Mercedes Estramil
LEERLO recuerda a Borges, Cortázar, Poe, Arlt, y trae a la memoria a muchos otros quizá debido a su manía de citar y establecer correspondencias explícitas. El recurso en sí no es bueno ni malo. El argentino Abelardo Castillo (n. 1935) es el tipo de escritor que cuando hace un buen cuento hace un muy buen cuento, tenso, sostenido, punzante, y luego hace una narrativa profesional, rica en asociaciones, correcta. Los mundos reales es la segunda edición de sus cuentos completos, revisados y corregidos una vez más, con esa idea de perfectibilidad que tiene algo del pasado, y no es decir que Castillo envejeció. Hay una percepción sesgada e irónica en él que lo actualiza, un narrador demoledor —como fue el caso del chileno Bolaño, más joven y ya muerto— que se burla un poco de sus homenajes y de su propia mirada enamorada hacia atrás.
Novelista, dramaturgo, poeta y fundador de tres revistas literarias (El grillo de papel, El escarabajo de oro, El ornitorrinco), como cuentista publicó Las otras puertas (1961), Cuentos crueles (1966), Las panteras y el templo (1976), Las maquinarias de la noche (1992). Estos cuentos completos incluyen cuatro inéditos y "El cruce del Aqueronte", editado como texto independiente antes de ser capítulo de la novela El que tiene sed. En conjunto, una narrativa sólida, especializada en revisitar la tradición cercana, y fusionar el coloquialismo de personajes y situaciones con un enfoque culto. Esa guiñada permanente que establece un diálogo en el tiempo y el juego del plagio, que jaquea las estrategias de la originalidad, etc., logra a veces que textos menores capten una atención vicaria, pero no es su única carta.
Lo mejor de su narrativa se sigue perfilando en historias sencillas y contundentes, como la de final cargado que abre el volumen, "La madre de Ernesto". Los adolescentes burlones que van al nuevo prostíbulo del pueblo para estar con la madre de un amigo, instalan en su obra una atmósfera perdurable: una crueldad alimentada de vacío moral colectivo, una periferia de personajes comunes de los que su propio retrato emerge a menudo, y la revelación de algo sencillo y real detrás de la aparente complejidad del mundo.
BAJOMUNDO. Desde el realismo duro de los dos primeros libros, hasta la creciente metaliteratura y densidad fantástica de los siguientes, una visión del mundo cínica y cruel aparece como sustancia básica en sus cuentos. Rebaja la dignidad de adolescentes inmaduros, de oficinistas agobiados y de incapaces afectivos. Marca tanto a verdugos y víctimas en "La madre de Ernesto", o en "Hernán", donde el narrador habla en tercera persona de sí mismo, recordando cómo se burló de una mujer sin experiencia. El mismo muchacho es el malo de "Corazón", cita directa a Edmondo De Amicis y su universo de maldades y arrepentimientos juveniles. En "Marica" la culpa persigue al que recuerda su amistad prejuiciosa con un compañero.
La crueldad y la victimización las establece en definitiva la vida, su dinámica. El consuelo de lo real desaparece rápido en sus cuentos y la fuga se convierte en necesidad: un hombre puede pasar un día de amor con su mujer muerta ("Carpe diem"), un ascensorista encontrar a Sandokán al fondo de un corredor ("La casa del largo pasillo") o un desesperado seguir la caída del cigarrillo y tirarse por la ventana en el notable "Vivir es fácil, el pez está saltando". Ninguno tiene el humor y la contundencia misántropa del cinematográfico "Also sprach el señor Núñez", donde un oficinista tiene un día de furia y decide liberar de la vida a sus compañeros de trabajo, después de darles una explicación filosófica tan incontestable que hasta da pena que su proyecto de aligerar el mundo se vea truncado. Esa experiencia del crimen se repite en muchos de sus protagonistas, a veces asumiendo la fórmula del relato policial del "crimen perfecto". En "El asesino intachable" el móvil existe pero el despreocupado asesino lo desconoce y ese dato oculto lo inculpa; en "La cuestión de la dama en el Max Lange" el asesino tiene a su favor conocer tanto el juego del ajedrez como el de la vida y en los dos hace una movida impecable. La vena policial de Castillo se afirma en este tipo de relatos, como parte de su interés general en el tema de las relaciones de poder y en la dupla víctima-victimario.
DEL PASADO. De algún modo escribir es siempre autobiografiar, por lo menos el mundo de las fantasías personales. La ilusión lectora de equiparar autor-personaje-narrador, bastante vapuleada, siempre puede resurgir y volver a caerse gracias a escritores lúdicos, capaces de enriquecer los cuadros explicativos que un especialista como Philippe Lejeune, por ejemplo, aportaba en El pacto autobiográfico (1975). Está claro que los cuentos de Castillo no son ningún intento de autobiografía, pese a que en muchos el personaje (protagonista o testigo) es "Abelardo", "Castillo", o un escritor demasiado parecido a él, proclive a las borracheras que también formaron parte de su vida, y a la visión medio desacralizante medio respetuosa sobre la literatura que tuvo siempre. Como para cubrirse el escritor dijo alguna vez que todo lo que pasa en esos cuentos a él ni remotamente le sucedió (entrevista de María Esther Gilio, en Brecha, 5-XII/1996) pero defiende esa estrategia de inmediatez para dotar al relato de mayor verosimilitud ("Capítulo para Laucha", "Los ritos", "El asesino intachable", "Las panteras y el templo", "Week-end", "Muchacha de otra parte", "La que espera", etc.).
Personajes alcohólicos y frustrados encajan en un escenario de guapos, duelistas, boxeadores, soldados y suicidas, todos remedos de un mundo que ya fue y subsiste en los estantes literarios. Códigos de una ética masculina en proceso de cambio aparecen en el duelo de "Réquiem para Marcial Palma" donde triunfo y derrota son equívocos; en "Negro Ortega" donde un boxeador viejo sopesa los vaivenes de dejarse sobornar; en "Patrón" en el que un estanciero viejo compra a una muchacha para que le dé un heredero varón y termina sufriendo una venganza atroz; o en "Fermín" donde un compadrito pobre y borracho es arrastrado por el entorno para no salir nunca de donde intuye que debería salir. Las historias amorosas son otras tantas derrotas, con novias de juventud que no salen de la mente ("Capítulo para Laucha", "Crear una pequeña flor es trabajo de siglos", "Los ritos"), "lolitas" perturbadoras ("Muchacha de otra parte"), o esposas prepotentes ("Una estufa para Matías Goldoni"). "La garrapata" trae una reminiscencia del horror que manejaron Poe, Lovecraft o Sloane, copiando el procedimiento triangular del amigo que va al rescate del hombre "succionado" por la mujer.
La intertextualidad gana terreno en Castillo al paso de los años. Basta comparar con Las otras puertas, donde había sí, diálogos con Cortázar ("Mis vecinos golpean") o con Borges y sus historias de traiciones y desdoblamientos ("Macabeo"), pero los relatos se alimentaban sobre todo de la dinámica de los personajes y las acciones. Para cuando publicó el segundo y tercer libro había una voluntad de hacer literatura con la literatura. Como se señala en el prólogo, "Réquiem para Marcial Palma" tiene la base de "Hombre de la esquina rosada" de Borges, y "Noche para el negro Griffiths" sigue los pasos de "El perseguidor" cortazariano, en ambos casos con una conciencia histórica que transforma lo que podía ser una remake en un comentario al original. La devaluación que Castillo instaura a partir de esos relatos famosos (que hace del músico de su cuento un mediocre sin punto de comparación con el Johnny de Cortázar, pero también capaz de acceder a "otro" lugar, de generar admiración y envidia en el periodista que lo sigue) tiene que ver con el derrumbe de un sistema de valores artísticos y de lecturas del arte. Con esa suerte de decepción de escritor visionario y resentido que maneja el personaje de "Crear una pequeña flor es trabajo de siglos": "Cuando necesito un buen traje, redacto un mal cuento. Y si hace falta más plata se escribe un libro sobre Perón o el Estructuralismo o el cadáver de Eva Duarte".
No hay nada nuevo, ninguna originalidad simulada, entonces, aunque es posible reinstalar todavía la seducción de la repetición. Un buen ejemplo es la continuidad que establecen "El hacha pequeña de los indios" y "Las panteras y el templo". Primero el narrador cuenta la venganza de un marido traidor y traicionado; después el escritor corrige ese cuento dentro de otra ficción, robándole a su personaje la sensación de la venganza y tratando de experimentarla con su propia mujer dormida. Es otra vez la continuidad de los parques entre literatura y realidad, que tendrá larga vida.
CUENTOS COMPLETOS, de Abelardo Castillo. Ed. Alfaguara, Buenos Aires, 2003. 461 pp.