por Fernando García
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Pasaron 22 años desde la última vez que Guillermo Kuitca (Buenos Aires, 1961) exhibió su obra en la ciudad donde nació. Fue en este mismo lugar, el museo Malba, a poco de ser inaugurado. Quedó su imagen escaleras arriba contemplando al público que hacía cola en la calle y se iba apiñando en la entrada vidriada. Elusivo, reacio al agasajo, observando su retrospectiva en soledad antes de que miles de ojos se posaran sobre sus pinturas y objetos. Este regreso del pintor contemporáneo argentino más internacional devuelve algunos misterios sobre su figura. Si bien sus exposiciones en galerías y museos dan la vuelta al mundo, el artista rara vez se mueve de su casona en el barrio de Belgrano mientras se lo cree en estado de boarding pass permanente. “Es muy extraño ese efecto, no sé bien a que atribuirlo”, dirá Kuitca sobre esa condición peculiar. Ahora se lo ha visto en la vereda del museo y en la sala de la exposición Kuitca 86 sin que nadie lo perturbe o descubra bajo los lentes oscuros. Y al fin en la biblioteca, a solas con El País Cultural, en una rara circunstancia: Kuitca no suele dar entrevistas. El nombre de la exposición alude a 1986, el año de “Siete últimas canciones”, la serie de cuadros con la que dijo adiós a la escena porteña. Como nunca antes, en un anexo de las salas se puede atisbar su intimidad en fotos, cartas, documentos. Algo que decidió desempolvar para hacer arqueología de un momento muy preciso como si con los cuadros no alcanzara. “Era como decir ‘Yo estuve ahí’… No es tan evidente que uno después de tanto tiempo sin exponer elija un período que puede parecer arbitrario. Yo lo pensé como una solución a lo que hubiera sido lo más obvio: los highlights de estos 22 años. Ir a ese último momento era para mí mucho más poético”, explica en tono suave, confidencial.
—Cuando dice “último momento” es porque dejó de exponer en Buenos Aires, ¿no?
—Sí, pero además en una exposición de obra reciente que era lo que venía haciendo hasta entonces. Me parecía mucho mejor volver a ese momento cuando la dinámica era pintar y exhibir.
—¿No volver a mostrar fue una decisión?
—Se fue dando. En el 86 yo hice esa muestra y no tenía para nada el plan de que fuera la última. Aunque la exposición se llamara Siete últimas canciones, yo no tenía claro de qué eran esas últimas canciones.
—Entonces quería llevar a la pintura lo que le provocaba una canción. ¿Cómo describe la atmósfera de aquella última inauguración?
—Una explosión de gente. Veo fotos mías de esa noche y me pregunto dónde estábamos entonces. Las inauguraciones pasan al mismo tiempo muy rápido y muy lento y ese es el efecto que me causa pensar en 1986. Fueron obras realizadas en un período muy corto. Ese año expuse antes en Tomás Cohn de Río, era la primera galería internacional en la que participaba y tiré toda la carne al asador. Cuando me propusieron inaugurar una nueva galería en Buenos Aires lo primero que pensé fue ¿‘Y ahora qué hago?’ Así que me encerré en el taller para hacer esta serie. La idea de estar haciendo un LP de pinturas fue muy natural entonces. Estos cuadros no son temporales en el sentido de una canción, pero sucedió como si fueran.
—Recuerdan el verso de Jagger con los Stones: “Our love is like a music, is here and then is gone”. ¿Es posible conseguir eso con la pintura?
—Lo que escribió Jagger es demasiado bueno como para que yo pudiese agregarle algo. Lo mío fue un deseo, un anhelo. Si bien yo hablaba inglés, nunca tuve la sensación de que la comprensión relativa del idioma volviera a una canción incompleta en absoluto. Uno lo toma como una experiencia entera.
—¿Y usted quería llevar eso a la imagen?
—Sí, quería darle a estos cuadros ese mismo concepto. Son cuadros que apuntan hacia algún tipo de emoción. Es evidente que “Siete últimas canciones” abrió un camino. La idea siguió en otra obra que presenté en la Bienal de San Pablo de 1989 llamada Tres canciones de Springsteen.
Una cifra disputada.
—La muestra cierra con la desaparición de la figura hacia 1986 y abre con una obra donde numera a los desaparecidos del 1 al 30001. Nadie diría que es un Kuitca…
—Es que esa obra nunca se vio en Buenos Aires. No he tenido mucha oportunidad de hablar sobre eso. La empecé en el 79 y la firmé en el 80. Esa cifra entonces no era campo de batalla. Me imaginé que exponerla ahora podía traer a la arena el tema y está bien que así sea. El cuadro es como una fosa común, algo tremendo, al mismo tiempo que es un paisaje, una mancha donde es muy difícil decir dónde empieza un número y dónde termina otro.
—¿Había tenido experiencias cercanas sobre la desaparición de personas?
—Recuerdo haber participado en una de las reuniones de una asociación que se llamaba Liga por los Derechos del Hombre que funcionaba en Corrientes y Callao, arriba del café La Ópera. No voy a decir que era algo clandestino, pero sí muy modesto y uno podía colaborar. Cosas como pasar algún texto manuscrito a máquina, por caso. Ese lugar, al que se le decía “la liga”, estaba un poco asociado al PC pero en esa oficina no se hacía política partidaria. Una amiga me invitó a colaborar y me pareció bien. Yo vivía con mucha tensión lo que estaba pasando sin ser una víctima directa para nada. Y ese cuadro fue una necesidad muy grande en ese momento. Parece increíble que nunca se haya mostrado, pero bueno aquí está y ocupa una pared entera además. Pero no creo que la aparición y desaparición de la figura en mi obra se pueda empatar a la historia argentina reciente. Me parece que en mi obra las figuras salen del cuadro porque no las necesito más.
—Pero esa abundancia de sillas vacías de las pinturas de los 80 se resignifica al ver esta obra. Como citas truncas, lugares que no se ocuparon…
—Sí. Alguien se fue, alguien no llegó. La escena no se sabe si está por pasar o ya terminó. Cuando saqué las figuras humanas, si bien yo tuve un conflicto interno con eso, sentí una gran liberación y siento que las últimas obras de esta exposición reflejan eso. También hay algo del orden de lo teatral que yo quería dejar atrás.
—¡Pero si a estas series siempre se las identifica con el teatro!
—Pero, y esto es casi una confesión, no era tan así. Yo lo vivía como un gran malentendido porque todos estos espacios los veía como domésticos. No son nunca escenografías sino acaso el lugar en el cual yo elegía habitar. Por eso a esta serie le siguen planos de departamentos… Pero entiendo que la versión que tengo de mi propia obra no tiene nada que ver con los planteamientos que puedan hacer desde afuera.
—Alguna vez dijo que el boceto podía ser mejor que la obra terminada. ¿Es lo que se ve en esta exposición?
—Estas pinturas fueron hechas sin boceto previo o, más aún, los bocetos los hice después de terminar las obras. Lo que yo siempre quise evitar del boceto es que ya define a la obra de antemano. Y eso me parece fatal. Me salen muy mal los cuadros donde ya sé lo que voy a hacer.
—Qué raro escuchar esto de un pintor tan conceptual.
—No, por el contrario, porque es la pintura la que recibe ese momento de la idea y no la traducción de un boceto previo. La idea se ejecuta en la pintura y eso afirma tu sospecha: soy un pintor más o menos conceptual.
—En estas series se exhiben obras realizadas con puertas, materiales que remiten mucho al under. ¿Era una decisión estética o económica?
—Pensando las vanguardias, recurrí al gesto de la restricción. En solo usar las cosas que están a mano. Y eso era el taller al que me había mudado, que estaba un poco desvencijado, y lo que sí había eran estas tres puertas que están en la muestra. Formaban parte de un patio muy chiquito. Diría que estas obras son todo lo contrario al under, al show de la pintura que se hacía en el (café) Einstein. Obras muy íntimas y con poca materia. Así aparece la primera cama que pinté. Un cacho de madera con una figura realizada con muy poca convicción, al fin. Quizás después sí me veo más dentro de una estética generacional. En los flyers aparece eso. Hay uno para la Fundación San Telmo que es un delirio total. Los títulos los hacíamos con (Alfredo) Prior, nadie más le prestaba atención a eso. En esos años en la cartelera de cine de los diarios a las películas se le agregaba una descripción. Y en este caso hicimos como un cadáver exquisito de varias películas. Y ese fue el título.
—Prior murió en diciembre. Llevaban décadas sin verse…
—Hacía mucho tiempo que no lo veía, sí, pero lamenté muchísimo su muerte. Fuimos muy cercanos, pintábamos juntos, hicimos obras como un retrato enorme de Lenin que donamos al museo de Arte Moderno.
—¿Por qué Lenin?
—Recuerdo que viajé a Europa del este y compré un Lenin en una especie de santería comunista en Praga. En base a ese busto hicimos el retrato.
—¿Lo conserva?
—Sí, pero hace mucho que no lo veo. La obra era gigante y en papel y además tenía una especie de Apolo campesino, de superhéroe. En sí podía funcionar también como una propaganda fascista, ese era el juego.
Judíos de Odessa.
—¿Puede ligarse esto con la imagen fetiche del fotograma del cochecito de bebé de Acorazado Potemkin que se reitera en varias obras?
—Podría ser porque todos los inmigrantes judíos de lo que hoy es Ucrania salieron del puerto de Odessa. Y de ahí vino toda mi familia. La serie se llama “Mar Dulce” porque tenemos esa forma de referirnos al Río de la Plata y el cochecito del fotograma ocupa siempre el lugar del barco donde todos viajaron. Mis cuatro abuelos son todos de Odessa o de la misma región, mis abuelos maternos se conocieron en el barco.
—¿Qué lo llevó a insistir con esa imagen?
—La violencia hacia la infancia. La caída del cochecito era como el colmo de esa situación. Buscaba transmitir una emoción fuerte.
—Eso sí es muy under: la necesidad de shockear…
—Y bueno, es que veníamos de una violencia espantosa. El solo hecho de haber vivido en un lugar donde la violencia era casi la única certeza posible hizo que mis pinturas se poblaran de escenas violentas.
—Cuando se ven estas obras se establecen genealogías que quisiera saber si fueron conscientes. Por ejemplo, si conectan con la decisión de Onetti de convertir su cama en un estudio. ¿Qué es esa presencia en su obra?
—Llevándolo de nuevo a la figura que sale de la obra, queda la cama como la plataforma donde sucede la vida. Un espacio rectangular que es acaso la forma más simple, con una representación mínima y un alcance máximo.
—¡Qué slogan!
—Sí, un aporte a las fábricas de colchones. Hay una fuerte idea económica en eso de la cama. Es acceder a mucho haciendo muy poco. Y sin esa forma no se justificaría ninguna presencia. Con lo que, al fin, la figura nunca se fue del todo.

Obra nueva
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La única obra nueva es una maqueta, el mundo miniaturizado de Kuitca. “Hay de todo ahí adentro, hasta un pollo. Y se fue invistiendo como una cosa donde la pintura lo cubría todo. Al final, le hice un cuarto que no era necesariamente el mío sino uno lleno de clichés de la bohemia. Fui más allá e hice hasta una miniatura de una pintura mía. Y cuando la ví me dí cuenta que era del 86. Por eso la maqueta se llama Kuitca 86. Ese tipo que vive ahí toca la guitarra, lee, tiene un inodoro, un televisor, hay dólares en el piso, mayonesa, una radiografía”.


