Hugo Fontana
"POBRE HIJO, me sabe mal decírtelo, pero a este paso acabarás en la horca", dijo el padre a Errico Malatesta cuando éste apenas contaba con catorce años y la policía italiana acababa de interceptarle una carta con amenazas e insultos dirigida al rey Víctor Manuel II. Errico había nacido el 14 de diciembre de 1853 en Santa Maria Capua Vetere, en el seno de una familia pequeño burguesa y de ideas liberales. Aquella vez de la carta pudo salvar el pellejo, pero obviamente estaba predestinado. Aún sin cumplir los 19, a fines del verano boreal, la Federación Napolitana de la Internacional de los Trabajadores lo designa junto a Carlo Cafiero para concurrir a un Congreso de la AIT a celebrarse en el Jura de Berna, Suiza, ocasión en la que conocerá a Mijail Bakunin, uno de los emblemáticos fundadores del anarquismo, quien lo terminará de marcar para el resto de su vida.
El Congreso se desarrolló en el entorno de la dura polémica desatada entre bakuninistas y marxistas que acabaría por escindir a uno de los primeros intentos por nuclear a los trabajadores de toda Europa, y que continuaría sin prisas ni pausas durante los últimos años de aquel siglo XIX y durante todo el XX.
"Bakunin era, en Nápoles, una especie de héroe legendario", contaría el propio Errico. "Había vivido allí, creo, en 1864 y 1867, y había producido una tremenda impresión. Se hablaba de él como un personaje extraordinario y, como suele ocurrir, se exageraban sus cualidades y sus defectos. Se hablaba de su gigantesca estatura, de su formidable apetito, de su aspecto descuidado, de su pantagruélica despreocupación, de su soberano desprecio por el dinero. Se contaba que, después de llegar a Nápoles con una importante suma en el momento en que se refugiaban en esa ciudad los revolucionarios polacos que habían huido de la represión que siguió a la insurrección de 1865, Bakunin dio simplemente la mitad de todo lo que tenía al primer polaco necesitado que encontró, luego la mitad de la mitad que todavía conservaba al segundo, y así sucesivamente hasta que se quedó sin un céntimo, algo que ocurrió enseguida. Entonces aceptó el dinero de los amigos con la misma indiferencia de gran señor con la que había distribuido el suyo. Pero tanto esto como otras cosas eran parte de la leyenda".
Narra luego que al conocer a Bakunin, "él era ya un hombre de bastante edad, minado por las enfermedades contraídas en las cárceles y en Siberia, pero siempre que le vi estaba lleno de energía y de entusiasmo y comprendí su enorme poder de comunicación. Siendo joven, era imposible acercarse a él sin sentirse inflamado de un fuego sagrado, sin ver ensancharse el horizonte, sin sentirse caballero de una causa noble, y sin hacer proyectos magnánimos".
Más adelante en su crónica, Malatesta recuerda que se hallaba bastante enfermo de los pulmones y que, a su llegada al Jura, Bakunin le armó una cama y lo obligó a acostarse, cubriéndolo "con todas las mantas y colchas que pudo reunir, me pidió un té muy caliente y me recomendó que estuviera tranquilo y tratase de dormir. Todo esto lo hizo con un cuidado y una ternura maternal que me llegaron al corazón".
"Mientras estaba acurrucado bajo las mantas y todos creían que me había dormido, oí a Bakunin elogiarme en voz baja, y después añadir con acento triste:
—Lástima que esté tan enfermo, pronto lo perderemos, le quedan sólo seis meses".
NO TODO LO QUE BRILLA. Si algo podría atribuirse a Mijail Bakunin sin la menor duda, ello sería su absoluta incapacidad para pronosticar la longevidad de sus discípulos. Durante los siguientes seis meses y seis años y seis décadas, la vida de Errico Malatesta –quien sufriría el exilio durante 35 de sus 79 años– fue un acelerado y apasionante continuo de experiencias y contribuciones a una causa que abrazaría hasta el último de sus días, el 22 de julio de 1932, cuando muere en la Roma del emperador Benito Mussolini, preso en su domicilio, vigilado y reprimido por los aparatos del fascismo.
Tras aquel Congreso de la AIT, Errico da comienzo a una serie casi imposible de viajes a fin de participar en las agitaciones sociales que por aquel momento conmovían al viejo continente. Además de Suiza, visita España, Egipto, Rumania, Francia, Bélgica e Inglaterra. En 1874 está preso tras liderar una insurrección en un pueblo cercano a su lugar de nacimiento, y en 1877 ocupa una aldea al frente de un grupo anarquista con el que, desde allí y unilateralmente, proclama el derrocamiento del rey y planea expandir su república a otras localidades hasta que termina nuevamente entre rejas. Y luego de algunos serios incidentes que lo ponen, como ya se le ha hecho habitual, a las puertas de una cárcel de Florencia, en marzo de 1885 decide huir a Argentina. Viaja de polizón, escondido en una caja que ocupa junto a una máquina de coser, y tras interminables semanas de turbulencias marítimas arriba por fin a Buenos Aires. Allí es recibido por sus compañeros del Círculo Comunista Anarquista que, entre otras cosas, distribuían la publicación La Questione Sociale, que el propio Malatesta editaba en Firenze y que pronto empezará a imprimir en la capital argentina.
"La propaganda del comunismo y de la anarquía", cuenta Ettore Mattei, "fue más intensa cuando después de dos o tres meses de la llegada a Buenos Aires del camarada Malatesta, se constituyó con gran entusiasmo un Círculo de Estudios Sociales, sito en la calle Bartolomé Mitre 1375, en el cual éste y otros camaradas dieron las primeras conferencias públicas...". Y no es de descartar que Errico estuviera de visita en Montevideo, ya que por aquí y en la misma época también nacía el Círculo Internacional de Estudios Sociales uruguayo.
Malatesta tiene dos preocupaciones: unir a los anarquistas y definir teórica y prácticamente los perfiles con que se irán formando y organizando los sindicatos o uniones de resistencia. Esta tarea no sólo habrá de constituirse en uno de los puntos centrales de su pensamiento y de su acción, sino que lo distanciará definitivamente de los anarquistas individualistas —afines al pensamiento de Stirner— y de los marxistas. Poniendo especial hincapié en el carácter revolucionario del movimiento obrero, Malatesta siempre supo poner distancia entre su ideología y las agremiaciones obreras. "No exijo sindicatos anarquistas ya que legitimarían los sindicatos socialdemócratas, republicanos, realistas o como se llamen y así dividirían más que nunca a la clase trabajadora. No quiero los sindicatos rojos porque no quiero los sindicatos amarillos. Deseo más bien organizaciones que estén abiertas a todos los obreros, sin posibles reparos a diferencias políticas. Es decir, sindicatos totalmente neutrales...", enfatizaría algunos años después.
Durante los primeros meses de su estadía porteña, Errico y otros compañeros instalan un taller mecánico electricista que pronto da quiebra. Se emplea luego en una bodega, trabajo que también lo detiene brevemente, hasta que puede dar curso a un emprendimiento que venía manejando a poco de su llegada. Entonces, junto a un par de camaradas, promueve una estrafalaria expedición a la Patagonia con la intención de encontrar oro y así amasar una considerable fortuna que le permita regresar a su país y poner en marcha un proyecto editorial que lo desvelaba desde los inicios de su actividad política.
Pero no sólo todo lo que brilla no es oro —a veces es pirita, un metal rutilante conocido como "el oro de los tontos"—, sino que cuando los tres expedicionarios llegan a Cabo Vírgenes, en la provincia de Santa Cruz, lo que descubren es que las austeras minas están en manos de una compañía explotadora. Christian Ferrer sostiene que en los distritos auríferos "por la noche la temperatura bajaba a 14 bajo cero, había poca esperanza de hallar otra zona de buen rendimiento y llegó el momento en que los tres revolucionarios se hartaron de sobrevivir dando caza a las nutrias de mar. Siete meses después de su llegada, en medio del invierno, los anarquistas deciden abandonar la zona, luego de aventuras nada promisorias: casi mueren de hambre y debieron ser rescatados por un barco en calidad de náufragos y desembarcados en el pueblo de Carmen de Patagones, ya en la provincia de Buenos Aires.".
PESADILLA DE LA POLICiA. Ya de regreso en la capital, Errico combate el hambre dando conferencias en uno y otro lado, y en 1886 ayuda a organizar el primer sindicato argentino, el de panaderos, al que redacta los estatutos. Al hacerlo, y tal como afirma Osvaldo Bayer, Malatesta marca "toda una línea que iba a servir de norma para otras organizaciones obreras combativas", acaso el mejor antecedente de lo que luego, casi a fines de siglo, iba a ser la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), la primera central sindical del Río de la Plata, que también tendría su similar uruguaya, justamente la FORU. Apenas a un año de su primitiva organización, los panaderos argentinos llevarán adelante una huelga ferozmente reprimida pero que obtendrá todas las reivindicaciones planteadas.
Los panaderos, además, serían una verdadera vanguardia en esto de la cultura de raíces anarquistas. Es cierto que la medialuna, tal como lo recuerda Ferrer, había nacido en 1529 en la Viena ocupada por los ejércitos turcos y en respuesta de algún modo sarcástica al símbolo otomano, pero los factureros rioplatenses supieron dar algunos singulares nombres a las delicias que preparaban, tal como "cañones", "bombas", "vigilantes", "bolas de fraile" y "suspiritos de monja", todo ello en un código obviamente marcado por una silente y socarrona ironía.
Finalmente en 1889 Errico decide despedirse de Buenos Aires y volver a su país. Allí comenzará a editar una serie de publicaciones cuya vida dependerá directamente del buen o mal humor de los gobiernos de turno. Ese mismo año aparece L’Associazione, en 1889 L’Agitazione, en 1901 L’Internazionale, un año más tarde La Rivoluzione Sociale, y una década después algunas de las revistas que más incidencia tendrán en el pensamiento anarquista de la primera mitad del siglo XX: Volontá, de 1913, el diario Umanita Nova, de 1920 y Pensiero e Volontá, de 1924.
Luigi Fabbri (Italia, 1877-Uruguay, 1935), conoció en abril de 1897, en Ancona, a quien con el paso de los años sería su maestro y amigo íntimo, cuando supuestamente Errico debía estar exiliado en Londres. "Recuerdo el día en que conocí a Errico Malatesta como el de la impresión más fuerte de mi lejana juventud", contaría Fabbri en su biografía Malatesta. L’uomo e il pensiero. Tras haber enviado una nota de su autoría a la redacción de L’Agitazione en la que "explicaba la anarquía como una aplicación a las sociedades humanas de las leyes de la naturaleza por medio de la ciencia", Luigi es invitado a la redacción del semanario para debatir el contenido y la pertinencia de la publicación de su artículo. Cuando llega a Ancona, es llevado a un edificio de un suburbio de la ciudad e invitado a subir a una oculta buhardilla. "Asomándome arriba, vi una habitación pequeña, con un catre de campaña al lado, una mesa sobre la cual ardía un farol a querosene, un par de sillas y, tras las sillas, la mesa, la cama y en el suelo una cantidad indescriptible de papeles, diarios y libros, en aparente desorden. Un hombre desconocido para mí, de pequeña estatura, con cabellos negros y tupidos, caminaba hacia mí con las manos tendidas y los profundos ojos sonrientes. Agostinelli, que había subido tras de mí, me dijo: ‘Te presento a Errico Malatesta’.
"Mientras Malatesta me abrazaba, yo estaba paralizado por el estupor y el corazón se me alborotaba en el pecho. Malatesta, ya legendario entonces, pesadilla de todas las policías de Europa, el revolucionario audaz, condenado dentro y fuera de Italia y prófugo en Londres, en cambio estaba allí. (...) Enseguida comenzó entre nosotros una conversación animada, una discusión muy larga, especialmente sobre los temas tratados en mi artículo. (...) A las tres de la mañana discutíamos todavía. Dormí como pude allí, en un jergón que Agostinelli había improvisado para mí en un rincón. A las siete de la mañana ya estaba despierto y desperté a propósito a Malatesta para continuar la discusión. Me quedé hablando con él el día entero, incesantemente, hasta que, cuando hacía buen rato que había anochecido, me despedí de mala gana..."
La amistad y las peripecias en común entre aquellos dos hombres, entonces uno de 44 años, el otro de 20, permanecerían intactas hasta el último día de sus vidas, más allá de la forzosa distancia a que el fascismo los obligaría dos décadas y media después.
LOS QUE VENDRaN. Muerto Bakunin en 1876, el movimiento anarquista europeo se vería especialmente influido por el pensamiento de Piotr Kropotkin, aquel príncipe, militar y geógrafo ruso que había escapado de las prisiones del zar Alejandro II y que, tras un intrincado periplo, había llegado al continente a mediados de los 70. Kropotkin, eminente científico, marcado por las teorías darwinistas y por el positivismo entonces reinante, había dado forma a un corpus teórico en el que las leyes de la naturaleza prevalecían sobre la contingencia humana, y había introducido el concepto de la ayuda mutua en el desarrollo de las especies, intentando atenuar el determinismo evolucionista. En esos conceptos se había basado Luigi Fabbri para escribir su nota que nunca llegó a publicarse: Malatesta, quien venía elaborando una idea bastante diferente del hombre y de la sociedad, logró convencerlo y volcarlo a favor de sus puntos de vista.
Con el paso de los años, tres serían las principales diferencias entre el pensamiento kropotkiniano y el malatestiano. En primera instancia, Errico siempre creyó que el anarquismo no podía basarse en el cientificismo, sino que se trataba de un ideal ético y social propuesto a la voluntad de los hombres; en segunda instancia, que la voluntad y la conducta humanas no están predeterminadas sino que surgen de la compleja trama de la formación social en la que prevalece la noción de solidaridad por sobre cualquier otro comportamiento, y por último, a raíz de un hecho que los distanciaría severamente y que también provocaría arduas discusiones dentro del movimiento: el apoyo que el ruso dio a Inglaterra y Francia en la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en tanto que el italiano se había manifestado enfáticamente a favor de la no participación obrera en el sangriento conflicto.
Por otra parte, Malatesta viene a redondear una estructura ideológica en construcción, aportando siempre un pensamiento original y audaz basado en la libre toma de decisiones de parte de las diferentes comunidades que participen en los cambios sociales y políticos, tanto en materia administrativa como fundamentalmente económica. Aún así coincide con sus predecesores y sostiene que la síntesis y el fin de las eventuales opciones se coronará en un régimen comunista en el que se abolirá toda forma de gobierno y de autoridad, sin ningún tipo de delegaciones, y que se basará en la asociación de libres e iguales. Esta posición lo lleva a distanciarse también del marxismo: primero, en cuanto a su relativización de las condicionantes económicas como propulsoras de los cambios políticos, luego en su novedosa concepción del poder (que podría tomarse como precursora de las ideas de Michel Foucault) y por último en su propia definición del combatiente, alejándose de la figura clasista del oprimido transformado en opresor que caracterizaría durante todo el siglo XX el funcionamiento del llamado "socialismo real".
A ese respecto, y ya con total y brillante anticipación, Malatesta abría juicios acerca de la Revolución de octubre como el siguiente, en carta dirigida a Fabbri en 1920: "En realidad se trata de la dictadura de un partido, o más bien, de los jefes de un partido. Lenin, Trotsky y sus compañeros son seguramente revolucionarios sinceros, dentro de la forma que ellos entienden la revolución y no traicionarán, pero preparan los cuadros gubernamentales que servirán a los que vengan después para aprovecharse de la revolución y matarla". Y unos meses más adelante agrega en otra misiva a su amigo: "Nosotros respetamos a los bolcheviques su honestidad marxista y admiramos su energía, pero como no hemos estado nunca de acuerdo con ellos en el terreno teórico, no sabríamos solidarizarnos con ellos tampoco cuando de la teoría se pasa a la práctica."
EL INCENDIO Y SUS CENIZAS. Los primeros años del siglo XX encuentran a Errico en situaciones cada vez más azarosas. Exilio, prisión, clandestinidad, un permanente peregrinaje con altos cada vez más breves y que siempre aprovecha para dar a conocer sus textos, ya periodísticos, ya parte de un engranaje teórico en constante crecimiento. Entre 1900 y 1919 fija su residencia en Londres, abandonando cada tanto la capital inglesa para visitar algunos países, entre ellos Estados Unidos. En 1913 regresa a Roma, de donde debe partir nuevamente tras el estallido de la llamada Semana Roja de 1914.
Tras la guerra, y en tanto el país intenta una recomposición social y económica, de 1919 a 1920 una ola de movilizaciones sacude a Italia. Los obreros, sobre todo los industriales del norte, comienzan a organizar comités de fábrica, grupos de acción directa similares a los primeros soviets, y a ocupar sus lugares de trabajo. Miles y miles de hombres se hacen con el control de siderurgias, acerías y otras plantas fabriles, entre ellas las de la Fiat. La burguesía ve estupefacta cómo pierde el control de sus empresas. Por el momento no hay nadie capaz de apagar el incendio, pero los propietarios encontrarán una salida al problema en el lugar menos pensado. Son los socialistas, los que se han afiliado en marzo de 1919 a la Internacional Comunista de orientación soviética, los primeros en tomar distancia de los comités: están en contra de la autonomía con que se mueven los obreros y plantean que éstos deben subordinarse a los planes del partido. La tarea no les resulta fácil, pero van dejando agonizar algunas experiencias autónomas con el fin de demostrar que sin líneas políticas claras les será imposible mantener el nivel de lucha.
La táctica es clara, conocida, eterna. En cada asamblea hay un delegado que va y viene interrumpiendo y entorpeciendo los debates y la toma de decisiones. Pide la palabra, se mueve misteriosamente, habla en secreto con uno y otro, celebra las demoras, elogia las vanas discusiones, conspira. Un integrante del partido, un hombre inteligente y herético como Antonio Gramsci, los describe breve y ajustadamente: "Se pasaron el tiempo charlando sobre soviet y consejos mientras en el Piamonte y en Turín medio millón de trabajadores se morían de hambre para defender los consejos ya existentes."
Pero de todas formas las llamas se propagan. A fines de 1919 los metalúrgicos ocupan sus fábricas en Milán, Turín y Génova, y también lo hacen en Roma, Florencia y Palermo. Son tomadas las plantas de Michelin y de Pirelli, la destilería Campari, la fábrica de cervezas Italia, la fábrica de productos de goma Hutchinson. No hay límites para que medio millón de obreros hagan flamear sus banderas rojas y negras, aunque la fuerza de su movimiento comenzará a declinar meses más tarde. En setiembre de 1920 las fábricas continúan ocupadas, los socialistas persisten en sus tentativas de amortiguar el movimiento y Malatesta escribe, siempre premonitorio, en Umanitá Nova: "Si no continuamos hasta el fin, entonces pagaremos con lágrimas de sangre el miedo que nosotros le hemos metido a la burguesía".
Y mientras tanto, otra agrupación aprovecha para organizarse lentamente. A principios de 1919 un grupo de 118 veteranos de guerra forma el primer Fascio di Combattimento; y pronto se hará visible la figura de un maestro que nunca ejerció la docencia, afiliado alguna vez al Partido Socialista, con ínfulas de periodista y vanidad desbordada, que quiere pasar a la historia cualquiera sea el camino a recorrer. Los terratenientes del norte y del centro, y meses después los industriales desalojados, empezarán a hacer llegar a Benito Mussolini las primeras contribuciones para la formación de escuadrones de camisas negras que pronto saldrán a las calles. La izquierda también se agrupa y funda sus Arditi del Popolo, grupos de combate decididos a enfrentar a las nuevas brigadas donde quiera que ellas actúen. Pero en 1921, sus integrantes se enteran de que los socialistas vienen negociando una tregua con Mussolini. En agosto ambas partes firmarán un pacto por el que los primeros desconocen y abandonan a los Arditi. Meses más tarde y ya en 1922, el Duce se jactará de haber acabado en cuarenta y ocho horas con el movimiento obrero de las ciudades del norte. La marcha sobre Roma es un hecho. Entonces dará comienzo el reino del fascismo.
ANARQUISTA PACiFICO. Errico no cejará durante los pocos años que le quedan de vida. En 1924 funda la revista Pensiero e volontá, de la que el historiador Max Nettlau dirá que en ella y "en muchos artículos de otras publicaciones se encuentra su pensamiento en detalle, teórico y aplicado a las mil cuestiones del día. Hasta su última línea, en 1932, se observará esa concepción reflexiva, realista del anarquismo que le fue propia....
Pero Italia, y Roma en particular, se irá convirtiendo en un lugar cada vez más inhóspito para un hombre como él. Para colmo, muchos de sus compañeros deben abandonar el país, la mayoría clandestinamente, como es el caso de Luigi Fabbri, quien tras negarse a jurar fidelidad al nuevo régimen se marcha primero a Suiza, luego a París —donde tras unos solitarios meses logra reunirse con su esposa Bianca y con su hija Luce—, y por último a Montevideo, donde de inmediato se abocará a editar la revista Studi Sociali (que contendrá en cada número dos notas firmadas por Malatesta) y a mantener una nutrida correspondencia con su viejo maestro.
El fascismo se ha adueñado del país y poco es lo que las fuerzas de resistencia pueden hacer entonces en contra de su hegemonía. Los años finales del guerrero no son un escenario de justo reposo. Después de 1926, cuando es clausurada su última publicación, son escasos sus movimientos y sumamente vigilados, hasta que se lo enclaustra bajo la figura del arresto domiciliario. La policía instala un puesto de vigilancia frente a la casa del empecinado luchador y arresta a todos quienes intentan visitarlo. Finalmente, una crisis bronquial derrota al anciano Errico.
Y sin embargo, más allá de sus penurias, tiene fuerzas para escribir poco antes de su muerte, en carta enviada a Fabbri, que aún en medio del fascismo y ya a las claras la involución de la experiencia rusa, él seguirá creyendo en la superioridad del amor por encima de la justicia en los procesos revolucionarios, poniéndose de espaldas, como lo había estado durante toda su vida, a los medios violentos como método de cambio social.
Su semilla aún cosecha. l
Un mecano para Luce
CONTABA LUCE Fabbri que durante 1920, el año de las grandes revueltas obreras en la península, era habitual la presencia de Errico Malatesta en Corticella, el pueblo cercano a Bolonia donde su padre Luigi ejercía el magisterio en una escuela para niños, en su mayoría de origen campesino. Allí le escuchó decir, tras sus reiterados cautiverios, que un anarquista es siempre un hombre en libertad condicional.
La repatriación azarosa de Malatesta en diciembre de 1919 tuvo un alcance que nadie preveía y mucho menos su protagonista, recuerda Luce en la biografía de su padre. "La narración de su llegada a Taranto por mar, su travesía por Italia de incógnito y su aparición en Génova, en cuyo puerto las naves le dieron un saludo espontáneo, como no lo ha tenido ningún jefe de Estado... Cuando por último llegó con mi padre a nuestra casa, fue una fiesta en familia".
Se extiende luego con placer y afecto: "Recuerdo que de su valija traída –creo– desde Londres, salió para nosotros los niños una caja que contenía algo entonces completamente nuevo en materia de juguetes: un mecano, de aquellos para los más grandes, con muchas piezas que permitían construcciones complicadas. He olvidado el resto, pero me han quedado vivas en la memoria las horas transcurridas con Malatesta y mi hermano, los tres sentados en el suelo, casi debajo del escritorio, mientras el viejo y experto mecánico nos enseñaba a construir con aquellas finas barras y chapas metálicas, con los ángulos, las ruedas, las juntas, los tornillos, pequeñas máquinas, vehículos, el esqueleto del teatrito de títeres... E inmediatamente después lo vimos, sentado en aquel mismo escritorio, con la pequeña pipa entre los dientes, escribir y escribir, pidiéndome cada tanto en voz baja con aire de quien hace algo que no debe (creo que contraviniendo la prescripción del médico) una tacita de café". l
Bibliografía consultada
Historia de un hombre libre. Luigi Fabbri de Luce Fabbri (editorial Nordan/ Comunidad).
Conversaciones con Bakunin de Arthur Lehning (editorial Anagrama).
Entre campesinos de Errico Malatesta.
Amor y anarquía de Errico Malatesta.
La anarquía a través de los tiempos de Max Nettlau.
Los anarquistas expropiadores de Osvaldo Bayer.
"Gastronomía y anarquismo. Restos de viajes a la Patagonia", artículo de Christian Ferrer. l