Los maestros de Japón

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Amílcar Nochetti

UNA MUESTRA DE nueve películas de Yasujiro Ozu, organizada por Cinemateca Uruguaya y la Embajada de Japón, puso en contacto al público local con una cinematografía valiosa que ha llegado a Uruguay sólo de manera esporádica. Si se realizara una encuesta sobre cine japonés, un alto porcentaje de jóvenes citaría los dibujos animados televisivos y los policiales de Kitano, mientras que espectadores más veteranos y memoriosos recordarían a Kurosawa y sus samurais. Empero, unos y otros estarían muy lejos de hacer justicia a la historia y creatividad del cine más antiguo y talentoso del Lejano Oriente.

Ya en 1896 se conocieron en Tokio el vitascopio de Edison y el cinematógrafo Lumière, y comenzaron a registrarse escenas callejeras. En una fecha tan temprana como 1900 se filmaron fragmentos de representaciones de teatro clásico (Kabuki), y durante la guerra ruso-japonesa (1905) se exhibieron los primeros noticiarios. Más tarde, la pionera Japan Films instaló sus estudios y laboratorios en Tokio y Kyoto, y comenzó la filmación de películas de ficción. Pero los verdaderos orígenes de la producción masiva nipona datan de 1912 con la fundación de la Nikkatsu, que lanzaba al naciente mercado dos tipos diferentes de ficciones: los "gendai-geki" (temas modernos), filmados en Tokio, y los "jidai-geki" (temas antiguos), rodados en la histórica capital y ciudad-museo de Kyoto. En el primer estilo se destacaron El esplendor de la vida (1917) y El esqueleto viviente (1918), ambas basadas en Tolstoi, mientras que el mayúsculo éxito de Chanbara (1915) había puesto de moda las historias de samurais.

En 1920 la empresa Shochiku, una poderosa cadena de Kabukis, teatros modernos, music-halls y dancings, comenzó a dedicarse al cine y elevó la producción de películas a varios centenares por año. Pero el terremoto del 1 de setiembre de 1923 destruyó el 80% de las salas y todos los estudios de Tokio. Sin embargo, la recuperación sería asombrosa: en 1924 se rodaron 875 films en Kyoto, los temas modernos se multiplicaron y surgieron jóvenes talentos que soñaban con cambios sustanciales.

CLÁSICOS. Ese grupo de artistas inquietos reclamó con fervor la modernización del cine japonés: querían independizarlo de la tiranía del Kabuki, y suprimir los "onnagata" (hombres que interpretaban papeles femeninos) y los "benshi" (comentaristas in situ de las películas mudas): estos conservaron su popularidad en todo Oriente hasta la llegada del sistema sonoro, pero los primeros desaparecieron permitiendo a las mujeres conquistar su lugar en la industria. Esos jóvenes iconoclastas también abrieron el cine local a las expresiones artísticas extranjeras, en particular las procedentes de Estados Unidos (su sentido del espectáculo de masas), Alemania (el expresionismo) y la URSS (el cine proletario).

A la cabeza de ese movimiento se destacó Teinosuke Kinugasa (1896-1982), de quien han sobrevivido 27 de sus 140 películas, en las que destacó un espíritu rebelde y una búsqueda estética. Ya en 1926 Una página de locura lo situó como abanderado de la vanguardia al encarar un asunto histórico mediante la técnica expresionista, y en Caminos cruzados (1928) adaptó el montaje y la iluminación soviéticas a un sombrío cuadro de tradición Kabuki. Luego de vivir tres años en la URSS y Alemania, volvió a un Japón dominado por la producción independiente de films "ideológicos", que adaptaban novelas y obras de teatro de autores proletarios: Antes del alba (1931) fue su aporte al género. Pero las tenazas de la censura hicieron desaparecer esas películas a comienzos del sonoro. Los once primeros años de esa nueva técnica coincidieron con el auge del militarismo japonés, iniciado con la conquista y ocupación de Manchuria (1931) y culminado en el ataque a Pearl Harbor que provocó la inmersión del país en la Segunda Guerra Mundial (1941). Para escapar de esa férrea censura militar, Kinugasa se refugió en el cine histórico, al que dio varios títulos espectaculares: Los 47 ronins (1932), La batalla estival de Osaka (1937), La batalla de Kalawajima (1941). Finalizada la contienda, pasó a la comedia brillante con Sucedió a un samurai (1946), y culminó su trayectoria con tres ejemplos mayores de cine histórico, donde experimentó con el color, el Cinemascope y la "split-screen" o pantalla dividida (La estatua del gran Buda, 1952; La puerta del infierno, 1953; La garza blanca, 1958). Por la segunda, logró el reconocimiento mundial, gracias al Oscar y sendos premios en Cannes y Venecia.

El otro nombre de esa etapa inicial fue Kenji Mizoguchi (1898-1956), autor de 84 películas de las que sólo se conservan 31. En su trayectoria se distinguen tres períodos: el del cine mudo, donde adaptó obras literarias japonesas y occidentales y culminó algún valioso intento de experimentación vanguardista (La marcha de Tokio y Sinfonía de la metrópolis, 1929); el de los años del militarismo, en que abordó con valentía dramas íntimos de corte realista y trasfondo social (La fiesta de Gion, 1933; Bola de sebo, Elegía de Naniwa y Las hermanas de Gion, 1936; Crisantemos tardíos, 1939); y el de la postguerra, donde abundan las obras maestras, algunas premiadas en Venecia (Vida de Oharu, mujer galante, 1952; Ugetsu, 1953; El intendente Sansho y Los amantes crucificados, 1954; La emperatriz Yang-Kwei-Fei, 1955). En esa obra Mizoguchi desarrolló un estilo muy personal volcado a la puesta en escena mediante el uso del plano-secuencia, incursionó en climas oníricos donde el sentido pictórico prevaleció de a ratos sobre el realismo del planteo, destacó al Destino como motor esencial de la vida humana y privilegió la figura de la mujer, aunque su punto de vista sea el de la denuncia social y no el del feminismo, como se ha dicho: sus heroínas nunca se rebelan, sino que por amor al hombre terminan sucumbiendo a los rigores de una sociedad feudal y machista.

A fines del período mudo surgió Yasujiro Ozu (1903-1963), de quien se conservan 32 de sus 54 films. Erróneamente considerado "el más japonés de los cineastas japoneses", Ozu abunda en cambio en temas universales: los dilemas íntimos de los seres humanos, su trascendencia a través de la vida familiar, la lucha por la autoafirmación, el desencanto producido por la incomunicación generacional, las separaciones y pérdidas a través de noviazgos, bodas y muertes. Para trasmitir ese universo, empleó una técnica minimalista con tomas largas y planos donde la cámara inmóvil se ubica a la altura de la rodilla y filma como si documentara hechos reales. Ese estilo austero no debe confundirse con primitivismo, y es muy adecuado a la visión conservadora de Ozu, donde la vida debe aceptarse como es y punto. Títulos como Hijo único (1936), Ave al viento (1948), Fin de primavera (1949), Historias de Tokio (1953), Crepúsculo en Tokio (1957) o Flores de equinoccio (1958) están poblados por padres amables, introvertidos y trabajadores, madres devotas que obedecen a sus esposos, hijas solícitas que por diferentes razones se resisten a abandonar a sus progenitores. Esa cotidianeidad sin horizontes fue la marca de fábrica de Ozu, y terminaría enemistándolo con los jóvenes cineastas de los años sesenta.

POSTGUERRA. La crisis económica de la década del treinta había causado muchos cambios. La Nikkatsu, jaqueada desde 1935, fue absorbida en 1941 por la Daiei, mientras que el magnate y Ministro de Cultura Ichizo Kobayashi fundó la Toho, a la que dio un monopolio comparable al de la UFA nazista. Durante los cuatro años de guerra, el cine japonés absorbió todos los mercados asiáticos con sus productos de propaganda masiva, mientras que el gran cine brilló por su ausencia. Los repliegues estratégicos y la intensificación de los bombardeos pondrían las cosas en su lugar: en 1944 se rodaron 44 films, contra los 497 de 1940. Después de la rendición (agosto, 1945) las fuerzas ocupantes depuraron a los productores colaboracionistas, y la Toho fue a parar a manos de los sindicatos del cine. Esa democratización marcó un renacimiento cultural, aunque duró poco: en 1948 el asalto policial a los estudios Toho, ocupados por los huelguistas, devolvió el poder a Kobayashi, que de inmediato despidió a todos los izquierdistas. Pero no fue una sabia decisión, ya que esos cineastas se organizaron en cooperativas apoyadas por los sindicatos, y convertidas luego en productoras independientes propiciaron el boom de los años cincuenta. En 1953, cuando Japón firmó el tratado de paz que puso fin en teoría a la ocupación americana, el cine estaba en pleno auge: 4.000 salas, 800 millones de espectadores y 300 films por año, apertura del nuevo mercado de Occidente, cinco grandes productoras para el cine comercial (Toho, Shochiku, Toei, Daiei, Nikkatsu), varias compañías independientes con talento y cosas por decir.

El mayor exponente de la nueva generación fue Akira Kurosawa (1910-1998), que con su premio en Venecia por Rashomon (1950) abrió los ojos del mundo occidental a la existencia de una industria fílmica japonesa comparable en más de un sentido a Hollywood. El magisterio de Kurosawa se cimentó a lo largo de una carrera de medio siglo, donde abundan las obras maestras, ya sea en el terreno de la aventura (Los siete samurais, 1954; La fortaleza escondida, 1958; Yojimbo, 1961), las adaptaciones literarias (Dostoievski en El idiota, 1951; Gorki en Los bajos fondos, 1957; Shakespeare en Trono de sangre, 1957, y Ran, 1985) o los dramas en tiempo presente (El ángel ebrio, 1948; Vivir, 1952; Dodeskaden, 1970; Rapsodia de agosto, 1991; Madadayo, 1995) y pasado (la citada Rashomon; Dersu Uzala, 1974; Kagemusha, 1980). Esa obra fue producto de una larga batalla contra las imposiciones y restricciones de las empresas mayores, siempre renuentes a aceptar las propuestas del maestro. El gusto por el montaje alterno en lugar de la puesta en escena, su método revolucionario de filmación con multitud de cámaras, el maniático perfeccionismo para planificar y rodar sus películas, además de las duras críticas lanzadas contra la industria del cine japonés, generaron un permanente clima de resentimiento hacia su obra. A eso debe sumarse un insobornable compromiso de tono humanista, que chocó con la filosofía individualista y anti sentimental de las jóvenes generaciones. El desenlace de esa situación fue un período de fracasos y semi desocupación (1963-1969), su despido de la filmación japonesa de ¡Tora!¡Tora!¡Tora! (1968) y un intento de suicidio (1971), pero aún así Kurosawa no claudicó: "Lo que me interesa es el drama interior y exterior del hombre, y retratar a ese hombre desde su drama". Y de paso, erigir el vasto cuadro de toda una sociedad.

El humanismo y las preocupaciones sociopolíticas también fueron objeto de estudio de los demás compañeros de generación de Kurosawa.

Kon Ichikawa (1915) asumió el desafío por la vía ecléctica: en su obra hay cabida para dramas, comedias, policiales, films eróticos e infantiles y denuncias de todo tipo, con picos mayores como El arpa birmana (1956), El horno (1958) y Fuego en la llanura (1960), además del notable documental Olimpiada de Tokio (1964), la feroz sátira de Soy un gato (1975) y la talentosa mezcla de actores y animación de En la era de los dioses (1983), donde rozó el nihilismo.

Kaneto Shindo (1912) por su parte optó por un estilo agresivo, dramático y muy realista, donde no está ausente un cierto toque de lirismo, como testimonian Los niños de Hiroshima (1952), La isla desnuda (1961), Onibaba (1964), Vivir hoy, morir mañana (1970) y el documental Vida de un cineasta (1975), en homenaje al maestro Mizoguchi.

Keisuke Kinoshita (1912-1998) se volcó a dramas y comedias sentimentales marcados por un leve tinte social (El tambor roto, 1949; Las 24 ciruelas, 1954; Balada de un obrero, 1962).

Y Tadashi Imai (1912-1991) mezcló paroxismo y pudor en un par de denuncias poderosas (La torre de las lilas, 1953; Sombras en pleno día, 1958).

Masaki Kobayashi (1916-1996), en cambio, se manifestó muy preocupado por la responsabilidad bélica de Japón y las denuncias de la corrupción generalizada: iniciado en la comedia estilo Kinoshita, con los años derivó hacia un macizo pesimismo. Para recorrer ese camino, Kobayashi prestó suma importancia a la confección de sus libretos y la elección de los actores, además de constituirse en un estudioso del arte antiguo como punto de partida de reflexión estética. De ese rigor hablan las cifras: rodó sólo 19 títulos en 34 años. Pero en esa obra hay cabida para la denuncia de la mercantilización y corrupción del béisbol profesional en Te compraré (1956), la prostitución y el gangsterismo en las bases americanas en Río Negro (1957), el alegato antibélico en tiempo presente (las nueve horas y media de La condición humana, 1959-1961) y pasado (Harakiri, 1963; Rebelión, 1967), los sórdidos vistazos al infierno familiar de La herencia (1962), Pavana para un hombre acabado (1968) y La casa sin mesa familiar (1985) y hasta un muy elogiado documental sobre el juicio a los criminales de guerra (El proceso de Tokio, 1982). A esa preocupación ética y moral, Kobayashi sumó una sabiduría para el manejo del Cinemascope y el color, aunada a una investigación constante en el área de la música electrónica, datos muy visibles en Kwaidan (1965), sobre cuatro relatos fantásticos de Lafcadio Hearn.

NUEVAS GENERACIONES. Durante los años sesenta Japón se consolidó como uno de los mercados cinematográficos a escala mundial: 7.200 salas de exhibición controladas en su mayoría por las cinco grandes compañías, que producían y distribuían unos 250 títulos por año, además de auspiciar otras 200 "eroducciones" (films pornográficos de 60 a 70 minutos de duración). Esas compañías dominaron al cine japonés desde sus inicios. Crearon un sistema comparable al de Hollywood en el manejo económico de sus productos y en la durísima relación laboral con sus artistas y técnicos. En ese sentido, el de Kurosawa no fue un caso aislado. Gente talentosa como Heinosuke Gosho (1902-1981) y Mikio Naruse (1905-1969) debieron realizar todo tipo de películas para Shochiku y Toho, y sólo de vez en cuando lograron llevar a la pantalla las tareas más valiosas para las que estaban naturalmente capacitados, como Donde se levantan las chimeneas (1953) de Gosho y Madre (1952) de Naruse. Esas compañías ejercieron una dudosa moralidad: cuando les convino fueron incondicionales al fascismo belicista, para después resurgir fortalecidas con capitales estadounidenses. A partir de 1960, además, han comprado a bajo precio los films de las pequeñas productoras independientes para explotarlos en su provecho, sistema por el cual cubren sus déficits y alimentan sus mercados de exhibición. Sin embargo, en esos años algunos productores y cineastas independientes lograron mejorar sus condiciones laborales, no aceptando las salvajes propuestas de los monopolios y luchando con bastante éxito contra los canales tradicionales de la industria. Al amparo de esos rebeldes, e influidos artísticamente por la Nouvelle Vague francesa, surgieron los mejores cineastas del período.

Shohei Imamura (1926), antiguo asistente de Ozu y enemigo de sus métodos de trabajo, optó desde el comienzo por todo lo que pudiera ser marginal y ajeno a la cultura japonesa literaria y aristocrática, para construir paso a paso un retablo crítico del Japón moderno, basado en el enfrentamiento entre la versión oficial y la realidad de los instintos y las clases desposeídas. Títulos como Cerdos y barcos de guerra (1961), La mujer insecto (1963), Los pornográficos (1966), Lluvia negra (1988) o los más conocidos Dr. Akagi (1995) y La anguila (1997) interesan más que su premio en Cannes por La balada de Narayama (1983), de estilo más clásico y alcances más conservadores. Hiroshi Teshigahara (1927-2001), por su parte, después de estudiar Bellas Artes exhibió un árido intelecto en Una mujer en la arena (1963), la quintaesencia del existencialismo en imágenes. Su posterior labor no ha sido muy elogiada aunque en 1984 volvió a llamar la atención por su documental Antoni Gaudí.

El más controvertido cineasta de la nueva generación ha sido Nagisa Oshima (1932) que, rechazando las tradiciones, realizó desde su inicio obras marcadas por una gran violencia, orientadas por los problemas de la política y la sexualidad: Cuentos crueles de la juventud (1960), Noche y niebla del Japón (1961), El ahorcamiento (1968), La ceremonia (1971), Una hermanita para el verano (1972). Esos film reflejan las contradicciones de un país que pasó de la postración de la postguerra al desarrollo más desmesurado, como consecuencia de un forzado y traumático proceso de occidentalización que puso en peligro la propia identidad nipona, sin que por eso variaran sustancialmente las injusticias tradicionales. Su escandalosa aproximación a una dialéctica amor-muerte en el díptico El imperio de los sentidos (1976) y El imperio de las pasiones (1979) dio paso a varias coproducciones con Occidente, donde le ha ido bien (Furyo, 1982) y mal (Max, mi amor, 1985).

Últimamente muy poco cine japonés ha llegado a Uruguay. Aventurando una opinión, parece detectarse cierta decadencia en la producción, o la falta de una generación talentosa, quedando todo supeditado a lo que puedan lograr algunas individualidades. De las varias muestras exhibidas en Cinemateca desde 1990, apenas han destacado Desafío a la vida (1961), Caza a las fieras (1973) y Deseo de venganza (1974) de Eizo Sugawa (1930) y Más fuerte que el destino (1972) y Voluntad de vivir (1974) de Kei Kumai (1930). Bastante más cerca en el tiempo ha deslumbrado a niños y adultos la película de animación El viaje de Chihiro (2002) de Hayao Miyazaki (1941).

Y, por supuesto, está Takeshi Kitano (1947), un muy exitoso actor cómico televisivo que pasó a la dirección revisando con dosis de violencia exacerbada el género de yakuza (Violent cop, 1989; Sonatina, 1994; Flores de fuego, 1997; Hermano, 2001), pero sorprendiendo también con inesperadas obras de tono lírico (Escena frente al mar, 1991; El verano de Kikujiro, 1999) o con la bellísima Dolls (2002), que entrelaza varias historias de amor con un homenaje al Bunraku, género teatral que vincula marionetas manejadas a la vista del público con textos cantados en forma de letanía por un rapsoda acompañado de guitarra acústica. El último trabajo de Kitano, Zatoichi (2003), un vistazo al cine de samurais con final musical, abre muchas expectativas sobre su futuro. Por último, sería deseable que alguien se animara a distribuir Shara (2003) de Naomi Kawase (1969), para muchos el talento joven más importante de un cine que aún puede tener muchas cosas por brindar a su público.

FUENTES: "Historia del cine mundial", Georges Sadoul.

"Historia del cine mudo", Roberto Paolella.

"Japanese films directors", Audie Bock.

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