecen estar todos allí.

La Grand Central Station, calle 42, con el edificio Chrysler al fondo
La Grand Central Station con el edificio Chrysler al fondo (foto László Erdélyi)

Otra cita clásica —y obligada— es el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) de la calle 53 Oeste. No porque haya grandes cambios edilicios, ni por la siempre atractiva gift shop con sus deslumbrantes diseños, sino porque ahora toca el corazoncito uruguayo. En la colección permanente que el MoMA despliega en sus pisos superiores para escribir el “relato” del arte moderno, es decir, quiénes son los auténticos artistas modernos, siempre hubo un cuadro de Joaquín Torres García, una presencia digna y humilde. ¡Ahora hay tres! Un Constructivo con formas curvas en madera de 1931, un Constructivo en blanco y negro de 1938 y una Composición de 1931. Destacadísimos entre algunos Mondrian, Braque, Monet, Matisse, Edward Hopper, y entre muchos Picasso. Volver al MoMA es volver siempre a Las señoritas de Aviñón, la pintura de Picasso de 1907 que dio inicio al arte moderno, y que esta allí destacada. Es la joya de la corona del museo, y vale la pena detenerse un buen rato para captar el gesto y el ritmo de ese genio radical llamado Pablo Picasso.

Miradas

La ciudad híper segura pos 11/S va dejando lugar a una ciudad más frágil y paranoica. El turista que camina por algunos sitios de Harlem, por ejemplo, sentirá las miradas en la nuca que le dicen “no es lugar para turistas”. Como cuando trata de llegar hasta el pequeño y coqueto Museo Nacional del Jazz de la calle 129 Oeste. Algunos sitios web recomiendan al turista no perderse caminando por algunos lugares de Brooklyn, sino ir de un sitio a otro del barrio en taxi o subte. Así y todo, hay que caminar por Dumbo (tras cruzar a pie desde Manhattan el viejo puente de Brooklyn), el coqueto Brooklyn Heights, la avenida Bedford, o llegar hasta Williamsburgh, el barrio jasídico judío (Satmar) del que escapó Deborah Feldman, y cuya historia inspiró la miniserie Poco ortodoxa. Se pueden ubicar casi intactos algunos sitios, como la esquina de Marcy y Division donde hace décadas se presentaban las domésticas polacas para ser contratadas por el día tras negociar cada una el precio, según el recuerdo de Feldman en su último libro, Exodus (Lumen, 2021). El clima es opresivo, austero, y el turista es observado con suspicacia, cuando no franco rechazo.

Siempre fue una ciudad cara para vivir y visitar, pero la inflación y la guerra lo han empeorado. Con una inflación del 7,5 % y varios precios disparados, estas generaciones de neoyorquinos ven crecer algo que no conocían: la suba de precios que se come sus ingresos. Se quejan, maldicen. El turista sufre cuando debe adquirir entradas de teatro o museo para todo el grupo familiar a un promedio de 30, 40 dólares cada una, o para algunos de los miradores (el Summit One del edificio Vanderbilt quizá brinde la experiencia más completa). Igual hay museos más económicos que valen la pena. Es el caso del muy bueno Museo de la Ciudad de Nueva York, en la Quinta Avenida y la 103 Este, cuyas muestras están orientadas hacia lo social y a las experiencias artísticas de los habitantes de la ciudad. Y respecto a Broadway, sigue el muy eficiente kiosko de Times Square con una app en tiempo real (Tkts) que permite saber qué funciones ofrecen entradas con descuento de hasta un 50%. El musical Jersey Boys es ideal para toda la familia.

La opción gasolera, pues, son los paseos gratis. Como el de día a Staten Island donde el ferry es gratis, y la isla se puede recorrer en ómnibus con la MetroCard del subte. O el paseo a la Roosevelt Island, en el medio del East River; se puede llegar a ella desde Manhattan en un aerocarril que cuesta solo un boleto de subte; la vista del skyline de Manhattan es maravillosa, y caminar por la isla es una experiencia diferente, pues posee un ritmo plácido, de suburbio, casi de mundo paralelo.

La otra buena noticia la tienen los amantes de los libros. Las librerías físicas de Amazon llegaron a Nueva York. La librería The Strand, en la esquina de Broadway y la 12 Este, tantas veces anunciada como moribunda, vibra de público en todos sus pisos, sobre todo de gente joven que lee, comenta, revisa estantes, discute. Es un icono imperdible. También las librerías Barnes & Noble, como muchas otras por la ciudad. Casi todas tienen su buena sección de libros de poesía. Es una señal notable. Porque el significado último de esta energizante ciudad está en los versos de los grandes poetas. Como en el poema “Mannahatta” de Walt Whitman, cuyo nombre aborigen revela algo más: “Ahora veo lo que hay en un nombre, una palabra, líquida, cuerda, revoltosa, musical, autosuficiente”. Hay una ciudad, y se llama Nueva York.

Ron Carter
Ron Carter, László Erdélyi (Blue Note, Nueva York, marzo 2022)

Gratis

Nueva York es cara, pero tiene paseos gratis. Como la exhibición Polonsky de tesoros de la New York Public Library. Allí se puede ver un bastón de Virginia Woolf, un mapa dibujado a mano de Hernán Cortés, un grabado gigante de Durero, una sinfonía manuscrita por Mozart, algún Warhol y decenas de objetos más.

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